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3,9
208
6
3 de septiembre de 2020
3 de septiembre de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podéis pensar que se trata de otra de tantas películas de zombis (o infectados) de bajo presupuesto. Y, efectivamente, así es. Pero tiene un enfoque diferente que la hace especial y, dentro de un género tan denostado, se agradece. Deadsight es una película canadiense de Jesse T. Cook que construye su terrorífico relato en torno a dos personajes especiales y poco convencionales para una pandemia vírica de la que, sin tener ningún tipo de trasfondo, atenta contra la curiosidad del espectador haciendo que nos pongamos en los zapatos de sus protagonistas de forma muy acertada, toque imprescindible para provocar la angustia y la tensión necesarias para que esta clase de películas funcionen. Esos personajes son un ciego, Ben Neilson (Adam Seybold) y una embarazada, Mara Madigan (Liv Collins). Superados por las circunstancias a raíz general de su inadaptación al medio, ambos colaborarán desde su encuentro para sobrevivir hacia el terror creciente que los acecha tras las esquinas.
El cine de Jesse Thomas Cook, apaleado por la crítica profesional, ha separada a los fanáticos del género con una brecha radicada en el tono que adquieren sus películas, con una clara influencia del terror de los años sesenta, adaptado a la contemporaneidad, e historias poco convencionales construidas en torno a sus personajes y no al revés. En su haber se cuentan piezas como Monster Brawl (2011) o The Hexecutioners (2015), pudiendo apreciar un interés obvio por el cine de zombis donde las referencias al padrino del género, George A. Romero, se huelen en la nauseabunda atmósfera que crea en Deadsight.
Dentro del subgénero, Cook se especializa en el survival ignorando casi en todo su relato la acción a la que nos tienen acostumbrados las producciones de género recientes como Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016) o la muy esperada Península. En su lugar, el director trata el espectro de las relaciones humanas en situaciones extremas a través de dos personajes incapaces de sobrevivir en ella, focalizando todo el argumento en ese aspecto y en las nociones de supervivencia que adquieren de manera evolutiva, sabiendo manejar una evolución veraz en la psicología de sus personajes barajando los clásicos temas; dependencia, desconfianza, cooperación, efusión, fe… Esto, en un argumento con únicamente dos personajes, se aprecia a la perfección por la franqueza en los diálogos que emplea Liv Collins y Kevin Revie a la hora de crear esos precedentes a la tensión que, haciendo el seguimiento arquetípico de terror protagonizado por un grupo de personas, rompe con secuencias de angustia motivadas por la amenaza común poniendo sobre la mesa que es algo que une a sus protagonistas y que, por sus condiciones físicas, se necesitan para tranquilizar el instinto humano más básico: la supervivencia. Estos planteamientos los podemos encontrar en multitud de filmes, muy habituales en la serie B a la que pertenece, donde el ejemplo con la obra maestra La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982).
Me gusta especialmente los temas que toca Cook en una película ligeramente diferente. En primer lugar, sabe bien cómo sembrar la semilla de la duda en dos personajes incapacitados sobre lo que les rodea, y exhibiendo sus diferentes personalidades por las reacciones que tienen frente a su alrededor. En primer lugar, el ciego, Ben, se despierta en una ambulancia (cameo directo a 28 días después de John Boyle, donde el protagonista se despierta en un hospital), esposado y sin saber qué pasa. Cook enfoca la desesperación con planos subjetivos borrosos donde se escenifica de forma directa la situación de su personaje, poniéndonos inmediatamente en una situación de estrés al nosotros ‘intuir’ (directamente saber por factores externos al filme, como la carátula o la sinopsis) el peligro que lo acecha en contrariedad a él. No es casualidad que esa presentación se desarrolle en un vehículo al lado de un cementerio, referencia inmediata a la presentación de La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), haciendo de la escenografía un elemento ambiental que consigue hacer que nos preocupemos por un personaje del que no sabemos nada. Por otro lado, la embarazada, Mara, aún no entiende muy bien la situación, siguiendo con sus patrullajes policiales. Su afán de querer ayudar se patenta en la presentación con la primera interacción con un infectado, donde el plano medio frontal donde se aprecia la amenaza desde el coche de Mara nos pone en antecedentes de lo que va a pasar pero nosotros, al igual que Mara, queremos saber más. De nuevo, la escenografía, conformada por una carretera y un bosque, juega un papel fundamental para sugerir esa angustia, ese vacío, ese saber de que en caso de que algo malo suceda, nadie te va a ayudar.
