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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
1 de abril de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basándose en el personaje bíblico homónimo, Robert Rossen consigue volver a hundirme en los sórdidos universos de decadencia y obsesión que solo él es capaz de edificar sobre los cimientos del estilo de vida norteamericana con Lilith, la historia de un veterano de guerra que, roto tras los horrores del belicismo y la pérdida de su madre, intenta encauzar su vida trabajando en un centro psiquiátrico donde el amor y el deseo tejen la red perfecta para atraparlo como un insecto impotente a la espera de ser devorado por el desazón, la locura y la sensualidad de la maquiavélica araña.

Utilizando la novela de J. R. Salamanca, Rossen se vale de esa parte de la mitología cristiana que la Iglesia camufla entre fábulas y simbolismos, por blasfema e indecorosa, para crear un retrato de los sentimientos más primitivos y reprimidos de la esencia humana y de la cual su único testimonio se encuentra en Isaías 34:14. Lilit, la primera mujer moldeada por el barro de Dios, es el símbolo por antonomasia del Mal en la Tierra, disfrazada de serpiente en la leyenda de Adán y Eva que todos conocemos. Lilit es la que acecha, la que incita, la que susurra, la que lía entre sus redes al hombre para seguir su pecaminosa senda adversa a los mandamientos divinos. Lilith es la verdadera protagonista de la obra de Rossen, para lo que la increíble Jean Seberg se viste de inocente lujuria en un incomodísimo marco de terror psicológico que se excusa en las enfermedades mentales como la depresión, la esquizofrenia y el estrés postraumático para llevarnos a ese manicomio, a esa deformación del Paraíso en el que el director emplea la máxima expresión del dolor humano para embaucarnos en un melodrama de autodestrucción, dependencia emocional y soledad.

Como ya demostró con El buscavidas (1961), Rossen es un prolífico arquitecto de mundos que se emancipan lentamente de la realidad al ritmo del desgaste emocional de sus personajes. La existencia, la razón de ser de Vincent Bruce (Warren Beatty) se desmorona por culpa de una obsesión que da sentido a su vida, un placebo para su depresión materializado en el cuerpo de una mujer que lo atrapa en un plano de locura y lujuria romántica del que no puede salir; Vincent muerde la manzana que ‘el más astuto de los animales del campo que Yahvé Elohim había creado’ le ofrece. Aunque, en lugar de comparar a Lilith con la serpiente, Rossen se vale de numerosos recursos dialécticos y visuales para escabullirse de la simbología bíblica dibujando a su protagonista como una araña, símbolo de la creación, la fertilidad y el sexo, pero también de la muerte por sus características predadoras y tóxicas. El más recurrente, obviando las líneas pseudocientíficas que el rector de la institución, el Dr. Lavrier (James Patterson) formula en relación a la esquizofrenia observada en arácnidos, son los planos escorzo en los que Lilith observa, a través de ventanas rejadas (que simulan una telaraña) a su presa, en este caso, Vincent llegando al inicio de la película al manicomio.

A Rossen lo vuelve a acompañar el veterano Eugen Schüfftan en la fotografía, siendo también responsable de la creación de ese tétrico Paraíso de yerro en el que nos atrapa. A pesar del predominio de las tonalidades blancas (expresando la falsa inocencia de Lilith), Schüfftan tiene especial apego por absorber a los personajes en una oscuridad eterna que se hace más poderosa en la realización del pecado de sus personajes; si en El buscavidas era la arrogancia y la soberbia de Eddie Felson (Paul Newman), aquí es, obviamente, la lujuria que posee a Vincent, pero también la culpa de las malas acciones incitadas por Lilith que personajes como la ya citada Yvonne o Stephen, al que da vida Fonda, remarcan con dolorosos diálogos. Esto es acompañado por un montaje estimulantemente febril, tan febril como el romance entre los dos personajes principales. Como ya he dicho, Jean Seberg hace la mejor interpretación de la película, una interpretación muy difícil que sabe llevar a las mil maravillas con un conjunto de registros impresionante. Al contrario que Beatty, que únicamente tiene uno. Pero no es malo. El personaje que interpreta está construido desde el absoluto vacío que la muerte de su madre le otorgó; él está prácticamente hueco y nada ni nadie consigue restaurar la vitalidad expirada. No hay expresión en su rostro, porque no hay sentimiento en su alma. Solo deseo y un hilo de esperanza tejido por Lilith que agarra en recuerdo de su difunta madre. Peter Fonda ofrece otra grandiosa interpretación antes de ser el icono del nuevo cine americano.

