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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El director Brad Bird (EE.UU. 1957), a pesar de su apellido, constituye una rara avis dentro del panorama industrial del cine actual, con una obra tan corta como estimulante, visual e innovadora. Comenzó en el cine de animación con El gigante de hierro (1999) para más tarde escalar posiciones con los anti-héroes de Los increíbles (2004) y tocar la cima con la sorprendente propuesta gastro-raterir de Ratatouille (2007). Su ilimitada imaginación pronto captó la atención de Tom Cruise, quien le encomendó la tarea de revitalizar su cada vez más marchita franquicia de misiones imposibles con MI: Protocolo fantasma (2011), su primer film con personajes de carne y hueso tan planos como los protagonistas de un tebeo, y un éxito incontestable en las taquillas de todo el mundo.
Su quinto largometraje, Tomorrowland, se inspira directamente en uno de los parques temáticos de Disneyland dedicados a acercar la tecnología del futuro a quienes decidan pagar el precio de la entrada. Vista así, semejante propuesta no merecería mayor atención, pero el director norteamericano pervierte una simple y esquemática referencia infantiloide en una obra donde conviven mundos paralelos en el espacio y el tiempo gracias a la magia de un pin prodigioso, al que la cámara dota de vida propia a través de los héroes de la historia, en un acercamiento hacia el futuro que, al menos formalmente, guarda más de un paralelismo con el planteamiento que no hace mucho nos ofreció Interstellar (Christopher Nolan, 2014), aunque en esta ocasión tanto los personajes como el desarrollo argumental aparecen impregnados por un residuo de ñoñería directamente procedente del parque de atracciones donde se engendraron los fundamentos de la “Tierra del mañana”.
Rompiendo la monótona tendencia de las cámaras de cine hacia el retrato distópico de un futuro cada vez más cercano, que bebe en las fuentes literarias de Huxley, Orwell o Bradbury (expresamente referenciados en los diálogos), Tomorrowland apuesta por un final feliz para la especie humana, y su tesis deja claro que esta opción solo está en manos de hombres y mujeres, como portadores de nuestro propio porvenir y como forjadores del destino que nos espera. En este sentido, la lectura del discurso de la película, tan simple como evidente, parece devolvernos al parque infantil de donde salió; menos mal que la riqueza de la puesta en escena y los maravillosos diseños de producción enriquecen nuestra percepción visual y alimenta el principal sentido para disfrutar del cine.
Ciertamente, en un mundo dominado por las sagas, las franquicias y las secuelas inacabables, el viaje iniciático aquí propuesto supone una bocanada fresca, ambiciosa y (a ratos) original. En este duelo médico entre George Clooney (Dr. Ross en la serie Urgencias) y Hugh Laurie (Dr. House) yo me quedo con el personaje del jovencito Frank Walker (Thomas Robinson), un genio precoz capaz de hacernos soñar con acariciar las estrellas en las mejores secuencias de la película, antes de crecer y adquirir los rasgos del veterano Clooney, bastante más soso y predecible.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El joven director Neill Blomkamp (África del Sur, 1979) debutó con una película que supuso un cierto revulsivo en el cine fantástico y le abrió directamente las puertas de la gran industria americana. Superando sus dosis de ingenuidad en ciertos planteamientos argumentales, Distrito 9 (2009) se alzaba como una propuesta interesante e ingeniosa, aparte de descarada, una especie de metáfora en torno a la historia de su país, con referencias directas al apartheid, a la burocracia y a la industria del armamento como nexos inexorables entre el pasado y el futuro. Temas en los que volvía a incidir con la desabrida Elysium (2013), que a pesar de la presencia de estrellas de la talla de Matt Damon y Jodie Foster no superaba la impresión de su prometedor debut.
Sin alejarse de las distopías futuristas, de camino hacia la sexta entrega de la serie Alien, y antes de cambiar al Distrito 10, que son sus siguientes proyectos, Blomkamp regresa a un futuro más cercano en el tiempo y en el espacio, al situar de nuevo la acción de su tercera película en Johanesburgo, una de las ciudades con mayor índice de desigualdad social y un alto índice de criminalidad. Además, con Chappie cambia hacia un tono de comedia que no siempre funciona adecuadamente, prevaleciendo las convencionales y numerosas escenas de acción, los enfrentamientos armados entre las bandas de delincuentes y las fuerzas del orden formadas por policías artificiales que recuerdan demasiado a los planteamientos iniciales de Robocop, con la poderosa industria de armas nuevamente capitalizando el desarrollo de la inteligencia artificial. Un triste porvenir, aunque al final, el guionista opte por dejar un breve haz de luz a la esperanza de que las máquinas no pueden reemplazar a las personas en la labor policiaca.
