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Críticas ordenadas por utilidad
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7,4
6.267
8
29 de septiembre de 2020
29 de septiembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mankiewicz va loco en este wéstern de 1970, dentro de su genialidad y estilo habitual que parte de su clásica búsqueda de la verdad pero, esta vez, a través de la mentira y las lenguas de serpiente que las formulan al margen de la ley en un wéstern carcelario con un espléndido duelo entre dos leyendas: Henry Fonda y Kirk Douglas. El director nos da una película única donde no se queda atrás en la crítica a las convenciones americanas (habiendo sido objetivo de la caza de brujas macartiana) en un híbrido entre comedia y drama desarrollado en el crepúsculo del Viejo Oeste (1883) donde sus carismáticos personajes nos hablan de amistad, mentiras, verdades, hipocresía e incluso destino tomando como protagonista a un elocuente bandido condenado a pasar sus días en una penitenciaria de máxima seguridad en mitad de la nada, acompañado de un grupo de renegados y un alcaide que quiere sorprender a Temis en su buena defensa de la justicia y los valores éticos.
Se puede afirmar con rotundidad que el viejo ‘Joe’ L. Mankiewicz ha sido uno de las caras más reveladoras de la edad de oro de Hollywood, mostrándose polivalente para todo tipo de géneros y producciones donde las obras maestras se suceden, pudiendo encontrar obras maestras como Eva al desnudo (1950), La huella (1972) o ante la que nos encontramos. Es impresionante cómo el director exprime a sus actores, codeándose con los más grandes para sacarlos de su zona de confort y, aun así, que creen interpretaciones esmeradas como el caso de Kirk Douglas en El día de los tramposos. El recientemente fallecido Douglas (1916 – 2020), comúnmente representado como ‘heroe’, es tocado por el pecado original, abrazado por la mentira y las malas artes de un embaucador forajido invulnerable a los efectos de la ética. Esto se trata, como las condiciones de los otros personajes en los que Joe no duda en hurgar, para ver cuánto de verdad y cuánto de mentira poseen, con un tono irónico que roza el sarcasmo y atenta, a su manera, contra unos grilletes tan americanos como la heterosexualidad y la religión.
El guion del también director Robert Benton (Kramer contra Kramer, Ni un pelo de tonto) y David Newman se construye en base de los diálogos, sostenidos por un estupendo elenco cuya concepción recuerda a Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975) donde el personaje de Douglas, Paris Pitman Jr., es ese loco de pelo rojo que, como McMurphy (Jack Nicholson), entra en un psiquiátrico con barrotes, donde explota su genial locura para tratar de escapar de su cárcel mental. Baila con grandilocuencia entre el terreno dramático y el cómico, combinándolo con esa incipiente aventura en ciernes cultivada en la caja de El niño de Misuri (Burgess Meredith), que, con paciencia y esmero, crece como marihuana para darnos un buen viaje hacia el destino y la verdad. El ritmo lento hace esto posible, exportándonos la naturalidad de los personajes en los que los secundarios funcionan como engrasados engranajes que construyen esa máquina de mentira llamada Pitman y su contraparte, el alcaide Woodward W. Lopeman (Henry Fonda), que forman la concepción del Edén. Pitman, interpretando a Eva, se desnuda de los valores mordiendo la manzana, seducido por la codicia de un nido de serpientes, por la mentira. Mientras tanto, Lopeman, haciendo de Adán, paga por su confianza en la creación de Dios, paga por confiar en Floyd Moon (Warren Oates) y, más tarde, en Pitman. Joe, en temas bíblicos, no se queda atrás utilizando a dos tramposos, Cyrus McNutt (John Randolph) y Dudley Whinner (Hume Cronyn), para criticar la hipocresía de los heraldos de la fe que mienten en representación de la iglesia. La construcción de estos dos personajes guarda una complicidad de pareja intrínseca, muy sutil, pero fácilmente visible, algo que Mankiewicz introduce de manera brillante en una película de wéstern de 1970, recordemos, estando bajo el punto de mira incluso trece años después por las acusaciones recibidas. Mediante un atractivo Michael Blogdett interpretando al joven de diecisiete años Coy Cavendish, el director refuerza esa visibilidad de la homosexualidad, pero esta vez, a través de una sugerencia entre líneas prevalecida por el abuso de poder en instituciones.
Todos los personajes guardan un valor que Joe quiere hacernos ver mediante las interacciones con el personaje de Douglas. Para ello, el planteamiento es constituido por las construcciones de sus personajes en una estructura narrativa paralela, sucediendo las secuencias donde los conocemos hasta el punto de encuentro y, por tanto, el inicio de la aventura. La multiculturalidad en la América de finales del s. XIX está representada a la perfección por la presencia de chinos (emigración de 300.00 chinos entre 1854 y 1882), nativos y negros (comercio de africanos y traslado forzado a América en calidad de esclavos entre los siglos XVI y XIX) en personajes secundarios y extras. El actor Yang Chuan-Kwang interpreta al silencioso secundario Ah-Ping, recordando directamente la actuación de Will Sampson en Alguien voló sobre el nido del cuco, teniendo incluso una escena similar.
La escenografía está cuidada al máximo, explotada por la espectacular fotografía de Harry Stradling Jr. De la cual se vale con un gran plano general en picado, desvelado con un zoom out que abre el ángulo de visión y que hace una desértica y hostil referencia al Edén de Pitman y Lopeman con esa inmensa cárcel en mitad de la nada. Aun con la opresión que una cárcel inspira, Mankiewicz se las arregla para crear una atmósfera divertida y vivaz mediante la complicidad de sus carismáticos personajes, sabiendo cruzar la línea del cerrado intimismo con escenas como las conversaciones entre Pitman y los distintos alcaides, y volver a la abierta camaradería con los presos sin perder ni un ápice de naturalidad.
Se puede afirmar con rotundidad que el viejo ‘Joe’ L. Mankiewicz ha sido uno de las caras más reveladoras de la edad de oro de Hollywood, mostrándose polivalente para todo tipo de géneros y producciones donde las obras maestras se suceden, pudiendo encontrar obras maestras como Eva al desnudo (1950), La huella (1972) o ante la que nos encontramos. Es impresionante cómo el director exprime a sus actores, codeándose con los más grandes para sacarlos de su zona de confort y, aun así, que creen interpretaciones esmeradas como el caso de Kirk Douglas en El día de los tramposos. El recientemente fallecido Douglas (1916 – 2020), comúnmente representado como ‘heroe’, es tocado por el pecado original, abrazado por la mentira y las malas artes de un embaucador forajido invulnerable a los efectos de la ética. Esto se trata, como las condiciones de los otros personajes en los que Joe no duda en hurgar, para ver cuánto de verdad y cuánto de mentira poseen, con un tono irónico que roza el sarcasmo y atenta, a su manera, contra unos grilletes tan americanos como la heterosexualidad y la religión.