Ello ayuda a crear un guion en tres actos, con su preludio y epílogo respectivo, separados por el lugar de acción de sus personajes y perfectamente apreciable por las escenografías que se emplean, siempre siguiendo la idea aplicada desde el inicio. Aunque los efectos especiales no sean muy prácticos, funcionan agregando la esencia de la brutalidad, algunos antojándose demasiado computarizados y visuales para parecer realistas. Nunca nos preguntamos, ni el director pretende, acerca del trasfondo de sus personajes (aunque, en una ocasión, se indaga de manera muy torpe en el de Ben, que no ofrece nada a la película), muy buen punto ya que solo pretende que conozcamos sus situaciones actuales, y que seamos capaces de conectar con ellos mediante los sentimientos humanos como el altruismo o la preocupación por el prójimo aun siendo personas ajenas y desconocidas para nosotros. La fotografía de Jeff Maher está bien (a veces con una mano patosa cuando se combina con la iluminación) pero que consigue su fin elevando la atmósfera, a veces demasiado artificialmente como en el tramo final, pero igualmente resultante. Merece la pena echarle un vistazo para variar dentro de la infección de zombis anodinos que hay en el cine actual.
El cine de Jesse Thomas Cook, apaleado por la crítica profesional, ha separada a los fanáticos del género con una brecha radicada en el tono que adquieren sus películas, con una clara influencia del terror de los años sesenta, adaptado a la contemporaneidad, e historias poco convencionales construidas en torno a sus personajes y no al revés. En su haber se cuentan piezas como Monster Brawl (2011) o The Hexecutioners (2015), pudiendo apreciar un interés obvio por el cine de zombis donde las referencias al padrino del género, George A. Romero, se huelen en la nauseabunda atmósfera que crea en Deadsight.
Dentro del subgénero, Cook se especializa en el survival ignorando casi en todo su relato la acción a la que nos tienen acostumbrados las producciones de género recientes como Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016) o la muy esperada Península. En su lugar, el director trata el espectro de las relaciones humanas en situaciones extremas a través de dos personajes incapaces de sobrevivir en ella, focalizando todo el argumento en ese aspecto y en las nociones de supervivencia que adquieren de manera evolutiva, sabiendo manejar una evolución veraz en la psicología de sus personajes barajando los clásicos temas; dependencia, desconfianza, cooperación, efusión, fe… Esto, en un argumento con únicamente dos personajes, se aprecia a la perfección por la franqueza en los diálogos que emplea Liv Collins y Kevin Revie a la hora de crear esos precedentes a la tensión que, haciendo el seguimiento arquetípico de terror protagonizado por un grupo de personas, rompe con secuencias de angustia motivadas por la amenaza común poniendo sobre la mesa que es algo que une a sus protagonistas y que, por sus condiciones físicas, se necesitan para tranquilizar el instinto humano más básico: la supervivencia. Estos planteamientos los podemos encontrar en multitud de filmes, muy habituales en la serie B a la que pertenece, donde el ejemplo con la obra maestra La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982).