La última película de Robert Rossen es especialmente cautivadora, pero también aterradora. Una película que usa con suma eficiencia los trastornos mentales, igualando incluso a Alguien voló sobre el nido del cuco (Miloš Forman, 1975) en ese aspecto, haciendo un ferviente melodrama de corte bíblico y, en ocasiones, erótico, en el que el pecado es el cuerpo y alma de los atormentados personajes que el director capta con su ojo clínico y provocador. Lilith es atractiva, fugaz y sensual como un mordisco en el labio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Otro de los hermosos simbolismos que el director estadounidense emplea, esta vez sí de raíces cristianas, es el del agua. La Biblia concibe el agua como símbolo del lavado del pecado del alma. Cuando vamos a presenciar un pecado, el agua siempre va a estar presente, directa o indirectamente, en su representación. Cuando celadores y pacientes van de picnic, una fuerte lluvia los azota contemplando las hermosas vistas de un río torrencial en el que el personaje de Peter Fonda es forzado a sumergirse. Cuando Vincent sale de excursión con Lilith al espectáculo medieval, no solo se afianza su lujurioso amor y deseo sexual, sino que se consuma a las orillas de un río. Cuando Lilith acompaña a la señorita Yvonne Meaghan (Anne Meacham) a la cabaña, con obvias connotaciones lésbicas (censuradas en el doblaje castellano), está lloviznando. Incluso cuando Lilith siente apetito sexual por el último menor que sale en la película, las gotas de agua cubren toda la escenografía. Como el agua no lava el pecado de Lilith, Vincent ahoga su representación metafórica (una muñeca rota) en una pecera tratando, impotente, de expiarla en un estremecedor plano detalle.
26 de enero de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todos hemos sentido miedo al monstruo del armario, al de debajo de la cama, al que solo acecha en la oscuridad y al que, tarde o temprano, debemos enfrentar. Y ese es el tema principal que trata Shortcut, una pequeña producción italiana que sigue esos esquemas, esos patrones tan reventados en la conjugación de ciencia-ficción y terror que Sigourney Weaver, icono del género y protagonista de una de sus obras cumbre, describía como el terror que se convierte, plano a plano, en algo sumamente abstracto: en la angustia ante lo desconocido, temática que alcanzó su mejor versión en la década de 1980 con John Carpenter a la cabeza y que aún hoy sigue gozando de cierta vigencia gracias a grandes títulos como Underwater (William Eubank, 2020). Pero no gracias a Shortcut. Alessio Liguori, director de la cinta, tiene muy buenas intenciones apuntando a un público específico, a los preadolescentes, pero tampoco se los puede tratar como tontos, que es algo en lo que tiende a caer muy torpemente. La historia, que en principio se plantea como road movie de terror, nos pone en la piel de cinco jóvenes amigos que van a algún sitio, en un autobús, pero, por devenires del destino, deberán lidiar con un asesino psicópata y un engendro extraído de las mismas entrañas del infierno.