El guion del también director Robert Benton (Kramer contra Kramer, Ni un pelo de tonto) y David Newman se construye en base de los diálogos, sostenidos por un estupendo elenco cuya concepción recuerda a Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975) donde el personaje de Douglas, Paris Pitman Jr., es ese loco de pelo rojo que, como McMurphy (Jack Nicholson), entra en un psiquiátrico con barrotes, donde explota su genial locura para tratar de escapar de su cárcel mental. Baila con grandilocuencia entre el terreno dramático y el cómico, combinándolo con esa incipiente aventura en ciernes cultivada en la caja de El niño de Misuri (Burgess Meredith), que, con paciencia y esmero, crece como marihuana para darnos un buen viaje hacia el destino y la verdad. El ritmo lento hace esto posible, exportándonos la naturalidad de los personajes en los que los secundarios funcionan como engrasados engranajes que construyen esa máquina de mentira llamada Pitman y su contraparte, el alcaide Woodward W. Lopeman (Henry Fonda), que forman la concepción del Edén. Pitman, interpretando a Eva, se desnuda de los valores mordiendo la manzana, seducido por la codicia de un nido de serpientes, por la mentira. Mientras tanto, Lopeman, haciendo de Adán, paga por su confianza en la creación de Dios, paga por confiar en Floyd Moon (Warren Oates) y, más tarde, en Pitman. Joe, en temas bíblicos, no se queda atrás utilizando a dos tramposos, Cyrus McNutt (John Randolph) y Dudley Whinner (Hume Cronyn), para criticar la hipocresía de los heraldos de la fe que mienten en representación de la iglesia. La construcción de estos dos personajes guarda una complicidad de pareja intrínseca, muy sutil, pero fácilmente visible, algo que Mankiewicz introduce de manera brillante en una película de wéstern de 1970, recordemos, estando bajo el punto de mira incluso trece años después por las acusaciones recibidas. Mediante un atractivo Michael Blogdett interpretando al joven de diecisiete años Coy Cavendish, el director refuerza esa visibilidad de la homosexualidad, pero esta vez, a través de una sugerencia entre líneas prevalecida por el abuso de poder en instituciones.
Todos los personajes guardan un valor que Joe quiere hacernos ver mediante las interacciones con el personaje de Douglas. Para ello, el planteamiento es constituido por las construcciones de sus personajes en una estructura narrativa paralela, sucediendo las secuencias donde los conocemos hasta el punto de encuentro y, por tanto, el inicio de la aventura. La multiculturalidad en la América de finales del s. XIX está representada a la perfección por la presencia de chinos (emigración de 300.00 chinos entre 1854 y 1882), nativos y negros (comercio de africanos y traslado forzado a América en calidad de esclavos entre los siglos XVI y XIX) en personajes secundarios y extras. El actor Yang Chuan-Kwang interpreta al silencioso secundario Ah-Ping, recordando directamente la actuación de Will Sampson en Alguien voló sobre el nido del cuco, teniendo incluso una escena similar.
La escenografía está cuidada al máximo, explotada por la espectacular fotografía de Harry Stradling Jr. De la cual se vale con un gran plano general en picado, desvelado con un zoom out que abre el ángulo de visión y que hace una desértica y hostil referencia al Edén de Pitman y Lopeman con esa inmensa cárcel en mitad de la nada. Aun con la opresión que una cárcel inspira, Mankiewicz se las arregla para crear una atmósfera divertida y vivaz mediante la complicidad de sus carismáticos personajes, sabiendo cruzar la línea del cerrado intimismo con escenas como las conversaciones entre Pitman y los distintos alcaides, y volver a la abierta camaradería con los presos sin perder ni un ápice de naturalidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La música, sin embargo, no tiene ni pies ni cabeza. Charles Strouse hace composiciones que no combinan ni con los géneros de la película, ni con las escenas ni las imágenes representadas. Y es algo que Mankiewicz, por alguna razón, explota hasta el punto de asfixiar a sus personajes, introduciéndola cada pocos minutos cada vez en melodías más pomposas. Las interpretaciones generales son maravillosas, sostenidas por el gran duelo entre Douglas y Fonda y que da todo lo que Mankiewicz tenía que decir a Hollywood. El día de los tramposos es cercana, crítica e ingeniosa. Brillante.
7
17 de septiembre de 2020
17 de septiembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película casi desconocida, con un presupuesto parco (30.000 $), pero que entraña una verdadera historia del hombre abandonado en lucha contra la naturaleza, casi como un Jeremiah Johnson fantástico que, en lugar de enfrentarse a indios se enfrenta a lo oculto, a monstruos, con tal de proteger a su familia, en este caso, la tumba de su hija, muerta a manos de una criatura que espera con ansia para culminar su venganza. Adelanto que no verás encarnizadas y sangrientas batallas de un guerrero contra engendros infernales, ni estirpes reales en guerra con el reino vecino, ni si quiera sabremos quién es nuestro protagonista, ni por qué tiene poderes sobrenaturales ni cómo ha llegado a esa situación, reduciéndose exclusivamente a lo que vemos en pantalla. Por desconocer, desconocemos hasta su nombre. Esta es la lucha personal del espectador con lo oculto de la historia, de cómo interpretar y lidiar con los elementos que nos presenta un habilidoso Jordan Downey en un ejercicio que recuerda a Infierno de cobardes (Clint Eastwood, 1973) en la concepción que ejercemos sobre el misterio, sobre el hombre sin nombre.
Jordan Downey acepta ese donativo siniestro de la fantasía clásica y oscura, de esas fábulas macabras que exhalan misticismo, procedente de los hermanos Grimm y pasado por el filtro cinematográfico de Browning o Wiene, adaptado a un universo de fantasía parecido al de Tolkien y con un protagonista que recuerda a antihéroes del spaghetti wéstern de Leone o los chanbaras de Kurosawa: carentes de moral, duros y rudos, sin pasado y con sed de venganza. El ohionés nos da una verdadera historia individual, de surgimiento, desarrollo y culminación de la venganza en la soledad de un hombre, dejando de lado el rico mundo que crea para aislarlo en su camino, en su aventura para derrotar al quimérico monstruo psicológico que lo carcome lentamente por la culpabilidad y que lo aleja de todo aquello que no sea su realidad.
Por eso, Downey y Kevin Stewart, guionistas, construyen el argumento de, según Booker, ‘vencer al monstruo’, cuidado con esmero por unos diálogos prácticamente nulos y un ritmo lento para que la construcción del personaje se haga en torno a los hechos, a su realidad, planteando un recorrido creciente en dificultad y peligro, en sentido figurado y literal. No es casualidad la utilización de una figura paterna y heroica para su protagonista que, tras la pérdida, pierde la noción de la realidad en su delirio de venganza, siendo este el eje transversal que atraviesa el filme y lo estructura en los tres actos clásicos de cualquier cuento fantástico. El reducido espacio fílmico (filmado en dos localizaciones: California y Portugal) dota a la historia un carácter íntimo, atrapándonos en la realidad del Padre, en el retorcido bosque que asila su alma en pena y que aguarda horrores.
La concepción del espacio es descrita a la perfección por un hombre apartado de la sociedad y condenado al ascetismo, en un lugar amenazador y reducido, dando ese carácter íntimo que bien recuerda a la inquietante La bruja (Robert Eggers, 2015) en ese amenazante juego del terror que recrea a través de la escenografía. Los horripilantes diseños de criatura, que recuerdan a los del aclamado Clive Barker, dan esa ambientación cargante basada en la amenaza permanente que recibe el protagonista. La carencia de presupuesto es solventada, quizás de una forma engañosa, por la exclusión de secuencias que involucran más medios como los enfrentamientos entre héroe y amenaza y, por tanto, las que más SFX, algo que como espectador esperas ver en este tipo de películas. Rygh lleva toda la película sin problemas, dando una interpretación excepcional del atormentado personaje de Downey, fraguando a la perfección una oscura gelidez en armonía con los azules pálidos y marrones y el manto blanco que cose la nieve.
La producción hace un trabajo formidable valiéndose del vestuario de André Bavin y del maquillaje que consiguen en Ryhg la construcción de su personaje prácticamente a golpe de vista desde el primer plano que inicia la cinta utilizado para empatizar con él a través de su expresión, totalmente perdida (o, mejor dicho, abandonada), dolorida y vacía, generando curiosidad al espectador sobre el por qué es así. El ritmo lento se apoya en el uso de largos y pausados trávelins descriptivos que expresan la pesada rutina del Padre en su día a día; la preparación, la batalla y el descanso. Obviamente, acompañando la preciosa fotografía nívea del propio Downey. A la hora del gran desenlace el director se pierde un poco en el absurdo, haciendo una catarsis más parecida a Posesión infernal (Sam Raimi, 1979) que al macabro cuento que quería contar.