Me gusta especialmente los temas que toca Cook en una película ligeramente diferente. En primer lugar, sabe bien cómo sembrar la semilla de la duda en dos personajes incapacitados sobre lo que les rodea, y exhibiendo sus diferentes personalidades por las reacciones que tienen frente a su alrededor. En primer lugar, el ciego, Ben, se despierta en una ambulancia (cameo directo a 28 días después de John Boyle, donde el protagonista se despierta en un hospital), esposado y sin saber qué pasa. Cook enfoca la desesperación con planos subjetivos borrosos donde se escenifica de forma directa la situación de su personaje, poniéndonos inmediatamente en una situación de estrés al nosotros ‘intuir’ (directamente saber por factores externos al filme, como la carátula o la sinopsis) el peligro que lo acecha en contrariedad a él. No es casualidad que esa presentación se desarrolle en un vehículo al lado de un cementerio, referencia inmediata a la presentación de La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), haciendo de la escenografía un elemento ambiental que consigue hacer que nos preocupemos por un personaje del que no sabemos nada. Por otro lado, la embarazada, Mara, aún no entiende muy bien la situación, siguiendo con sus patrullajes policiales. Su afán de querer ayudar se patenta en la presentación con la primera interacción con un infectado, donde el plano medio frontal donde se aprecia la amenaza desde el coche de Mara nos pone en antecedentes de lo que va a pasar pero nosotros, al igual que Mara, queremos saber más. De nuevo, la escenografía, conformada por una carretera y un bosque, juega un papel fundamental para sugerir esa angustia, ese vacío, ese saber de que en caso de que algo malo suceda, nadie te va a ayudar.
Ello ayuda a crear un guion en tres actos, con su preludio y epílogo respectivo, separados por el lugar de acción de sus personajes y perfectamente apreciable por las escenografías que se emplean, siempre siguiendo la idea aplicada desde el inicio. Aunque los efectos especiales no sean muy prácticos, funcionan agregando la esencia de la brutalidad, algunos antojándose demasiado computarizados y visuales para parecer realistas. Nunca nos preguntamos, ni el director pretende, acerca del trasfondo de sus personajes (aunque, en una ocasión, se indaga de manera muy torpe en el de Ben, que no ofrece nada a la película), muy buen punto ya que solo pretende que conozcamos sus situaciones actuales, y que seamos capaces de conectar con ellos mediante los sentimientos humanos como el altruismo o la preocupación por el prójimo aun siendo personas ajenas y desconocidas para nosotros. La fotografía de Jeff Maher está bien (a veces con una mano patosa cuando se combina con la iluminación) pero que consigue su fin elevando la atmósfera, a veces demasiado artificialmente como en el tramo final, pero igualmente resultante. Merece la pena echarle un vistazo para variar dentro de la infección de zombis anodinos que hay en el cine actual.
4 de junio de 2020
4 de junio de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubert Cornfield nos regala un valioso testimonio en forma de película que hurga en la psique de un psicópata trastornado, obsesionado con la supremacía cristiano-americana y preso por sedición en una cárcel donde su psiquiatra, afroamericano, aprenderá valiosas lecciones de él mientras intenta curar su insomnio.
Mediante una temprana puesta en escena de del doctor y jefe de un centro psiquiátrico interpretado por Sidney Poitier, el director narra la historia a través de una enorme escena retrospectiva puntualizada por la voz en off del mismo con el objetivo de animar a uno de sus empleados que está a punto de tirar la toalla por el agobio de sus circunstancias, hecho que también le ocurrió y que cuenta detalladamente tanto al empleado (Peter Falk) como a nosotros.
La clave de la cuestión adapta el libro del escritor y psicólogo Robert Lindner que se centra en la búsqueda de una explicación lógica del odio racista, llegando a la conclusión a través de la figura del paciente nazi, interpretado por Bobby Darin, que esas tendencias patológicas radican desde los traumas de niñez hasta la frustración provocada por las épocas de pobreza, teniendo que buscar un blanco donde focalizar las culpas de un mal social que afecta a lo económico y a lo político. Así, Cornfield apuesta por un gran drama que no se deja embaucar exclusivamente en los roles de víctimas para los negros y verdugos para cierta parte de la población blanca americana, sino que va más allá poniendo sobre la mesa el choque de prejuicios de ambas partes condensado en los dos grandes actores que dan vida al filme.
