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Críticas 92
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
15 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que definen una época, que capturan el desconcierto de una generación sin necesidad de discursos grandilocuentes. El Graduado (1967) es exactamente eso: la radiografía de un joven que flota sin rumbo, atrapado entre lo que se espera de él y lo que realmente desea. Un viaje que comienza con una calma engañosa y que acaba desembocando en un torbellino de emociones y decisiones irracionales, pero que nunca deja de ser magnético.

Benjamin Braddock, interpretado por un Dustin Hoffman que parece vivir en un estado de perplejidad perpetua, es el antihéroe por excelencia de los 60. Acaba de terminar la universidad, tiene un futuro brillante por delante según sus padres, pero él solo quiere meterse en la piscina y olvidar el mundo. Y ahí está la clave: El Graduado es una película sobre la apatía, sobre la sensación de estar atrapado en un sistema que no has elegido.

Anne Bancroft como la mítica señora Robinson es el motor de la historia. Un personaje arrollador, carismático y trágico a la vez, que convierte cada escena en la que aparece en un duelo de seducción y poder. Su relación con Benjamin no es solo un affaire, sino un reflejo de dos generaciones que no se entienden: ella, cansada y cínica; él, perdido y hambriento de experiencias sin saber muy bien por qué. Luego está Elaine (Katharine Ross), el amor romántico que aparece como la gran redención, aunque en realidad solo añade más caos a la ecuación.

Si algo hace grande a El Graduado, además de su afilado sentido del humor y su brillante montaje, es su puesta en escena. Las escenas en la piscina son puro cine: Benjamin flotando en el agua con la misma energía de un pez muerto, dejando que todo pase a su alrededor, sin esfuerzo, sin dirección.

Con una banda sonora de Simon & Garfunkel que convirtió The Sound of Silence y Mrs. Robinson en himnos generacionales, El Graduado es una película icónica del cine independiente. Tan irónica como melancólica, tan absurda como real.
15 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que nacen para ser únicas, que no encajan en ningún molde y que, por ello mismo, dejan una huella imborrable. El nadador (1968) es una de ellas. Una obra inclasificable, demasiado simbólica para ser un drama convencional, demasiado amarga para ser un cuento nostálgico. Es cine en estado puro, una travesía existencial disfrazada de odisea suburbana, con un Burt Lancaster pletórico y valiente, dispuesto a recorrer la historia en bañador y con una convicción inquebrantable.

Basada en un relato breve de John Cheever publicado en The New Yorker en 1964, la historia de El nadador es tan sencilla como demoledora. Ned Merrill, un hombre de mediana edad de la alta sociedad, decide cruzar su condado nadando de piscina en piscina, como si su trayecto fuera un juego, una celebración de la vida. Pero a medida que avanza, la ligereza inicial se convierte en una dolorosa confrontación con el tiempo, con sus propios errores, con la verdad que ha intentado ocultar incluso a sí mismo. Lo que empieza como una excéntrica travesía veraniega se transforma en una dolorosa espiral de decadencia.

Si la película funciona es, en gran parte, gracias a la presencia hipnótica de Burt Lancaster. Un actor de físico imponente que, a los 55 años, tuvo el coraje de pasarse todo el metraje en bañador, expuesto en cuerpo y alma. Él mismo afirmó que El nadador era su película favorita, y no es difícil entender por qué: pocas veces un actor ha encarnado con tanta intensidad la transición de la euforia al abismo. Su Ned Merrill comienza como un héroe apolíneo, un triunfador de otro tiempo, y acaba convertido en un espectro, un hombre que se ahoga en sus propios recuerdos.

Más allá de su interpretación, El nadador es cine puro por su originalidad y su uso del simbolismo. La natación, que al inicio parece un gesto casi infantil, se convierte en el reflejo de un descenso implacable de clase en clase. En cada piscina, Ned encuentra un fragmento de su pasado, un recordatorio de su caída social, de su distanciamiento con la realidad. La aparente linealidad de su viaje es en realidad un bucle trágico: el tiempo no avanza, sino que lo devora.

El rodaje fue tan accidentado como la historia que cuenta. Frank Perry, el director original, acabó abandonando la producción debido a diferencias creativas con Lancaster, lo que llevó a que Sydney Pollack rodara algunas escenas adicionales sin aparecer en los créditos. También hubo problemas con la elección del reparto, con varios actores sustituidos en mitad de la filmación, lo que terminó alargando el proceso. Pero, a pesar de los obstáculos, el resultado final es una obra maestra.

El nadador es una de esas películas que desafían cualquier clasificación. No fue un éxito en su estreno, demasiado extraña y deprimente para la época, pero con los años se ha convertido en un filme de culto, un espejo en el que cada espectador ve su propio reflejo. Burt Lancaster, con su elegancia y su descomunal presencia, nos regala uno de los finales más desoladores de la historia del cine. La última puerta que se abre, la lluvia que empieza a caer y el sueño que, finalmente, se disuelve en la fría realidad.
10 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que son puro ambiente, y La Piscina (1969) es una de ellas. No es solo una historia de celos y deseo, es un estado de ánimo atrapado en un verano abrasador, donde el lujo y la despreocupación esconden pulsiones peligrosas que acaban explotando.