En resumen, una producción innovadora y con personalidad que consigue abrazarnos gracias a una atmósfera minimalista que camufla sus carencias y susurrarnos desde el fragante bosque sombrío el triste relato de un hombre que no se diferencia de los monstruos.
Jordan Downey acepta ese donativo siniestro de la fantasía clásica y oscura, de esas fábulas macabras que exhalan misticismo, procedente de los hermanos Grimm y pasado por el filtro cinematográfico de Browning o Wiene, adaptado a un universo de fantasía parecido al de Tolkien y con un protagonista que recuerda a antihéroes del spaghetti wéstern de Leone o los chanbaras de Kurosawa: carentes de moral, duros y rudos, sin pasado y con sed de venganza. El ohionés nos da una verdadera historia individual, de surgimiento, desarrollo y culminación de la venganza en la soledad de un hombre, dejando de lado el rico mundo que crea para aislarlo en su camino, en su aventura para derrotar al quimérico monstruo psicológico que lo carcome lentamente por la culpabilidad y que lo aleja de todo aquello que no sea su realidad.
Por eso, Downey y Kevin Stewart, guionistas, construyen el argumento de, según Booker, ‘vencer al monstruo’, cuidado con esmero por unos diálogos prácticamente nulos y un ritmo lento para que la construcción del personaje se haga en torno a los hechos, a su realidad, planteando un recorrido creciente en dificultad y peligro, en sentido figurado y literal. No es casualidad la utilización de una figura paterna y heroica para su protagonista que, tras la pérdida, pierde la noción de la realidad en su delirio de venganza, siendo este el eje transversal que atraviesa el filme y lo estructura en los tres actos clásicos de cualquier cuento fantástico. El reducido espacio fílmico (filmado en dos localizaciones: California y Portugal) dota a la historia un carácter íntimo, atrapándonos en la realidad del Padre, en el retorcido bosque que asila su alma en pena y que aguarda horrores.
La concepción del espacio es descrita a la perfección por un hombre apartado de la sociedad y condenado al ascetismo, en un lugar amenazador y reducido, dando ese carácter íntimo que bien recuerda a la inquietante La bruja (Robert Eggers, 2015) en ese amenazante juego del terror que recrea a través de la escenografía. Los horripilantes diseños de criatura, que recuerdan a los del aclamado Clive Barker, dan esa ambientación cargante basada en la amenaza permanente que recibe el protagonista. La carencia de presupuesto es solventada, quizás de una forma engañosa, por la exclusión de secuencias que involucran más medios como los enfrentamientos entre héroe y amenaza y, por tanto, las que más SFX, algo que como espectador esperas ver en este tipo de películas. Rygh lleva toda la película sin problemas, dando una interpretación excepcional del atormentado personaje de Downey, fraguando a la perfección una oscura gelidez en armonía con los azules pálidos y marrones y el manto blanco que cose la nieve.
La producción hace un trabajo formidable valiéndose del vestuario de André Bavin y del maquillaje que consiguen en Ryhg la construcción de su personaje prácticamente a golpe de vista desde el primer plano que inicia la cinta utilizado para empatizar con él a través de su expresión, totalmente perdida (o, mejor dicho, abandonada), dolorida y vacía, generando curiosidad al espectador sobre el por qué es así. El ritmo lento se apoya en el uso de largos y pausados trávelins descriptivos que expresan la pesada rutina del Padre en su día a día; la preparación, la batalla y el descanso. Obviamente, acompañando la preciosa fotografía nívea del propio Downey. A la hora del gran desenlace el director se pierde un poco en el absurdo, haciendo una catarsis más parecida a Posesión infernal (Sam Raimi, 1979) que al macabro cuento que quería contar.
En resumen, una producción innovadora y con personalidad que consigue abrazarnos gracias a una atmósfera minimalista que camufla sus carencias y susurrarnos desde el fragante bosque sombrío el triste relato de un hombre que no se diferencia de los monstruos.

5,4
842
7
12 de septiembre de 2020
12 de septiembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El hombre que no perdió ni un centavo en más de cien producciones, Roger Corman, se adentra en el corazón de la América sesentera antes que la icónica Easy Rider (Buscando mi destino) (Dennis Hopper, 1969), protagonizada también por el motero de la gran pantalla: Peter Fonda. Un símbolo contracultural que tiende a buscar la rebeldía en una sociedad aburrida que cuyo prototipo de sueño americano se basa en la aburrida rutina, donde la libertad y libertinaje queda en manos de los forajidos del s. XX, representados por el mayor club motero de todos los tiempos: Los Ángeles del Infierno, de los cuales cuenta el director para colaborar en esta película serie B directos desde la sede de Venice, California. Al igual que Los ángeles, Corman fue siempre a contracorriente de Hollywood, produciendo sus propias (y poco convencionales) filmes, a día de hoy muchos de culto, e instruyendo a las generaciones posteriores al igual que el club protagonista a las siguientes generaciones de moteros, de forajidos, de rebeldes. Los ángeles del infierno son las andanzas de Celestial Blues (Peter Fonda) y sus chicos, del barbarismo confundido con insumisión, de la violencia confundida con insurrección, del libertinaje confundido con libertad… de recorrer con la moto la carretera al infierno, admirando las desoladoras vistas y disfrutando del viaje.
Poniéndonos en antecedentes, Los ángeles del infierno es un club motero considerado una organización criminal, nacido en 1948 por excombatientes y expandido por todo el mundo. Pero no fue hasta la década de los sesenta cuando su exhalación de fraternidad y libertad embaucaron a los representantes de la contracultura emergente basada en la rebeldía, donde estandartes como Mick Jagger o The Beatles los empujaron a la popularidad. Basados en una filosofía nihilista, Roger Corman representa la delgada línea entre ideales y hechos que convirtieron a Los ángeles en un grupo que inspira terror desde la violencia a través de su personaje Blues, forjando la crisis de identidad que sufría el club y el equívoco rotundo de las ideas que les dieron alas para volar libres, como águilas, por los cielos americanos.
La estética sucia de la película más la escenografía desértica acompañan el viaje de Blues en su búsqueda del yo, en la que lo acompañamos experimentando los episodios que, poco a poco, lo hacen ver la realidad que padece, las decisiones que lo conducen a la violencia excusada en la hermandad, la mala interpretación de la libertad, haciendo que cada vez se pueda ver más nítida la cara de La Muerte mirándolo a él y a sus hermanos atentamente, aunque siendo ignorada incluso cuando esta se presenta. La elección del casting es llamativa, siendo en sí misma una crítica tanto para Los ángeles como para la misma pareja de actores que motoriza la película. Nancy Sinatra (Mike) y Peter Fonda, hijos de dos leyendas como Frank Sinatra o Henry Fonda respectivamente, jugando a ser chicos malos en la gran pantalla aprovechando la posición de poder de sus progenitores, aspecto que se puede ver incluso a día de hoy y que es una paradoja frente a los intereses del club de motos.