A raíz de una posible reinserción social, tema que el director lanza como reflexión personal para el espectador, el guión gira en torno a la forja de la relación entre paciente y doctor, con una atmósfera tensa plasmada a través del espacio, planos cortos, silencios pausados y las excelentes interpretaciones de los protagonistas, donde crea una narración fragmentada de las diferentes partes de la vida del paciente, caracterizada en una primera instancia con algo de surrealismo teatral y con la voz en off del mismo explicándolas tanto al doctor como a nosotros, y escenificadas tal y como él las describe. Con ello, Cornfield nos da más pistas a nosotros que al personaje de Poitier, ya que nosotros vemos la acción, pudiendo elaborar nuestra propia hipótesis personal sobre la forma de pensar y ser del paciente, para luego contrastarla o enfrentarla con la de Poitier, la cual se muestra sesgada desde el primer momento de la película por los prejuicios, llevando su trabajo a un terreno personal.
Aunque a priori pueda parecer que la única denuncia al racismo reside en la figura de Darin, está muy lejos de ser así. El paciente funciona a modo de catalizador de la denuncia, usándolo para mostrar no solo el racismo que sufren tanto judíos como especialmente negros por cierto tipo de agrupaciones, sino el racismo constitucional y social que padecen sin darse cuenta enmascarado de buenas intenciones, o tan normalizado que hasta para la misma víctima es imperceptible.
Conforme avanza la narración y valiéndose del personaje del doctor, el director hace un dibujo detallado de la creación y funcionamiento de las agrupaciones basadas en el odio, bastando solo con un individuo frustrado para arrastrar a más como él a la causa, en el que los tiempos de decrecimiento económico son clave para el surgimiento de ellos, y analizando fríamente las capacidades de liderazgo de un sujeto con tendencias psicopáticas. Dicha misiva queda clara cuando emplea un fundido encadenado como transición valiéndose de un autorretrato de Hitler como última imagen y acoplándola a un primer plano del personaje de Darin al empezar la nueva escena.
Con un muy buen control de los tiempos narrativos, y alternándolos a su capricho el director con ajustes precisos de ráccord, juega todas sus cartas a los dos actores que presentan un duelo escénico impresionante, muy bien recreado mediante planos estáticos con acercamientos de cámara que hacen énfasis en las miradas, en las muecas de ambos cuando interactúan de forma directa y confrontan sus pensamientos. La grabación es muy limpia, y utiliza una estética con un muy alto contraste de oscuridad para representar la tortuosa vida y las extrañas fantasías del paciente en las escenas retrospectivas, turnándola con pequeños atisbos de luz, artificial o natural, que inciden con intensidad creciente en el rostro de Darin según avanza su tratamiento.
La manera de Cornfield para retratar las enfermedades mentales, las cuales quedan claras desde el planteamiento de la película y que instantáneamente nos ponen en antecedentes y en alerta sobre el personaje de Darin obvian la sutileza para dejarse llevar por la paranoya que embriaga al personaje, inundada con muchísima oscuridad en un espacio claustrofóbico (la celda) y planos cenitales y nadir que enfocan el motivo de su trastorno y su rostro en corto respectivamente, preocupándose a su vez de detallarse con el movimiento del agua saliente del grifo del lavabo (espacio en el que se desarrolla la escena) dando cierto toque onírico que hila a la perfección con el móvil que lleva al personaje a la búsqueda del remedio en el despacho del doctor.
La fotografía de Ernest Haller es buena, aunque no tanto la banda sonora compuesta por demasiados sonidos agudos y chirriantes de Ernest Gold que entorpecen el tono meditativo y oscuro de la película.
En términos generales, es un gran viaje por el trastorno de la personalidad de un demente que sirve a su vez como reflexión sobre los prejuicios, tanto de una parte como de otra, y esos que están presentes a menor escala, normalizados, pero no por ello menos malignos, analizando las razones que pueden conducir a una persona a tener tendencias racistas. (7.5).