La otra referencia claramente presente en Chappie hay que buscarla en el clásico de la ciencia ficción Blade Runner (Ridley Scott, 1982), cuyas reflexiones vitalistas y la búsqueda desesperada de respuestas ante la muerte inminente se encuentran (aquí más trivializadas) en la “mente” del robot protagonista. Si hubiera que destacar algún elemento perspicaz de este film, lo podríamos encontrar en la degeneración de los valores de la especie, a través de cada uno de los personajes, hasta constatar que cualquier software capaz de emular el desarrollo de las cualidades humanas fácilmente acabará superando en valores a la mayoría de las personas de carne y hueso. Ni siquiera el apreciable esfuerzo de Hugh Jackman por cambiar de registro, para resultar un villano ambivalente, consigue el objetivo de mantener intacta la atención del espectador, que bastante tiene con evitar la tentación de esbozar un bostezo. Solo el joven británico de origen hindú Dev Pavel, descubierto en Slumdog millionaire y consagrado en El exótico hotel Marigold (a punto de estrenar secuela) no parece perdido entre tanto humanoide de desguace.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Cuando una obra literaria se convierte en un fenómeno de resonancia mundial resulta inevitable su traspaso a la gran pantalla, aunque en el trasvase acabe perdiendo gran parte de sus señas de identidad. En el caso de trilogía titulada Cincuenta sombras de Grey, su magnetismo, con especial incidencia entre el público femenino, se basaba en la explicitud de las descripciones eróticas, por encima de sus más que evidentes limitaciones literarias. El relato ha ganado en la escritura cinematográfica, pero el resultado diverge hacia una actualización al siglo XXI de aquella Love story de 1970 (también basada en un best-seller, en este caso de Erich Segal) cuyo cursi eslogan plasmado en la frase “amar significa no tener que decir nunca lo siento”, queda modernizado en la declaración de principios articulada por Christian Grey al comienzo de su relación con Anastasia Steel: “yo no hago el amor, yo fo...”. Perfecta metáfora de la evolución de las expresiones románticas durante las últimas décadas. La misma diferencia que hay entre el amor y el sexo, entre lo redicho y lo soez.
En este sentido, la casi debutante directora Sam Taylor-Johnson (con una sola película en su haber titulada Nowhere boy), al verse obligada a prescindir de la carga cuasi-pornográfica de la novela, da un inteligente giro al relato para centrarse en una relación amorosa al borde de la perversión (o directamente pervertida, que cada espectador valore) que haría las delicias de un Marqués de Sade reactualizado, o reseteado para las nuevas generaciones. Aunque se vista con ricos oropeles de terciopelo, las tendencias sexuales de Grey nos aproximan a un Barba Azul dispuesto a dar cuenta de una pobre Cenicienta a la que resulta fácil embelesar volando sobre un mundo puesto a sus pies a costa de la deslumbrante riqueza del chico.
La directora logra un equilibrio imposible entre esta singular pareja en una inexistente historia gracias, sobre todo, a dos envoltorios reseñables: una magnífica banda sonora que se sobrepone a las carencias narrativas del relato y la credibilidad de la protagonista femenina Dakota Johnson; la hija de Melanie Griffith y Don Johnson es capaz de pasar de la candidez de Cenicienta a la determinación de esa decimosexta mujer (la octava de Barba Azul) nunca dispuesta a perder el control por un amor de sumisión cargado de matices destructivos.
En general, las lectoras de la novela de E.L. James (II) se sentirán defraudadas al comprobar que el resultado final apenas guarda la esencia de los personajes y el esquema argumental del original, habiendo dejando en el camino de la adaptación cinematográfica gran parte de su potencial libido, aunque venga obligado por la parca vara de medir las pulsiones erógenas por parte de la industria norteamericana del cine, y que no se aplica con la misma cortedad a la creación literaria. No obstante, si valoramos Cincuenta sombras de Grey desprovistos de ese aura de fenómeno social del que no podrá desprenderse fácilmente (y los productores encantados), comprobaremos que la película supera notablemente a la inmensa mayoría de esas insípidas comedias románticas que cada semana nos facturan desde el otro lado del Atlántico.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El cine bélico ha constituido un género con dos líneas argumentales fundamentales; por un lado trataba de mostrar la insensatez humana y destapar en el espectador un sentimiento de raíz pacifista, y por otro exaltaba las gestas de unos soldados convertidos en héroes a base de aniquilar enemigos, que configuraba el corpus de hazañas bélicas. Aunque el segundo jinete apocalíptico no haya dejado de cabalgar por los predios humanos, el cine de guerra parecía haber pasado página, hasta que Spielberg decidió Salvar al soldado Ryan y nos metió de lleno en el infierno del Día D, una obra inconmensurable solo lastrada por ese tufillo de patriotismo barriestrellado tan arraigado en la esencia del alma norteamericana.