Muy mellada en originalidad, aunque con ideas interesantes, Shortcut es una de tantas pequeñas películas cuya única pretensión es el consumo rápido que, más que una carencia, considero una virtud para una película dirigida a un público tan específico. Su ausencia casi total de fondo y su ligereza son dos factores indispensables para que Liguori se acerque a ese público con una reflexión que no conlleve quebraderos de cabeza, como es ese enfrentamiento con nuestros miedos y su respectiva búsqueda del yo, de las virtudes y valores individuales e intransferibles que todos poseemos y que conforman nuestra personalidad, solo descubiertos enfrentando los obstáculos que se interponen en nuestra vida, los monstruos que nos acechan desde el miedo. Y es en ese miedo en el que el director italiano hace especial hincapié ya que, sin miedo, no existe valor, sin miedo, no existe virtud, sin miedo, jamás podremos evolucionar como personas. Gracias al miedo, Liguori desarrolla el coming-of-age, el paso de la adolescencia a la madurez a través cinco jóvenes apabullados por las circunstancias, tratando el tema que va ligado a él de forma intrínseca y que, por razones obvias, es representado muy superficialmente, que es el despertar sexual.

Algo que me ha gustado especialmente es el diseño de la criatura. Encapuchada como una Parca, casada con la sombra y divorciada de la luz, amenazante, incansable e intimidante, acechando en cada esquina con sed de muerte. Pero, siendo sinceros, por lo que más me ha gustado es por su descarado paralelismo con los Nazgûl de Peter Jackson. Tanto en boceto como en concepto, Liguori incluso recrea la legendaria escena de Amon Sûl en El señor de los anillos: La comunidad del anillo (2001) con el plano general donde nuestro morador queda céntrico en el encuadre representando la misma coreografía cuando es preso de las llamas que el Rey Brujo de Angmar en su enfrentamiento, con unas nociones de composición e iluminación similares. Huelga decir que esa escena de la legendaria obra del neozelandés trata las mismas ideas que Shortcut; el enfrentamiento con el miedo y su posterior despertar, de la adolescencia a la madurez.

Pero uno de sus mayores inconvenientes son los personajes. Tantos los mismos, como las interpretaciones del elenco, lidian entre lo absurdo y lo irritante por el guion de Daniele Cosci. Uno de los puntos clave en los guiones que tratan estos géneros es la repercusión psicológica que un suceso traumático provoca en los personajes y que, por tanto, alteran sus acciones y percepción de las circunstancias. Pero aquí no hay ninguna. ¿Qué desmiembran a un colega frente a mis ojos? Nada, seguimos siendo tan tontos como cuando nos subimos al autobús. Pero el guion de Cosci no se queda atrás. En lugar de seguir con un desarrollo lógico, no cesa de introducir variantes surrealistas para alargar el sufrimiento de los jóvenes, por no contar los estereotipos que dan bastante vergüenza. Tenemos al que se sienta al final de la clase, Reggie (Zak Sutcliffe) que, a la listilla repelente, Queenie (Molly Dew), al flipado que, más que funcionar como aliciente cómico consigue exasperar más al espectador, Karl (Zander Emlano) y los dos tortolitos típicos, Bess y Nolan (Sophie Jane Oliver y Jack Kane). Sin lugar a dudas, es David Keyes el que da la mejor actuación como el psicópata Pedro Minghella, personaje que es un simple Macguffin para cohesionar la historia.

Ciertamente, es una película justa para entretener, y lo consigue. Faltan muchas cosas por pulir, como la ya mencionada construcción de personajes, el propio guion e incluso los extremadamente pobres efectos especiales, pero, si eres capaz de aguantar, sin miedo, la pavonería de sus personajes, seguro que Shortcut es el atajo perfecto para pasar el rato. (4.5).
10 de enero de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin amor no somos nada. Y a Vincent Gallo solo le basta un partido de los Buffalo Bills para contártelo. Despojada de la melosidad de Hollywood, Buffalo ’66 es una obra en la que su atormentado director, teniendo también el papel principal, se desespera ante la frialdad de un mundo apático y frío desarrollando su álter ego Billy Brown por las calles de su ciudad natal, Búfalo, donde los palos de indiferencia y soledad se suceden continuamente sobre sus cansados hombros tras su excarcelación. En un arrebato de desespero e impotencia, el rapto de una joven para colmar de orgullo a unos desaprensivos padres bifurcará su senda de soledad hasta un punto donde tendrá que elegir entre consuelo y venganza, entre felicidad o perdición.