Mediante una temprana puesta en escena de del doctor y jefe de un centro psiquiátrico interpretado por Sidney Poitier, el director narra la historia a través de una enorme escena retrospectiva puntualizada por la voz en off del mismo con el objetivo de animar a uno de sus empleados que está a punto de tirar la toalla por el agobio de sus circunstancias, hecho que también le ocurrió y que cuenta detalladamente tanto al empleado (Peter Falk) como a nosotros.
La clave de la cuestión adapta el libro del escritor y psicólogo Robert Lindner que se centra en la búsqueda de una explicación lógica del odio racista, llegando a la conclusión a través de la figura del paciente nazi, interpretado por Bobby Darin, que esas tendencias patológicas radican desde los traumas de niñez hasta la frustración provocada por las épocas de pobreza, teniendo que buscar un blanco donde focalizar las culpas de un mal social que afecta a lo económico y a lo político. Así, Cornfield apuesta por un gran drama que no se deja embaucar exclusivamente en los roles de víctimas para los negros y verdugos para cierta parte de la población blanca americana, sino que va más allá poniendo sobre la mesa el choque de prejuicios de ambas partes condensado en los dos grandes actores que dan vida al filme.
A raíz de una posible reinserción social, tema que el director lanza como reflexión personal para el espectador, el guión gira en torno a la forja de la relación entre paciente y doctor, con una atmósfera tensa plasmada a través del espacio, planos cortos, silencios pausados y las excelentes interpretaciones de los protagonistas, donde crea una narración fragmentada de las diferentes partes de la vida del paciente, caracterizada en una primera instancia con algo de surrealismo teatral y con la voz en off del mismo explicándolas tanto al doctor como a nosotros, y escenificadas tal y como él las describe. Con ello, Cornfield nos da más pistas a nosotros que al personaje de Poitier, ya que nosotros vemos la acción, pudiendo elaborar nuestra propia hipótesis personal sobre la forma de pensar y ser del paciente, para luego contrastarla o enfrentarla con la de Poitier, la cual se muestra sesgada desde el primer momento de la película por los prejuicios, llevando su trabajo a un terreno personal.
Aunque a priori pueda parecer que la única denuncia al racismo reside en la figura de Darin, está muy lejos de ser así. El paciente funciona a modo de catalizador de la denuncia, usándolo para mostrar no solo el racismo que sufren tanto judíos como especialmente negros por cierto tipo de agrupaciones, sino el racismo constitucional y social que padecen sin darse cuenta enmascarado de buenas intenciones, o tan normalizado que hasta para la misma víctima es imperceptible.
Conforme avanza la narración y valiéndose del personaje del doctor, el director hace un dibujo detallado de la creación y funcionamiento de las agrupaciones basadas en el odio, bastando solo con un individuo frustrado para arrastrar a más como él a la causa, en el que los tiempos de decrecimiento económico son clave para el surgimiento de ellos, y analizando fríamente las capacidades de liderazgo de un sujeto con tendencias psicopáticas. Dicha misiva queda clara cuando emplea un fundido encadenado como transición valiéndose de un autorretrato de Hitler como última imagen y acoplándola a un primer plano del personaje de Darin al empezar la nueva escena.
Con un muy buen control de los tiempos narrativos, y alternándolos a su capricho el director con ajustes precisos de ráccord, juega todas sus cartas a los dos actores que presentan un duelo escénico impresionante, muy bien recreado mediante planos estáticos con acercamientos de cámara que hacen énfasis en las miradas, en las muecas de ambos cuando interactúan de forma directa y confrontan sus pensamientos. La grabación es muy limpia, y utiliza una estética con un muy alto contraste de oscuridad para representar la tortuosa vida y las extrañas fantasías del paciente en las escenas retrospectivas, turnándola con pequeños atisbos de luz, artificial o natural, que inciden con intensidad creciente en el rostro de Darin según avanza su tratamiento.