Recibida de manera ingrata en su nación, Corman consiguió una nominación para el León de Oro de Venecia con esta pequeña y provocadora producción de cine independiente. Sigue las pautas clásicas de una road movie, adentrándose durante el viaje en la evolución psicológica de su personaje haciendo visible las dudas que planteaba antes, funcionando a modo de autoconocimiento gradual, de coming-of-age en el que Blues va despegándose incidente a incidente de la injustificada rebeldía de la adolescencia para terminar convirtiéndose en un hombre, aceptando la realidad de sus circunstancias, representado de forma figurada con esa secuencia final donde rechaza, por así decirlo, sus sueños, dándole la bienvenida de una forma triste a una nueva vida, al rutinario sueño americano, en un paisaje tan desolador y lúgubre como un cementerio. La road movie no deja de tener sus bases en el wéstern, presentando personajes fuera de la ley que emprenden una ruta hacia su destino, donde La diligencia (John Ford, 1939) sería el padre de todas, relevando una narración episódica al espacio fulgurante, a la vida que pasa rápida ante los ojos de los protagonistas, en un viaje del héroe o un viaje de muerte, siempre con un carácter épico arraigado a las obras grecolatinas como La Odisea de Homero. La banda sonora es indispensable para comprender este tipo de cintas con dichas temáticas, ya que utiliza el rock n’ roll, género musical emergente junto la road movie, cuyo espíritu estaba impregnado de la ruptura con las convenciones sociales con claras ínfulas de contumacia, identificación con un grupo social, liberación y provocación, tomados por los pioneros del género como el rey Elvis Presley, y ofreciendo de forma recíproca la estética ruda característica de ambos grupos. Por ello, la música de Mike Curb, aunque no tenga tanta fuerza respecto al argumento, consigue guiar el credo de la violencia por las áridas carreteras de California.
La evolución del lenguaje y técnica cinematográfica gracias a la época de declive del clasicismo de Hollywood ayudaron a crear elementos insignias para este tipo de cine, donde Corman lo queda patentado con el excelente uso de la camera car con grandes panorámicas horizontales que nos meten de lleno en el viaje de Blues y sus colegas. Una excelente obra en la que el director más pesetero se juega el pellejo para dar la visión emergente que tanto americanos como el resto del mundo necesitaban para comprender el drástico cambio cultural, presentado por el blanco, el negro y el rojo en forma de calavera sobre las espaldas de los cowboys modernos, de Los ángeles del infierno.
Poniéndonos en antecedentes, Los ángeles del infierno es un club motero considerado una organización criminal, nacido en 1948 por excombatientes y expandido por todo el mundo. Pero no fue hasta la década de los sesenta cuando su exhalación de fraternidad y libertad embaucaron a los representantes de la contracultura emergente basada en la rebeldía, donde estandartes como Mick Jagger o The Beatles los empujaron a la popularidad. Basados en una filosofía nihilista, Roger Corman representa la delgada línea entre ideales y hechos que convirtieron a Los ángeles en un grupo que inspira terror desde la violencia a través de su personaje Blues, forjando la crisis de identidad que sufría el club y el equívoco rotundo de las ideas que les dieron alas para volar libres, como águilas, por los cielos americanos.
La estética sucia de la película más la escenografía desértica acompañan el viaje de Blues en su búsqueda del yo, en la que lo acompañamos experimentando los episodios que, poco a poco, lo hacen ver la realidad que padece, las decisiones que lo conducen a la violencia excusada en la hermandad, la mala interpretación de la libertad, haciendo que cada vez se pueda ver más nítida la cara de La Muerte mirándolo a él y a sus hermanos atentamente, aunque siendo ignorada incluso cuando esta se presenta. La elección del casting es llamativa, siendo en sí misma una crítica tanto para Los ángeles como para la misma pareja de actores que motoriza la película. Nancy Sinatra (Mike) y Peter Fonda, hijos de dos leyendas como Frank Sinatra o Henry Fonda respectivamente, jugando a ser chicos malos en la gran pantalla aprovechando la posición de poder de sus progenitores, aspecto que se puede ver incluso a día de hoy y que es una paradoja frente a los intereses del club de motos.
Recibida de manera ingrata en su nación, Corman consiguió una nominación para el León de Oro de Venecia con esta pequeña y provocadora producción de cine independiente. Sigue las pautas clásicas de una road movie, adentrándose durante el viaje en la evolución psicológica de su personaje haciendo visible las dudas que planteaba antes, funcionando a modo de autoconocimiento gradual, de coming-of-age en el que Blues va despegándose incidente a incidente de la injustificada rebeldía de la adolescencia para terminar convirtiéndose en un hombre, aceptando la realidad de sus circunstancias, representado de forma figurada con esa secuencia final donde rechaza, por así decirlo, sus sueños, dándole la bienvenida de una forma triste a una nueva vida, al rutinario sueño americano, en un paisaje tan desolador y lúgubre como un cementerio. La road movie no deja de tener sus bases en el wéstern, presentando personajes fuera de la ley que emprenden una ruta hacia su destino, donde La diligencia (John Ford, 1939) sería el padre de todas, relevando una narración episódica al espacio fulgurante, a la vida que pasa rápida ante los ojos de los protagonistas, en un viaje del héroe o un viaje de muerte, siempre con un carácter épico arraigado a las obras grecolatinas como La Odisea de Homero. La banda sonora es indispensable para comprender este tipo de cintas con dichas temáticas, ya que utiliza el rock n’ roll, género musical emergente junto la road movie, cuyo espíritu estaba impregnado de la ruptura con las convenciones sociales con claras ínfulas de contumacia, identificación con un grupo social, liberación y provocación, tomados por los pioneros del género como el rey Elvis Presley, y ofreciendo de forma recíproca la estética ruda característica de ambos grupos. Por ello, la música de Mike Curb, aunque no tenga tanta fuerza respecto al argumento, consigue guiar el credo de la violencia por las áridas carreteras de California.
La evolución del lenguaje y técnica cinematográfica gracias a la época de declive del clasicismo de Hollywood ayudaron a crear elementos insignias para este tipo de cine, donde Corman lo queda patentado con el excelente uso de la camera car con grandes panorámicas horizontales que nos meten de lleno en el viaje de Blues y sus colegas. Una excelente obra en la que el director más pesetero se juega el pellejo para dar la visión emergente que tanto americanos como el resto del mundo necesitaban para comprender el drástico cambio cultural, presentado por el blanco, el negro y el rojo en forma de calavera sobre las espaldas de los cowboys modernos, de Los ángeles del infierno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo grotesco e inmoral, elementos característicos en los inicios de un grupo que buscaba hacer lo que le diera la gana, también se presenta en la película de manos de los guionistas Charles B. Griffith y Peter Bogdanovich gracias al verdadero protagonista, el personaje de Bruce Dern, Joe ‘El Perdedor’ Kearns, que hasta después de muerto sigue teniendo la misma o incluso más presencia que sus compañeros estructurando todo el argumento desde su figura.

7,8
57.858
7
29 de agosto de 2020
29 de agosto de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
De la misma forma que en la obra maestra de la historia cinematográfica Psicosis (1960), Alfred Hitchcock comprende el terror, en este caso, de los pájaros, con el drama afectivo materno-filial, sin olvidar la relevancia atmosférica que predomina en el filme de 1960 a raíz de la afición de Norman Bates, unida intrínsecamente a las aves. Los pájaros provocó un sonado discernimiento entre la crítica profesional al eludir parcialmente el estilo del realizador británico, a pesar de la trascendencia que ha tenido en el cine de género posterior donde las mayores similitudes las podemos encontrar en esa obra de incalculable valor llamada La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968). La película, desde un tono catastrofista que baraja la posibilidad del fin del mundo, narra la historia de Melanie Daniels (Tippi Hedren) que, en una tienda de animales, se enamora de un misterioso hombre que busca unos periquitos para su hermana. Desde ahí, la señorita Daniels dará a parar con él en un humilde pueblo costero denominado Bahía Bodega, donde el comportamiento de los pájaros se torna siniestramente extraño desde su llegada.