Gallo, que también hace de guionista y compositor, sabe retratar la humanidad tal y como es, con la crueldad que por defecto contiene en su definición, y que podamos sentirla a través de la inconmensurable condena que arrastra su personaje por las frías calles de Búfalo. Y para eso ya nos pone en antecedentes desde el primer minuto, mostrando el inmenso centro penitenciario con una panorámica en la que su personaje, Billy, camina a través de la gélida nieve sin sitio a donde ir, sin nadie que le espere y sin nadie que le ayude. Ni si quiera para llevar a cabo sus necesidades básicas, como orinar, producto de la apatía y el egoísmo fecundados en la sociedad. Con esta simple narración inicial en la que un hombre busca desesperado cumplir con sus necesidades biológicas, Gallo marca el rumbo de un argumento que va a recriminar la humanidad de la que nos sentimos orgullosos como especie, una humanidad que no permite desempeñar los derechos y necesidades básicas a nuestros semejantes como orinar, a lo que sigue ser protegidos justamente por la ley o tener una vivienda. Y esto va a ser lo que marque el carácter inconformista de Billy, no formando parte de la sociedad, y de la película, perfectamente respaldada bajo la etiqueta de cine independiente.

Todo este constructo psicológico que hace Gallo para poner en escena a Billy le sirve para conducir el argumento a través de las repercusiones que provoca, mediante la castración afectiva a la que se somete su personaje por no querer formar parte de un rebaño que pone en cuestión a Dios. Condenado a la impotencia constante y, por ende, a la soledad, lo único que le queda a un hombre es el odio y la venganza. ¿Pero qué pasa si una, solo una persona, demuestra que aún queda amor y esperanza? Con esta hipótesis, Gallo no nos hace sucumbir ante la depresión de su protagonista. Y es aquí donde comienza la verdadera película. Casi como si fuera una crisis de fe, Gallo viste a Billy de sacerdote, contemplando el latente milagro del amor embutido en Layla (o Wendy) (Christina Ricci) desde un negacionismo que deniega su felicidad, tan empleado en la infamia que no es capaz de ver, de creer. Todo esto está manejado con un tono cómico muy especial en el que las risas, que las provoca, se entremezclan con la amargura, procurando una ambientación incómoda que va a marcar esta búsqueda de la felicidad.

De esta incomodidad Gallo saca el máximo partido como pocos, dejando de lado los convencionalismos humorísticos que se suelen emplear ante estas situaciones. Los silencios de personajes que callan por complacer al prójimo, que callan por la misma razón de no incomodar, se rompen con escenas aun más incómodas que el silencio a caballo entre un brillante absurdo y un trasfondo muy lógico para sus personajes, como es el excelente arco de la cena entre Billy, Wendy y los padres del primero, interpretados con muchísimo dominio escénico por Ben Gazzara y una Anjelica Huston que recuerda a Ruth Gordon. Un arco en el que Gallo se mueve por todos los rincones de la (casi) única localización donde se desarrolla, manejando con mucha habilidad los puntos de vista para que seamos parte de esa cena, siempre jugando con la profundidad de campo y esa transmisión de un partido de fútbol americano protagonizado por los Buffalo, ese equipo tan crucial para la construcción psicológica de sus personajes.

El excelente guion deja mucho espacio para estos silencios. Quizás, excesivos. Pero, cuando los personajes hablan, se pueden tocar sus emociones. Bajo líneas cortas y cortantes entre Billy y Wendy, Gallo guarda bajo llave los verdaderos sentimientos de su protagonista mientras Wendy trata de forzar, con afectuoso cuidado, esa cerradura que lo impide ser feliz. Las pequeñas conversaciones mantenidas por ambos, esencialmente en el tercer acto, desprenden el miedo y necesidad de Billy al amor, del que huye resguardándose en la soledad como un animal asustado. A pesar de las manifestaciones explícitas, Gallo se asegura de que jamás haya una lectura erótica o sexual entre sus dos mártires, y lo representa con una belleza y cuidado fascinantes mediante un abrazo, una caricia, o, simplemente, compañía.