La cinta de Jacques Deray es un thriller psicológico disfrazado de escapada hedonista en la Costa Azul. Un oasis de ensueño con piscina infinita, cigarrillos humeantes y cuerpos bronceados que esconde, bajo su luz cegadora, el veneno de la obsesión y la tensión sexual no resuelta. Alain Delon y Romy Schneider no interpretan a una pareja en crisis; son la pareja en crisis. La química entre ellos es eléctrica, más aún sabiendo que su romance real terminó poco antes del rodaje. Romy, con su elegancia dolida, y Delon, con su actitud indescifrable y su belleza esculpida por los dioses, sostienen una narración que se cuece a fuego lento hasta estallar.

A esto hay que sumar la presencia de Maurice Ronet y Jane Birkin, cuya llegada al idílico refugio enciende una mecha que todos sabemos que va a detonar. Ronet, siempre con ese aire de decadencia encantadora, es el invitado que no deberías haber dejado entrar; Birkin, con su frescura y sensualidad etérea, es la chispa que lo complica todo. Y en el centro de todo esto, la imagen inmortal: Delon tumbado junto a la piscina, con gafas de sol, con el aire de quien lo tiene todo pero sabe que algo terrible está por ocurrir. Es, sin duda, una de las estampas más icónicas de la historia del cine.

El mérito de Deray es transformar lo cotidiano en inquietante. No hay necesidad de grandes giros ni explosiones dramáticas; todo se sostiene en miradas que dicen más que las palabras, en silencios que cargan la atmósfera de presagios oscuros. La cámara se recrea en los cuerpos, en los gestos, en el agua que brilla bajo el sol del sur de Francia, hasta que lo inevitable ocurre.

Con una banda sonora de Michel Legrand que añade el tono exacto de elegancia y melancolía, La Piscina es una de esas joyas donde el erotismo y el suspense conviven en perfecta armonía. Un clásico que, como el verano, deslumbra y quema a partes iguales.
1 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
"Nadie escuchaba" es uno de esos documentales que deberían proyectarse en las aulas, en las plazas, en cualquier rincón donde aún haya quien crea que la crueldad organizada es cosa del pasado. Realizado en 1987, este trabajo valiente y descarnado no recurre a imágenes explícitas de cuerpos destrozados para impactar; su poder reside en la voz de los supervivientes, en los rostros de quienes cargan con cicatrices invisibles, mucho más profundas que cualquier herida física.

Néstor Almendros (cuyo nombre debería estar en letras de neón en la memoria colectiva) construye un relato que atraviesa la piel. No hay artificios, no hay concesiones al dramatismo barato. Solo la crudeza de la verdad: testimonios de hombres y mujeres que vivieron el infierno en vida, víctimas de un régimen criminal que convirtió la tortura y la ejecución en instrumentos rutinarios de control. Lo más demoledor es que, a pesar del tiempo transcurrido desde su estreno, nada ha cambiado. Las mismas estructuras de poder, la misma impunidad, la misma indiferencia global. Es como si las palabras de estos mártires hubieran quedado atrapadas en una cápsula del tiempo, ignoradas por la historia oficial.

El documental es una bofetada que no avisa. Cada testimonio es un puñetazo directo al estómago, no por la espectacularidad del relato, sino por la simplicidad brutal con la que se expone el dolor. La ausencia de imágenes gráficas no suaviza el impacto; al contrario, deja que la imaginación haga su trabajo, y créanme, es mucho peor.

Lo más triste de "Nadie escuchaba" no son solo las historias que cuenta, sino la certeza de que sigue siendo vigente. Que las voces que clamaban justicia en 1987 aún resuenan en el vacío, sin respuesta. Un documental imprescindible, incómodo y necesario. Ojalá algún día podamos verlo como una pieza histórica de un pasado superado. De momento, sigue siendo un espejo incómodo en el que nadie quiere mirarse.
1 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
En un mundo donde el cine de apuestas suele caer en el tópico del glamour barato o la tensión forzada, 'El Rey del Juego' se desmarca con la misma elegancia lacónica con la que Steve McQueen encendía un cigarrillo. No es solo una película sobre cartas; es una lección de cómo la presencia de un solo hombre puede convertir una historia sencilla en un estudio magnético de la frialdad y el control.

McQueen no actúa, McQueen es. Su personaje, "The Cincinnati Kid", es la personificación del carisma minimalista, el tipo que no necesita soltar un monólogo existencial para que entiendas que está lidiando con demonios internos. Basta con una mirada, un movimiento sutil de la mandíbula, o el simple acto de barajar una baraja para que la pantalla cobre vida.

La dirección de Norman Jewison es sobria, dejando que el ritmo se cocine a fuego lento, como un buen bourbon. Nada de artificios innecesarios. La tensión se construye con la paciencia de una partida de póker real, donde el verdadero juego no está en las cartas, sino en los rostros, los gestos y los silencios incómodos.

Mención especial para Edward G. Robinson, cuyo papel como el legendario "Lancey Howard" es un recordatorio de que los grandes actores no necesitan competir, sino complementar. La química entre Robinson y McQueen es pura dinamita contenida, un duelo actoral que podría haberse sostenido sin necesidad de una sola carta sobre la mesa.

Pero lo que realmente eleva esta película a un 8/10 es que, más allá de la historia de apuestas, 'El Rey del Juego' es una oda a la actitud. McQueen no gana por tener la mejor mano, sino por ser el tipo que nunca parpadea. Y en un mundo lleno de faroles, eso lo convierte en el auténtico rey.
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