Criado en el cine mudo, el británico forjó un dominio de la narrativa visual portentoso, comparándose solo con el legendario John Ford, y que mantuvo durante toda su carrera adaptándolo al ritmo pertinente del misterio, el suspenso y, colateralmente, del terror, como podemos observar en lo que muchos consideran ‘el primer slasher’: Psicosis. De ahí se extrae una de las cualidades básicas para entender su cine, y de lo que hace una benéfica gala en esta película. Los silencios tienden a tener más peso que los diálogos, muchos antojándose irreverentes para la continuidad argumental, sabiendo generar más tensión con un sentido del pulso majestuoso con el que nos deleita escena a escena, siempre con carácter progresivo.
Hitchcock consiguió una película redonda, por desgracia, muy mal envejecida, que mezcla a la perfección varias de sus obsesiones: las actrices rubias, como Tippi Hedren, los problemas afectivos de las relaciones materno-filiales y el suspenso que, en este caso, es guiado a paso seguro hacia el terror manteniendo en todo momento las nociones del misterio y, lo más importante, el romance que hace posible que la película funcione. La mala conservación se debe principalmente a unos efectos especiales que, aun siendo rompedores en 1963 (valiéndole una nominación al Óscar), se antojan demasiado superficiales por las capas de tomas positivadas y superpuestas. Hitchcock explora las carencias afectivas calibrando diferentes percepciones de estas; en primer lugar, Melanie es una mujer independiente, perteneciente a la alta sociedad y bastante desenfadada en cuanto a su socarronería pero que le falta algo, mostrado grácilmente a través de la expresión melancólica que adopta la actriz durante todo el metraje. La posibilidad de rellenar ese hueco se le presenta en la misma tienda de animales, desde la perspectiva de un sarcástico hombre que consigue combatir con las mismas armas la personalidad de Melanie, haciendo que caiga enamorada y esta lo busque. A pesar de que la química es obvia, se introduce un personaje que va a completar el triángulo amoroso: Annie Hayworth (Suzanne Pleshette), mostrando cierto recelo, aunque amistosa, ante la enamorada del que un día fue su pareja. La exploración de Hitchcock desde la concepción amorosa femenina es de gran efectividad a nivel argumental, albergando un testimonio bastante sincero sobre el amor, pero el inglés no lo queda en ese punto. La madre del hombre, Lydia Brenner (Jessica Tandy) custodia desde el epicentro esa relación emergente como un cancerbero, anteponiendo su sentimiento de soledad y querer filial por encima de la felicidad de su hijo.
Con unos diálogos ingeniosos, el bretón abre el telón de su obra presentando a su dúo protagonista en una tienda de animales, ambos buscando unos pájaros. En los diálogos es mostrada la causalidad y el móvil, moldeados a la personalidad de Melanie, de forma discreta e ingeniosa, que es Cathy Brenner (Veronica Cartwright), excusa para que Melanie vaya a Bahía Bodega. Ese entorno, austero y humilde dentro de la costa, contrapone los modelos de vida de la protagonista y Mitch Brenner (Rod Taylor), desde el esnobismo de San Francisco teatralizado por Melanie hasta la elegante bonachonería despreocupada de Bahía Bodega, ejemplificada por sus habitantes y reforzada por el propio Mitch. Con unos fundidos lentos característicos de Hitchcock, se nos traslada a un espacio fílmico donde el director no escatima tiempo en mostrárnoslo de la mano de Melanie. Gracias a la vivaz fotografía de Robert Burks que busca una naturalidad patente en los colores blancos, verdes y tonos pastel se congracia el entorno, ayudándose de los tiros largos de Hitchcock para enseñar toda la extensión del lugar al estilo inglés (aunque se desarrolle en Estados Unidos), evocando un esbozo de sentimiento nacional por las semejanzas con los bonitos paisajes del lugar de nacimiento del director.
Lo peor de esta obra del maestro es la música, compuesta por otro maestro (Bernard Herrman), pero que me ha parecido muy poco decorosa con las secuencias tan angustiantes que crea el director. Ese final tan abrupto y carente de personalidad, una personalidad que había mantenido durante toda la obra, tampoco ha sido demasiado agraciado al dar la sensación de tomar la vía fácil para la resolución de la cinta. Por otro lado, y obviando todo lo bueno que he dicho, Jessica Tandy confronta actoralmente a Tippi Hedren que, aunque las dos exhiban unas ilustres interpretaciones, Tandy galopa el caballo ganador. Con todo, es una excelente muestra de terror clásico con la que Hitchcock demostró que para dar miedo solo se necesita una madre siniestra, unos pajarracos y un gran sentido del ritmo y del suspense para que nos sintamos superados por la macabra realidad de su relato. (7.5).
Criado en el cine mudo, el británico forjó un dominio de la narrativa visual portentoso, comparándose solo con el legendario John Ford, y que mantuvo durante toda su carrera adaptándolo al ritmo pertinente del misterio, el suspenso y, colateralmente, del terror, como podemos observar en lo que muchos consideran ‘el primer slasher’: Psicosis. De ahí se extrae una de las cualidades básicas para entender su cine, y de lo que hace una benéfica gala en esta película. Los silencios tienden a tener más peso que los diálogos, muchos antojándose irreverentes para la continuidad argumental, sabiendo generar más tensión con un sentido del pulso majestuoso con el que nos deleita escena a escena, siempre con carácter progresivo.
Hitchcock consiguió una película redonda, por desgracia, muy mal envejecida, que mezcla a la perfección varias de sus obsesiones: las actrices rubias, como Tippi Hedren, los problemas afectivos de las relaciones materno-filiales y el suspenso que, en este caso, es guiado a paso seguro hacia el terror manteniendo en todo momento las nociones del misterio y, lo más importante, el romance que hace posible que la película funcione. La mala conservación se debe principalmente a unos efectos especiales que, aun siendo rompedores en 1963 (valiéndole una nominación al Óscar), se antojan demasiado superficiales por las capas de tomas positivadas y superpuestas. Hitchcock explora las carencias afectivas calibrando diferentes percepciones de estas; en primer lugar, Melanie es una mujer independiente, perteneciente a la alta sociedad y bastante desenfadada en cuanto a su socarronería pero que le falta algo, mostrado grácilmente a través de la expresión melancólica que adopta la actriz durante todo el metraje. La posibilidad de rellenar ese hueco se le presenta en la misma tienda de animales, desde la perspectiva de un sarcástico hombre que consigue combatir con las mismas armas la personalidad de Melanie, haciendo que caiga enamorada y esta lo busque. A pesar de que la química es obvia, se introduce un personaje que va a completar el triángulo amoroso: Annie Hayworth (Suzanne Pleshette), mostrando cierto recelo, aunque amistosa, ante la enamorada del que un día fue su pareja. La exploración de Hitchcock desde la concepción amorosa femenina es de gran efectividad a nivel argumental, albergando un testimonio bastante sincero sobre el amor, pero el inglés no lo queda en ese punto. La madre del hombre, Lydia Brenner (Jessica Tandy) custodia desde el epicentro esa relación emergente como un cancerbero, anteponiendo su sentimiento de soledad y querer filial por encima de la felicidad de su hijo.
Con unos diálogos ingeniosos, el bretón abre el telón de su obra presentando a su dúo protagonista en una tienda de animales, ambos buscando unos pájaros. En los diálogos es mostrada la causalidad y el móvil, moldeados a la personalidad de Melanie, de forma discreta e ingeniosa, que es Cathy Brenner (Veronica Cartwright), excusa para que Melanie vaya a Bahía Bodega. Ese entorno, austero y humilde dentro de la costa, contrapone los modelos de vida de la protagonista y Mitch Brenner (Rod Taylor), desde el esnobismo de San Francisco teatralizado por Melanie hasta la elegante bonachonería despreocupada de Bahía Bodega, ejemplificada por sus habitantes y reforzada por el propio Mitch. Con unos fundidos lentos característicos de Hitchcock, se nos traslada a un espacio fílmico donde el director no escatima tiempo en mostrárnoslo de la mano de Melanie. Gracias a la vivaz fotografía de Robert Burks que busca una naturalidad patente en los colores blancos, verdes y tonos pastel se congracia el entorno, ayudándose de los tiros largos de Hitchcock para enseñar toda la extensión del lugar al estilo inglés (aunque se desarrolle en Estados Unidos), evocando un esbozo de sentimiento nacional por las semejanzas con los bonitos paisajes del lugar de nacimiento del director.