He de decir que el montaje de Buffalo ’66, a priori aleatorio y frenético, no suele gustarme. Pero Curtiss Clayton, responsable de ello, es capaz de condensar en él la personalidad de Billy. Por medio de abruptas y cortantes transiciones, Clayton es capaz de transmitir la aleatoria y cambiante personalidad de Billy con mucha precisión, desvelando la presión psicológica con la que lidia mientras baila entre la razón y la sinrazón, y a la que acompaña uniforme la interpretación de Vincent Gallo. Una verdadera proeza que el editor utiliza como elemento narrativo, más profundo de lo que pareciera a simple vista. Y una verdadera proeza que Vincent Gallo, ataviado de desesperación y pesimismo, fuera capaz de regalarnos una cinta tan honesta, natural y optimista como Buffalo ’66.
25 de noviembre de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es impresionante la forma de fluir por el cine de serie B que posee Jesse T. Cook, siempre guiado en el camino por la actriz y guionista Liv Collins, los cuales, combinados, sacan lo mejor del terror de bajo presupuesto actual recordando a los ineludibles maestros clásicos como Roger Corman, aspecto que agradezco enormemente. Producciones muy pequeñas, con gran ingenio y pasión por el cine que explotan sus defectos hasta el punto de hacerlos virtudes. Locaciones casi únicas, un par de actores contratados y una excelente puesta en escena hace de las películas de T. Cook un monstruo de Frankenstein, revivido a partir de las piezas que cineastas como Romero o Wilbur donaron al género junto las posibilidades que ofrece la evolución cinematográfica desde aquellos lejanos y gloriosos entonces. The Hexecutioners no es una excepción, heredera directa del ideario de Edgar Allan Poe que multitud de renombrados realizadores adaptaron, con dos duros, a la gran pantalla, y al que agrega un simple tema de actualidad para funcionar como causalidad a la narrativa más gótica del terror. Un gran espectáculo que ya quisieran otros, como Jan de Bont y su bochornosa The Haunting (La guarida) (1999), si quiera acercarse a las maneras que tiene el canadiense de hacer algo original a base de tributar a los grandes maestros.

Con un gran espectro de miras hacia los movimientos históricos dentro del género, en especial el free cinema de la década de los cincuenta y sesenta utilizando personajes inadaptados, como el de Liv Collins, Malison McCourt, T. Cook reinventa la elegancia del terror británico expirada con la marcha de cineastas como Roman Polański del panorama. Y, aunque el tema que une The Hexecutioners con el free cinema bretón se disipa en el segundo acto, utilizado como mera causalidad, el cineasta se ocupa de dejar, nada más iniciar la película, un mensaje dirigido hacia la sociedad desde la acidez y el inconformismo como es la eutanasia y todo lo que incumbe a un tema tan actual como polémico; legalidad y moral. Y, lo que me gusta, es que no da su punto de vista. Simplemente es un elemento que está ahí, que hace funcionar la película y que nos da la libertad de reflexionar sin lecciones baratas de por medio.

El canadiense tiene mucho pulso para estructurar sus guiones, en esta ocasión, el de Tony Burgees, planteado como una invitación cadavérica hacia la locura progresiva que el ya mencionado Polański dominó en su etapa británica con películas como La semilla del diablo (1968) y que une a la perfección con el relato detectivesco de Edgar Allan Poe, la estética romántica que tiene The Hexecutioners y sus continuas referencias a la mitología grecolatina (también utilizada por Poe) como el castigo de Prometeo se compenetran para la culminación de lo pagano sobre el delirio psíquico de sus personajes.

Una común en los cuentos de T. Cook es hacer un personaje a base de dos. Malison McCourt es una mujer sin personalidad embarcada en una suerte de búsqueda personal a través de su trabajo, y encontrándose gracias a la coprotagonista, radicalmente opuesta, Olivia Bletcher (Sarah Power), tal y como repetiría en su homenaje al gran George A. Romero con Deadsight (2018). Este contraste es donde el director deposita el sentido del ritmo, que imprime en las sensaciones que comparten las dos mujeres sobre la sinuosa sobrenaturalidad que las acecha a través de la escenografía y los personajes complementarios del mismo Burgees y Timothy Burd: Milos Somborac y Edgar Birde respectivamente.