La manera de Cornfield para retratar las enfermedades mentales, las cuales quedan claras desde el planteamiento de la película y que instantáneamente nos ponen en antecedentes y en alerta sobre el personaje de Darin obvian la sutileza para dejarse llevar por la paranoya que embriaga al personaje, inundada con muchísima oscuridad en un espacio claustrofóbico (la celda) y planos cenitales y nadir que enfocan el motivo de su trastorno y su rostro en corto respectivamente, preocupándose a su vez de detallarse con el movimiento del agua saliente del grifo del lavabo (espacio en el que se desarrolla la escena) dando cierto toque onírico que hila a la perfección con el móvil que lleva al personaje a la búsqueda del remedio en el despacho del doctor.
La fotografía de Ernest Haller es buena, aunque no tanto la banda sonora compuesta por demasiados sonidos agudos y chirriantes de Ernest Gold que entorpecen el tono meditativo y oscuro de la película.
En términos generales, es un gran viaje por el trastorno de la personalidad de un demente que sirve a su vez como reflexión sobre los prejuicios, tanto de una parte como de otra, y esos que están presentes a menor escala, normalizados, pero no por ello menos malignos, analizando las razones que pueden conducir a una persona a tener tendencias racistas. (7.5).

5,4
301
4
24 de mayo de 2020
24 de mayo de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una célebre escritora de novelas de misterio, Cornelia van Gorder (Agnes Moorehead) compra una antigua mansión llamada Los Álamos, en un lugar apartado de la urbe, donde un asesino proclamado como El murciélago ha llevado a cabo una serie de homicidios en el pasado. Tras un tiempo, regresa tras la pista de un millón de dólares robados por un ex trabajador del banco y escondidos en el nuevo hogar de la escritora, dejando un reguero de sangre tras su paso.
Crane Wilbur dirige a duras penas este relato de intriga en 1959, teniendo en su haber más de veinte películas en su haber, con una capacidad de producción incansable, aunque muy poco reconocido ni en la época ni a través de los años.
Un thriller con muy volubles rasgos del terror, fundamentados principalmente en la estética, son los géneros que trata usando una carrera entre personas sin escrúpulos por el dinero, haciendo que la ilustre condición de cada personaje no tenga por qué estar acorde con sus personalidades, engañando con las apariencias tal y como en la vida real. La influencia que puede ser determinada en artistas a través de ciertos sucesos traumáticos es una idea que merodea, principalmente, para realizar un autocameo a dos de sus películas anteriores usando como excusa a la señora Cornelia: The Amazing Mr. X (1954) y The Story of Molly X (1949), algo bastante lamentable. No dejan de ser tópicas las ideas que trata al pertenecer al género del thriller o novela policíaca, siendo una pequeña película que, generalmente, por su naturaleza serie B, está orientada a todos los públicos por un argumento extremadamente asequible y la ausencia de escenas explícitas relativas al crimen.
El guión está bien expresado, teniendo dos grandes arcos muy bien diferenciados por una transición en cortinilla que separa el primer acto del segundo, casi a modo teatral, pero el director se obceca a través de los diálogos en tratar al espectador como si fuera deficiente, con un ritmo artificialmente acelerado donde se desvela de manera tempranera el punto principal de este tipo de películas: el culpable homicida. Aún así, Wilbur sigue jugueteando con las posibles variantes de manera penosa para tratar de corregir tan fatídico error en vano. Como no tiene pausas narrativas, los diálogos entre los personajes son denostados mostrándose superficiales y, en ocasiones, carentes de sentido. El doblaje en castellano no ayuda mucho, incluso empeorando el conjunto hasta niveles que, en ciertos niveles de pundonor, patéticos.