Lo peor de esta obra del maestro es la música, compuesta por otro maestro (Bernard Herrman), pero que me ha parecido muy poco decorosa con las secuencias tan angustiantes que crea el director. Ese final tan abrupto y carente de personalidad, una personalidad que había mantenido durante toda la obra, tampoco ha sido demasiado agraciado al dar la sensación de tomar la vía fácil para la resolución de la cinta. Por otro lado, y obviando todo lo bueno que he dicho, Jessica Tandy confronta actoralmente a Tippi Hedren que, aunque las dos exhiban unas ilustres interpretaciones, Tandy galopa el caballo ganador. Con todo, es una excelente muestra de terror clásico con la que Hitchcock demostró que para dar miedo solo se necesita una madre siniestra, unos pajarracos y un gran sentido del ritmo y del suspense para que nos sintamos superados por la macabra realidad de su relato. (7.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La narración se vale de un ritmo sosegado, con pausas para que respiremos, creando la atmósfera extraña que engulle al pequeño pueblo costero amplificando gradualmente las señales de alerta y tensión: los incidentes con los pájaros. Primero, la gaviota en el bote, después, el extraño comportamiento de las gallinas de la señora Brenner y, finalmente, el arremolinamiento extremo (y muy barroco) de cuervos en un cable de electricidad. El incidente con la gaviota es un indicio que deja caer Hitchcock para que nosotros, como espectadores, dejemos de estar tan relajados ante tan bonita carta de presentación de Bahía Bodega. Para más inri, induce de forma discreta el incidente de las gallinas con diálogos a priori insignificantes, para que así pasemos a un nivel de alerta mayor, que finalmente se consolida con el plano subjetivo con zoom in, aprovechando la profundidad de campo a la perfección, por la desmesurada agrupación de los cuervos (símbolos por antonomasia del mal agüero). Toda esta construcción del suspense tiene quiebros argumentales intencionados. Por ejemplo, pocos minutos después de ello, Hitchcock lo rompe con el choque kamikaze de la gaviota contra la puerta de la casa de la señorita Hayworth, donde se hospedaba Melanie.
Mientras todos los elementos de misterio se suceden, el inglés va labrando la relación de Melanie y Mitch, donde hay una secuencia magistral que termina de escenificar el sentimiento mutuo de sus personajes. Tras el ataque de la gaviota a Melanie, esta es ayudada por Mitch, llevándola a un restaurante para tratarla. Aquí y, mediante la composición del plano, que alterna casi aberrante y dorsal, se consigue marcar una posición jerárquica entre los personajes. Separados por una paralela horizontal bastante marcada, Hedren siempre permanece en una altura más baja que Taylor, viéndose a ella en los cambios a primer plano en picado mientras que a él se lo ve en contrapicado al contraplano. Esto induce una superioridad de uno sobre otra que se contrasta con unos diálogos en los que literalmente la acorrala, pillándola las mentiras y haciendo que se quede más tiempo en el pueblo y, específicamente, en su casa. Esta composición es alterada por la incursión de Tandy en plano, situándose a la misma altura que Taylor y acorralando aún más a Hedren, la cual se aleja de la centralidad en plano aumentando sustancialmente la incomodidad del diálogo y presentando al nuevo personaje.
Tras ello y los sucesos anteriormente mencionados, el descubrimiento de la muerte de Dan por parte de Lydia abre el nudo, la parte donde Hitchcock escenifica explícitamente el terror. Este descubrimiento se presenta con una angulación del plano que explota el espacio reducido en el que permanece, muy parecido a lo que hizo David Cronenberg veinte años después con La zona muerta. A raíz de ello, se termina de culminar el carácter y el trasfondo de este del personaje de Tandy, abierta en canal al dialogar con Melanie tras el trauma. En esa escena, se muestra el abatimiento emocional de Lydia, con un primer plano en picado que muestra la desolación que padece tras la pérdida de su marido Frank. Los roles de poder en el argumento se intercambian a partir de este punto entre Melanie y Lydia, ya que el contraplano que enfoca a Melanie es estable, frontal y recto, mientras que el de Lydia está deformado, dando a entender cual de las dos personalidades es más firme a la hora de enfrentarse al conflicto principal.
Dentro del simple guion de Evan Hunter, Hitchcock siempre se muestra indiferente ante la revelación de la causa, aplicando una batería de hipótesis en la segunda vuelta al restaurante con el diálogo hilarante mantenido por los vecinos del pueblo, donde la señorita Bundy (Ethel Griffies) pone un punto muy divertido en los supuestos de la causalidad desde un punto de vista científico (ornitológico), que se contrapone a la visión religiosa del borracho (Karl Swenson) mientras se ignora la realidad de Melanie.
Mientras todos los elementos de misterio se suceden, el inglés va labrando la relación de Melanie y Mitch, donde hay una secuencia magistral que termina de escenificar el sentimiento mutuo de sus personajes. Tras el ataque de la gaviota a Melanie, esta es ayudada por Mitch, llevándola a un restaurante para tratarla. Aquí y, mediante la composición del plano, que alterna casi aberrante y dorsal, se consigue marcar una posición jerárquica entre los personajes. Separados por una paralela horizontal bastante marcada, Hedren siempre permanece en una altura más baja que Taylor, viéndose a ella en los cambios a primer plano en picado mientras que a él se lo ve en contrapicado al contraplano. Esto induce una superioridad de uno sobre otra que se contrasta con unos diálogos en los que literalmente la acorrala, pillándola las mentiras y haciendo que se quede más tiempo en el pueblo y, específicamente, en su casa. Esta composición es alterada por la incursión de Tandy en plano, situándose a la misma altura que Taylor y acorralando aún más a Hedren, la cual se aleja de la centralidad en plano aumentando sustancialmente la incomodidad del diálogo y presentando al nuevo personaje.
Tras ello y los sucesos anteriormente mencionados, el descubrimiento de la muerte de Dan por parte de Lydia abre el nudo, la parte donde Hitchcock escenifica explícitamente el terror. Este descubrimiento se presenta con una angulación del plano que explota el espacio reducido en el que permanece, muy parecido a lo que hizo David Cronenberg veinte años después con La zona muerta. A raíz de ello, se termina de culminar el carácter y el trasfondo de este del personaje de Tandy, abierta en canal al dialogar con Melanie tras el trauma. En esa escena, se muestra el abatimiento emocional de Lydia, con un primer plano en picado que muestra la desolación que padece tras la pérdida de su marido Frank. Los roles de poder en el argumento se intercambian a partir de este punto entre Melanie y Lydia, ya que el contraplano que enfoca a Melanie es estable, frontal y recto, mientras que el de Lydia está deformado, dando a entender cual de las dos personalidades es más firme a la hora de enfrentarse al conflicto principal.
Dentro del simple guion de Evan Hunter, Hitchcock siempre se muestra indiferente ante la revelación de la causa, aplicando una batería de hipótesis en la segunda vuelta al restaurante con el diálogo hilarante mantenido por los vecinos del pueblo, donde la señorita Bundy (Ethel Griffies) pone un punto muy divertido en los supuestos de la causalidad desde un punto de vista científico (ornitológico), que se contrapone a la visión religiosa del borracho (Karl Swenson) mientras se ignora la realidad de Melanie.