El personaje de Edgar, arquetípico mayordomo siniestro, personifica el misterio lúgubre de Edgar Allan Poe dotando de gran fuerza a la escenografía, esa intimidante mansión diseñada específicamente como entidad sobrenatural que vuelve a remitir a ya clásicos como Terror en Amityville (Stuart Rosenberg, 1979) o su remake, La morada del miedo (Andrew Douglas, 2005), que aprovecha para intimidar a la desubicada Malison y a nosotros a través de grandes panorámicas casi a ras de suelo que potencian esa sensación amenazante. Conforme va avanzando el relato, y un punto en contra para T. Cook, es la disolución total de los planteamientos que utiliza, dejándose llevar en un delirio casi como el dúo protagonista. En primer lugar, el tema de la eutanasia se desvirtúa hasta unos límites que prácticamente desaparece en el terror psicológico que trata de infundir a través de la mansión y su huésped Somborac. También, pasado el gran conflicto del segundo arco, el director termina perdiendo absolutamente todas las nociones en beneficio de un clímax muy aburrido que se alarga hasta el desenlace y está muy lejos de recompensar los tramos anteriores con el único objetivo de ofrecer la sorpresa, un giro argumental demasiado forzoso para retribuir de forma adecuada la evolución psicológica que experimenta Malison en su paso por la mansión.

Aunque estas irregularidades repentinas del guionista Burgees hagan sombra al resto de la historia, The Hexecutioners posee todo lo necesario para darme un gran desfile de fantasmas cuyas raíces con el clasicismo no la desvían hacia lo ordinario, al contrario, son empleadas para ofrecer algo nuevo fuera del circuito comercial que aprecio y hace que disfrute al máximo de ella pese a sus obvias limitaciones. Jesse T. Cook se gana completamente mi confianza y esperanza para ser un nombre importante dentro del terror serie B contemporáneo. (6.5).
22 de octubre de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película entrañable firmada de forma directa por Steven Spielberg y su legendaria productora Amblin que trata temas muy pertinentes a la filmografía del cineasta de los años 80, cortada por un estilo puramente fantástico y grandes caras de Hollywood. Aunque se trate de una producción más o menos pequeña que, con los años, ha sido prácticamente olvidada, Nuestros maravillosos aliados está impregnada de la ternura de la productora californiana, convirtiéndola en una pieza indispensable del relicario de Spielberg que ha sobrevivido como una muestra arqueológica con el fin de entender su estilo y, por supuesto, dar una aventura familiar llena de buenas intenciones. Faye Riley (Jessica Tandy) y Frank Riley (Hume Cronyn) es una pareja de ancianos residentes, junto unos pocos vecinos, de un edificio en ruinas. Este emplazamiento es deseado por un magnate inmobiliario que quiere expropiar el inmueble con fines comerciales y egoístas, haciendo la vida imposible a la comunidad de vecinos. Pero una extraña llegada ayudará a la asociación vecinal a enfrentarse al desahucio y, también, a creer.