Las interpretaciones del elenco general son lamentables, extremadamente sobreactuadas en su gran mayoría que es lo último que necesita este tipo de cine, donde la sutileza es fundamental para mantener la duda y la tensión en el espectador. Se salva de manera exclusiva el eterno Vincent Price como Dr. Malcolm Wells que salva muchas situaciones, pero es imposible que un solo actor consiga salvar una película entera. John Sutton como el mayordomo Warner también ejecuta su papel con un registro correcto, pero el resto del elenco roza la teatralidad en el mal sentido de la palabra.
Los recursos cinematográficos de los que se vale Wilbur son muy clásicos dentro del género; usando una PAN panorámica inicial con voz en off de la protagonista para la presentación del lugar de desarrollo y crear una ambientación inicial, poniendo en escena rápidamente a los personajes con planos dorsales y frontales con el objetivo de, mediante diálogos, poder encasillarlos en ciertos cuadros de personalidad específicos, pasándose muchas veces con demasiada explicación no conveniente para la narración. El decorado y vestuario sí que son muy correctos, situando al espectador rápidamente en la época y ofreciendo algo de atmósfera sombría usando muy bien la iluminación donde prevalecen las sombras, directamente imbuidas de películas mudas como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), apoyándose mucho en la particular silueta que provoca el diseño de su antagonista principal, El Murciélago (o el Freddy Krueger de los años cincuenta).
La ruptura final con la cuarta pared da vergüenza ajena.
Una película que, de poder haber resultado interesante, se torna en un desastre absoluto por culpa de un mal guión y una elección de actores inverosímil.
Crane Wilbur dirige a duras penas este relato de intriga en 1959, teniendo en su haber más de veinte películas en su haber, con una capacidad de producción incansable, aunque muy poco reconocido ni en la época ni a través de los años.
Un thriller con muy volubles rasgos del terror, fundamentados principalmente en la estética, son los géneros que trata usando una carrera entre personas sin escrúpulos por el dinero, haciendo que la ilustre condición de cada personaje no tenga por qué estar acorde con sus personalidades, engañando con las apariencias tal y como en la vida real. La influencia que puede ser determinada en artistas a través de ciertos sucesos traumáticos es una idea que merodea, principalmente, para realizar un autocameo a dos de sus películas anteriores usando como excusa a la señora Cornelia: The Amazing Mr. X (1954) y The Story of Molly X (1949), algo bastante lamentable. No dejan de ser tópicas las ideas que trata al pertenecer al género del thriller o novela policíaca, siendo una pequeña película que, generalmente, por su naturaleza serie B, está orientada a todos los públicos por un argumento extremadamente asequible y la ausencia de escenas explícitas relativas al crimen.
El guión está bien expresado, teniendo dos grandes arcos muy bien diferenciados por una transición en cortinilla que separa el primer acto del segundo, casi a modo teatral, pero el director se obceca a través de los diálogos en tratar al espectador como si fuera deficiente, con un ritmo artificialmente acelerado donde se desvela de manera tempranera el punto principal de este tipo de películas: el culpable homicida. Aún así, Wilbur sigue jugueteando con las posibles variantes de manera penosa para tratar de corregir tan fatídico error en vano. Como no tiene pausas narrativas, los diálogos entre los personajes son denostados mostrándose superficiales y, en ocasiones, carentes de sentido. El doblaje en castellano no ayuda mucho, incluso empeorando el conjunto hasta niveles que, en ciertos niveles de pundonor, patéticos.
Las interpretaciones del elenco general son lamentables, extremadamente sobreactuadas en su gran mayoría que es lo último que necesita este tipo de cine, donde la sutileza es fundamental para mantener la duda y la tensión en el espectador. Se salva de manera exclusiva el eterno Vincent Price como Dr. Malcolm Wells que salva muchas situaciones, pero es imposible que un solo actor consiga salvar una película entera. John Sutton como el mayordomo Warner también ejecuta su papel con un registro correcto, pero el resto del elenco roza la teatralidad en el mal sentido de la palabra.