6,9
2.447
8
26 de agosto de 2020
26 de agosto de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca había visto una película que si quiera se le acerque ni en contenido ni en formas. Con un apartado artístico único y basado en la novela gráfica de Alberto Vázquez, que la codirige con Pedro Rivero, la ganadora del Goya a mejor película de animación es un remolino de crítica social que toca tantos temas como su corta duración se lo permite (76 minutos), siendo el epicentro y originario de todos la contaminación, la autodestrucción del medioambiente con la que nos flagelamos el espíritu y, de forma colateral, nos carcome poco a poco nuestras entrañas. Psiconautas, los niños olvidados es una pieza de animación para adultos que elude los estereotipos de este tipo de cine para acercarnos una macabra fábula en la que sus animales nos advierten, como sinónimo de la humanidad, del peligro que conlleva el maltrato sistemático que estamos haciendo hacia lo que nos da cobijo y no nos pertenece, hacia la madre de todos, hacia la Tierra. Birdboy es un chico pájaro marginado de la sociedad y acosado por unos monstruos interiores que solo puede fustigar mediante el consumo de drogas. Su persecución en un mundo devastado por un cataclismo industrial es unida con tres chicos, también marginales, que buscan ante todo salir de la podredumbre cruel de su hogar con el objeto de ser felices. La epopeya alcanzará niveles tan retorcidos como la vida misma en su búsqueda de la felicidad, ligada a un deseo de libertad y paz incorruptibles.
Con un presupuesto ínfimo, los directores consiguen acercar esta humanística y única cinta a numerosos festivales europeos por la virguería que entraña un mensaje tan necesario en estos tiempos como un apartado artístico delicioso, tomados directamente de la novela gráfica homónima. El tono pesimista y harto oscuro que transmite inspira el terror real, refleja la aspiración humana hacia el control de la naturaleza que expira en una espiral de desdichas afectantes para lo que es nuestra casa, desembocando en nuestros estados mentales, en nuestro nivel de felicidad y en nuestras vidas. Desde contaminación medioambiental hasta acoso escolar, apatía, asesinato, abuso de la autoridad, contrabando, depresión, drogadicción, esquizofrenia, sometimiento… por todo ello pasan, de una manera más o menos extensa, nuestros protagonistas tutelados por las sentidas manos de Alberto Vázquez y Pedro Rivero. La triste elegía hacia la pérdida de la inocencia, hacia la pérdida de la esencia vital, de lo que nos mantiene con vida ya que, aunque vivamos, no todo lo que tiene un cuerpo está vivo. La sociedad, cada vez más apartada del altruismo y próxima al individualismo, se retrata con crudeza en la distopía de la película, consiguiendo hacernos reflexionar de hasta dónde seremos capaces de llegar con el gen egoísta que, generacionalmente, va adquiriendo más autoridad respecto a aquello que nos diferencia de la condición animal. Definitivamente, es una película exclusiva para un público adulto que mezcla lo maquiavélico de una visión retorcida del mundo con la realidad en ciernes sobre nuestra especie, en la que el surrealismo se da la mano con el mundo real para hacernos, para nuestro remordimiento, una pregunta retórica con un impacto brutal: ¿qué estamos haciendo?
La depresión compasiva que los directores usan para sazonar su intenso drama cabalga en el sentimiento iracundo de una posible redención humana, muy desesperanzada, pero necesaria para que la evolución continúe. Hay más terror que fantasía, ya que cuando la fantasía bate sus alas adopta formas monstruosas y surrealistas cómplices directamente de la inclemente crítica al consumo de drogas, responsable del sufrimiento por una etérea brisa de bonanza casi imperceptible. El estilismo que los directores acogen en la dirección no hacen más que reafirmar ese pavor horrendo que quiere transmitirse, mediante planos/contraplanos característicos en el cine del género hasta una apartado tanto musical como visual gracias al cual nos acercamos a una atmósfera familiar, temerosos por darnos de bruces con una realidad que amenaza la sociedad, pero curiosos por el morbo del regocijo en lo macabro, como el curioso caso de Zacarías (Jon Goiri) y su madre (Nuria Marín) hasta el colectivo marginal de ratones que dan nombre al filme. El componente de aventura funciona a las mil maravillas a través de las líneas paralelas que conforman la estructura narrativa de la película, sabiendo unir en el momento clave la desoladora e infructuosa misión de Birdboy con el imperativo deseo de Dinki (Andrea Alzuri), Sandra (Eva Ojanguren) y Zorrito (Josu Cubero) de encontrar la dicha cueste lo que cueste. Ello está compenetrado con el romance, el querer desinteresado y recíproco que procesan Birdboy y Dinki, un amor impecable y natural que es la semilla de la vida y que sucede a raíz de la incomprensión social que sufren ambos personajes. Siendo sincero, es probablemente la mejor mezcla de géneros vista en una película de animación para adultos tan singular y con una duración tan raquítica.
La industrialización y falta de conciencia con la naturaleza es el principal motor de putrefacción humana, y las consecuencias que ello tiene. Por eso, los directores no escatiman en mostrar de forma desagradable el consumo de drogas (como el primer plano donde Birdboy lame compulsivo un poco de cocaína), los malos viajes que esta produce (aprovechados para hacer flashforward que anticipa nudos del argumento, como el que sucede al epílogo) o temas tabúes como la muerte. La diferenciación entre humanos y el resto de seres vivos es la consciencia, concepto muy presente pero que su representación no tiene mucho sentido en el argumento más que para reforzar la bondad de Zorrito. Se da vida, capacidad de pensar, moralidad y trasfondo a objetos inanimados como un reloj, Señor Reloggio (Josu Varela) o un flotador, Pato Hinchable (Jon Goiri), algo que no me termina de cuadrar en la historia, ya que en lo poco que aporta son desechados esos personajes para abrir nuevos nudos.
Con un presupuesto ínfimo, los directores consiguen acercar esta humanística y única cinta a numerosos festivales europeos por la virguería que entraña un mensaje tan necesario en estos tiempos como un apartado artístico delicioso, tomados directamente de la novela gráfica homónima. El tono pesimista y harto oscuro que transmite inspira el terror real, refleja la aspiración humana hacia el control de la naturaleza que expira en una espiral de desdichas afectantes para lo que es nuestra casa, desembocando en nuestros estados mentales, en nuestro nivel de felicidad y en nuestras vidas. Desde contaminación medioambiental hasta acoso escolar, apatía, asesinato, abuso de la autoridad, contrabando, depresión, drogadicción, esquizofrenia, sometimiento… por todo ello pasan, de una manera más o menos extensa, nuestros protagonistas tutelados por las sentidas manos de Alberto Vázquez y Pedro Rivero. La triste elegía hacia la pérdida de la inocencia, hacia la pérdida de la esencia vital, de lo que nos mantiene con vida ya que, aunque vivamos, no todo lo que tiene un cuerpo está vivo. La sociedad, cada vez más apartada del altruismo y próxima al individualismo, se retrata con crudeza en la distopía de la película, consiguiendo hacernos reflexionar de hasta dónde seremos capaces de llegar con el gen egoísta que, generacionalmente, va adquiriendo más autoridad respecto a aquello que nos diferencia de la condición animal. Definitivamente, es una película exclusiva para un público adulto que mezcla lo maquiavélico de una visión retorcida del mundo con la realidad en ciernes sobre nuestra especie, en la que el surrealismo se da la mano con el mundo real para hacernos, para nuestro remordimiento, una pregunta retórica con un impacto brutal: ¿qué estamos haciendo?