El guionista y director David Ayer se ha forjado un hueco en la industria a base de aderezar sus films con una estética de violencia salpimentada con ese argot virulento que puso su nombre en el guión de Training day. Ahora se traslada a los estertores de la mayor debacle de la historia, la segunda guerra mundial, para meternos en un carro de combate y proponernos un viaje claustrofóbico a las cloacas de la condición humana en compañía de sus cinco tripulantes, capitaneados por la estrella (y productor) de la función Brad Pitt, que retoma muchos de las poses y tics que ya había manifestado en el papel del mata-nazis Aldo Ray proporcionado por Tarantino en Malditos bastardos.
Sin duda lo mejor de Corazones de acero, esta singular road-movie a bordo de un tanque, es el viaje al abismo emprendido por el bisoño soldado Norman (magnífico Logan Norman capaz de robarle el protagonismo al mismo Brad Pitt), desde su juvenil ingenuidad moral hasta acabar transformado, en apenas un par de días, en otra bestia sin corazón movida por la Furia, en referencia al título original de la película (Fury) rotulado sobre el cañón del vehículo blindado. La ironía macabra es que la dimensión de los héroes es directamente proporcional al número de muertos del último plano cenital, una aterradora alfombra tejida con los cuerpos de los alemanes abatidos sobre el barro de su propia cuna.
Por encima de todo, a pesar de la degradante miseria inherente a cualquier guerra, aquí mostrada más explícitamente si cabe, se me antoja una película de hazañas bélicas. Desde el primero de los tres combates, donde el director tiene la delicadeza de escamotear al espectador los rostros y los cuerpos de los niños alemanes obligados a morir para que un demente con bigotito pueda vivir un día más, hasta la desigual batalla contra el Tiger alemán, un carro muy superior a los tanques americanos, la historia es una sucesión de batallas hasta que los “héroes” deciden anteponer su obligación militar a su propia posibilidad de supervivencia. ¡Y con la guerra a punto de terminar! Para mostrar la barbarie, la insensatez, la inhumanidad, la injusticia y no sé cuántas cosas nefandas más de la guerra, incluida la gloria, prefiero descubrir otros senderos, como el revelado por el guionista Jim Thompson y el director Stanley Kubrick.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
La obra cinematográfica de Tim Burton conforma un caleidoscopio visual que refleja los grandes mitos de su peripecia vital, enraizados desde la más tierna infancia y tamizados a través de una visión cargada de ficciones oníricas y fantasías deslumbrantes en la mayoría de los casos. En este repaso a su iconografía personal faltaba un elemento que forma parte de la cultura popular norteamericana y que alcanzó enorme repercusión social hace cincuenta años, iniciando una tendencia en la pintura en particular, y el arte gráfico en general, conocida como “big eyes”, en referencia a su principal característica, consistente en la magnificación de los ojos de los personajes. Una moda sobre la que Woody Allen ya había ironizado en su película El dormilón (1973), considerándola el paradigma del arte kitsch.
Partiendo de la misma premisa que tan buenos réditos obtuvo en Ed Wood, otro icono de referencia en los suburbios del arte llano (en este caso cinematográfico) y contando con los mismos guionistas (Scott Alexander y Larry Karaszewski), el director norteamericano no consigue entusiasmar al espectador en este acercamiento a la peripecia personal y artística de Margaret Keane, la verdadera progenitora de los Big eyes, aunque durante décadas sus obras estuvieran firmadas y apropiadas por su marido. La película se centra en las relaciones del matrimonio, en la progresiva descripción de una aniquilación emocional hasta la total abducción de la artista, cada vez más encerrada en su mundo, reflejado a través de unos enormes ojos permanentemente abstraídos y tristes que paradójicamente le llevarían al éxito.
En esta ocasión, Tim Burton ha preferido acercarse a un personaje que conoce bastante bien y admira más (aparte de poseer alguna obra de la pintora, ha retratado a sus musas Lisa Marie y Helena Bonham Carter) desde una perspectiva más realista, desprovista de artificios y fantasías, y alejada de cualquier constante narrativa fantasiosa a que nos tiene acostumbrados. La trama de Big eyes se mantiene sobre todo gracias a la capacidad y experiencia del director y, sobre todo, a la solvencia de la pareja protagonista, magníficamente encarnada por Amy Adams y Christoph Waltz.
A pesar de todos estos aditamentos, la historia nos suena algo lejana, pues a pesar de la tremenda difusión alcanzada con la reproducción industrial de los rostros firmados por Keane apenas traspasaron las fronteras de EE.UU. En nuestro país tenemos un caso significativo en la literatura del siglo XX con el que esta historia guarda más de un paralelismo. Es el caso del escritor y dramaturgo costumbrista Gregorio Martínez Sierra, autor de una extensa obra, entre las que destaca “Canción de cuna” adaptada para la gran pantalla al menos en cinco ocasiones (la última por José Luis Garci), una de ellas dirigida por el propio autor. Según las últimas investigaciones, la mayor parte de su obra parece que fue en realidad escrita por su esposa María Lejárraga, una mujer comprometida que fue diputada en la Segunda República y murió exiliada en Argentina en 1974 a punto de cumplir el siglo de vida.
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