Dirigida por Matthew Robbins, imbuido en la Generación de los 70, Nuestros maravillosos aliados es un filme que, dentro de su carácter casi televisivo, rompió la taquilla como habitualmente hacía la mano de Spielberg que enseña y guía a su alumno Robbins. El director texano, desaparecido del panorama cinematográfico, consiguió a través de una dirección simple una preciosa película de ciencia-ficción familiar, herencia de E.T. el extraterrestre (1982) y, más conciso, de Cocoon (1985), en la que también podemos ver a Jessica Tandy y Hume Cronyn, tanto por los temas que trata como el tono meloso que emplea. Si bien Spielberg nunca se ha caracterizado por plasmar ideas sesudas en sus filmes (tampoco lo pretende) sí que consigue, gracias a la ligereza narrativa embutida de buenos sentimientos, tocar la fibra sensible del espectador con historias bonitas en las que, si excavamos la capa de tierra exterior, ornamentada de sensiblería, podemos encontrar el corazón que ha puesto en sus más eminentes obras como La lista de Schindler (1994), esa esperanza y, sobretodo, fe, en la bondad humana transmitida directamente de la religión judía que procesa. Esto, sumado a la ingenuidad de la que dota a sus protagonistas como Elliot (Henry Thomas) en E.T. el extraterrestre, Oskar (Liam Neeson) en La lista de Schindler o Faye en la que nos encontramos, siempre con un grado en mayor o menor medida de inocencia y sencillez, hace que nos emocionemos a través de sus ojos y esa reconciliación con la humanidad, esa esperanza de que los buenos sentimientos son capaces no solo de hacer retroceder a la malicia, sino de convertirla, como es el caso de Faye y Carlos (Michael Carmine). Spielberg y su equipo son grandes hacedores de mundos fantásticos, ambientados en la realidad y de toque bonito y fantasioso en los que los milagros provenientes de la fe están a la orden del día. Por ello, Nuestros maravillosos aliados, traducido más acertadamente en Sudamérica (Milagro en la calle 8) es un producto que invita a creer, a soñar y, sobretodo, a ver en compañía de tus seres queridos.

Dentro de los géneros anteriormente mencionados, la comedia también se introduce, de forma algo patosa, en el milagro spielbergiano. Pero esto, lejos de resultar tan fastidioso como se podría presuponer, agrega candidez al relato y, sobretodo, a la relación entre los personajes cuyo funcionamiento es similar al de la mente colmena, incapaces de transmitir el mensaje de forma individual, resaltando esos valores familiares que comparten la cooperación, empatía y solidaridad como elementos principales para su transmisión. Pero, dentro de todo, lo que Amblin Entertainment quiere tratar de forma concreta es la idea del sueño americano, evolucionada en el s. XX desde el pensamiento de James Truslow Adams, en la que los movimientos sociales de los años ochenta en los que se desarrolla la película ofrecen la ambientación y el contexto histórico idóneos para reforzar los ideales de prosperidad y plenitud humana que quieren los personajes de Faye y Frank, y sus peculiares vecinos, luchando por su cuenta por unos derechos coartados por la diferencia de estatus social entre los primeros y los ‘antagonistas’ de la película, engañadores y manipuladores pertenecientes a las altas esferas, conformados por el equipo del Sr. Lacey (Michael Greene).

La estética artesana se funde con esos preciosos efectos especiales y la realista fotografía neoyorquina de John McPherson que nos traslada a esos suburbios, ese empobrecimiento social de un humilde barrio obrero, acercándonos de una forma bonita al drama de los marginados que incluso a día de hoy, 33 años después, se puede observar en cualquier parte del mundo. El diseño de los extraterrestres se antoja gracioso y original, compenetrándose con las livianas construcciones de sus personajes (en las que Faye es la portadora de la mayor profundidad y del alma de la película) y siendo el hilo conductor para el desarrollo de estos y de la mente colmena emisora del mensaje. Las interpretaciones están correctas, donde el sobresaliente lo tiene Jessica Tandy dando una actuación sublime y llena de ternura que hace imposible no encariñarse con su personaje, personaje completo y complejo que experimenta inusuales cambios de registro perfectamente llevados por la actriz británica. Una mala elección ha sido el desaprovechamiento en el doblaje castellano de la imponente voz de Constantino Romero para el anodino personaje de Harry Noble (Frank McRae).
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spoiler:
Terminando, *batteries not included, Nuestros maravillosos aliados o Milagro en la calle 8 es una película que hace una invitación formal a la fe y los sueños con la que todo el equipo de Amblin consigue embaucarnos, siendo capaces de que empaticemos con la paupérrima situación de tantos miles de personas que se encuentran en la misma situación que Faye, Frank, Harry, Marisa (Elizabeth Peña) y Mason (Dennis Boutsikaris) por la egoísta especulación de aquellos poderosos que atentan contra el sueño americano.
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