La depresión compasiva que los directores usan para sazonar su intenso drama cabalga en el sentimiento iracundo de una posible redención humana, muy desesperanzada, pero necesaria para que la evolución continúe. Hay más terror que fantasía, ya que cuando la fantasía bate sus alas adopta formas monstruosas y surrealistas cómplices directamente de la inclemente crítica al consumo de drogas, responsable del sufrimiento por una etérea brisa de bonanza casi imperceptible. El estilismo que los directores acogen en la dirección no hacen más que reafirmar ese pavor horrendo que quiere transmitirse, mediante planos/contraplanos característicos en el cine del género hasta una apartado tanto musical como visual gracias al cual nos acercamos a una atmósfera familiar, temerosos por darnos de bruces con una realidad que amenaza la sociedad, pero curiosos por el morbo del regocijo en lo macabro, como el curioso caso de Zacarías (Jon Goiri) y su madre (Nuria Marín) hasta el colectivo marginal de ratones que dan nombre al filme. El componente de aventura funciona a las mil maravillas a través de las líneas paralelas que conforman la estructura narrativa de la película, sabiendo unir en el momento clave la desoladora e infructuosa misión de Birdboy con el imperativo deseo de Dinki (Andrea Alzuri), Sandra (Eva Ojanguren) y Zorrito (Josu Cubero) de encontrar la dicha cueste lo que cueste. Ello está compenetrado con el romance, el querer desinteresado y recíproco que procesan Birdboy y Dinki, un amor impecable y natural que es la semilla de la vida y que sucede a raíz de la incomprensión social que sufren ambos personajes. Siendo sincero, es probablemente la mejor mezcla de géneros vista en una película de animación para adultos tan singular y con una duración tan raquítica.
La industrialización y falta de conciencia con la naturaleza es el principal motor de putrefacción humana, y las consecuencias que ello tiene. Por eso, los directores no escatiman en mostrar de forma desagradable el consumo de drogas (como el primer plano donde Birdboy lame compulsivo un poco de cocaína), los malos viajes que esta produce (aprovechados para hacer flashforward que anticipa nudos del argumento, como el que sucede al epílogo) o temas tabúes como la muerte. La diferenciación entre humanos y el resto de seres vivos es la consciencia, concepto muy presente pero que su representación no tiene mucho sentido en el argumento más que para reforzar la bondad de Zorrito. Se da vida, capacidad de pensar, moralidad y trasfondo a objetos inanimados como un reloj, Señor Reloggio (Josu Varela) o un flotador, Pato Hinchable (Jon Goiri), algo que no me termina de cuadrar en la historia, ya que en lo poco que aporta son desechados esos personajes para abrir nuevos nudos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Las enfermedades mentales y condiciones hipócritas de algunas personas (o animales) se tocan de muy diversas maneras. En primer lugar, el gran monstruo de la depresión que margina a Birdboy, provocando el rechazo de la sociedad (también por su condición de ave, tratando el racismo) y su caída al pozo de los calmantes y las drogas, desembocando por ello en aún más rechazo hacia un noble corazón, hacia alguien bueno al que los demás se empeñan en amargar hasta convertirlo en malo, hasta que deje libre al monstruo que parasita su alma. Seguidamente tenemos a Dinki, donde el rechazo se engendra dentro del seno familiar, de una familia disfuncional con la que Rivero y Vázquez sacan a relucir el fariseísmo del fanatismo religioso (hay un plano dorsal de conjunto entre Dinki y su falso padre, separados por una cruz colgada en la pared, que escenifica ese distanciamiento creado por las diferentes pamemas de sus personajes hacia el devoción), donde el sentimiento de vacío es, incluso, heredado de sus padres, adictos a las ‘pastillas felices’ y acusadores de que el mal comportamiento de su hija se deba, quizás, a la drogadicción. Sandra y Zorrito son los que menos trasfondo tienen, pero su amistad conjuga sus problemas y, por ende, las críticas que los directores pretenden a raíz de estos personajes. Por un lado, Zorrito es un chico ingenuo e inocente, de buen corazón, cualidades aprovechadas por tres matones para hacerle bullying. Por otro lado, Sandra es una chica coneja a la que temen por padecer esquizofrenia, unas voces en su cabeza que la promueven a realizar malas acciones. Gracias a ambas condiciones, Zorrito encuentra la defensa gracias al miedo que inspira el carácter de Sandra, mientras que Sandra encuentra la liberación gracias al amor amistoso que le transmite Zorrito. Dos personajes que no se pueden entender por separado. También nos encontramos ante unos policías (irónicamente, representados como sabuesos) que muestran un flagrante abuso autoritario escudándose en la justicia, aprovechando su oficio para sembrar una crueldad indiscriminada siendo alabada por el pueblo por un uniforme. El impacto con el que los directores representan esto, con el incidente del asesinato a sangre fría de una madre pájaro ante sus hijos, es tan adecuado como severo para reflejar la crítica.
La trama transversal de Zacarías, un cerdo pescador dedicado al narcotráfico por la ausencia de peces en el mar guarda horrores tanto en la construcción de su personaje como en el desarrollo de este. Su afán de dinero es por amor, por el amor hacia su madre enferma (y poseída por el espíritu egoísta y malvado de la drogadicción, representado metafóricamente con una araña), desembocando en una dependencia mutua alejada de todos los tópicos de relaciones materno-filiales. Los directores no dudan en recrear la situación de Zacarías como un infierno, usando colores apagados que transcurren a tórridos rojos cuando el cerdo va a ver a su madre. Con unos contraplanos picados y contrapicados que minimizan el eje de acción principal, Rivero y Vázquez median con elementos de la escenografía (como esa interminable escalera) para teatralizar el sufrimiento de una madre entregada al vicio y un hijo entregado a su madre. Por último, y quizás lo más importante, son los niños olvidados, una tribu sin ley que vive en el extrarradio de la basura, con ausencia absoluta de empatía y nociones morales que los único que les mueve es la supervivencia, como a los animales. La colisión de ambos espacios fílmicos, el de Dinki y compañía con la sordidez del vertedero da pie al debate del bien y el mal, de que, dependiendo del tipo de sociedad, ¿qué es lo correcto y qué lo incorrecto? Algo así es reducido a un juicio personal modificado por el colectivo que nos rodea.
El doblaje es inmenso, hecho con mucha naturalidad y sensibilidad, lo que mejora sustancialmente el resultado de una gran película con una pequeña producción (aun estando Luis Tosar en ella). Maravillosa.
La trama transversal de Zacarías, un cerdo pescador dedicado al narcotráfico por la ausencia de peces en el mar guarda horrores tanto en la construcción de su personaje como en el desarrollo de este. Su afán de dinero es por amor, por el amor hacia su madre enferma (y poseída por el espíritu egoísta y malvado de la drogadicción, representado metafóricamente con una araña), desembocando en una dependencia mutua alejada de todos los tópicos de relaciones materno-filiales. Los directores no dudan en recrear la situación de Zacarías como un infierno, usando colores apagados que transcurren a tórridos rojos cuando el cerdo va a ver a su madre. Con unos contraplanos picados y contrapicados que minimizan el eje de acción principal, Rivero y Vázquez median con elementos de la escenografía (como esa interminable escalera) para teatralizar el sufrimiento de una madre entregada al vicio y un hijo entregado a su madre. Por último, y quizás lo más importante, son los niños olvidados, una tribu sin ley que vive en el extrarradio de la basura, con ausencia absoluta de empatía y nociones morales que los único que les mueve es la supervivencia, como a los animales. La colisión de ambos espacios fílmicos, el de Dinki y compañía con la sordidez del vertedero da pie al debate del bien y el mal, de que, dependiendo del tipo de sociedad, ¿qué es lo correcto y qué lo incorrecto? Algo así es reducido a un juicio personal modificado por el colectivo que nos rodea.
El doblaje es inmenso, hecho con mucha naturalidad y sensibilidad, lo que mejora sustancialmente el resultado de una gran película con una pequeña producción (aun estando Luis Tosar en ella). Maravillosa.
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