Los recursos cinematográficos de los que se vale Wilbur son muy clásicos dentro del género; usando una PAN panorámica inicial con voz en off de la protagonista para la presentación del lugar de desarrollo y crear una ambientación inicial, poniendo en escena rápidamente a los personajes con planos dorsales y frontales con el objetivo de, mediante diálogos, poder encasillarlos en ciertos cuadros de personalidad específicos, pasándose muchas veces con demasiada explicación no conveniente para la narración. El decorado y vestuario sí que son muy correctos, situando al espectador rápidamente en la época y ofreciendo algo de atmósfera sombría usando muy bien la iluminación donde prevalecen las sombras, directamente imbuidas de películas mudas como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), apoyándose mucho en la particular silueta que provoca el diseño de su antagonista principal, El Murciélago (o el Freddy Krueger de los años cincuenta).
La ruptura final con la cuarta pared da vergüenza ajena.
Una película que, de poder haber resultado interesante, se torna en un desastre absoluto por culpa de un mal guión y una elección de actores inverosímil.
6 de abril de 2020
6 de abril de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Di yu wu men (We´re Going to Eat You), más conocida en España como Cole, cole, que te como (Corre, corre, que te como) es como cuando alguien que no sabe cocinar se inspira y prepara un plato añadiendo ingredientes totalmente aleatorios dando resultado a una comida muy extraña, pero digerible. En este caso, el cocinero es Tsui Hark, director chino, y los ingredientes son la acción enfocada a las artes marciales, el terror plasmado en gore sobre canibalismo, diálogos infestados de comedia negra casposa, estructura y conceptualización de los personajes al estilo del chanbara o wéstern occidental, factura de auténtica serie B, interpretaciones sobreactuadas hasta la extenuación y una historia tan absurda como atractiva para cierto tipo de espectador. El resumen más viable sería una especie de híbrido entre una película de Jackie Chan y La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). En primera instancia se hace una perezosa presentación del tema que se va a enfocar, usando dos personajes que no importan a nadie para mostrar el carácter caníbal, violento y plagado de locura que invade el pueblo para, más tarde, hilarlo con la aparición del Agente 999 (Norman Chu) que, persiguiendo a un bandido apodado Puño de acero (Melvin Wong), da a parar a esa localización. Lo que más llama la atención desde el principio es la borrachera que debía tener el editor de sonido a la hora de mezclar audios, que no corresponden en casi ningún momento con las imágenes, las actuaciones generales que, si no llegan al bochorno, poco le quedan, ya que el guión tan absurdo no ayuda en lo más mínimo a perfeccionarlas, hecho tampoco tan malo debido al carácter humorístico del film. A pesar de tener un inicio como cualquier slasher al uso, Hark se despoja de él rápidamente diseñando coreografías (muy bien grabadas en ciertas ocasiones) para que la acción cómica resalte por encima de todos los demás parámetros y predominando en casi todo el metraje que, agregando el mínimo toque gore que sostiene, es capaz de mantener una continuidad narrativa hasta la lucha final con El Comisario (Eddy Ko, por cierto, doblado por Pepe Mediavilla). El uso de la cámara es bastante destacable, aunque se ve algo ultrajado por una iluminación tan mediocre en exteriores. Noto algo de influencia en, todo debo decir, películas bastantes malas, como Dagon: la secta del mar (Stuart Gordon, 2001) o Verano Rojo (Carles Jofre, 2017). Se deja ver a duras penas por lo bizarro.

6,2
536
7
10 de abril de 2021
10 de abril de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que bonito dirige Zinnemann, el amante de los movimientos de cámara que con Oklahoma! consigue engancharme a otra desmitificación del wéstern donde no es que la figura del sheriff 'adulterara' los heroicos valores americanos como con su obra maestra Solo ante el peligro (1952), es que directamente no existe esa figura. A través de un musical al más puro estilo Broadway, el genio austríaco nos traslada a la imagen más bucólica y mundana del Salvaje Oeste como un retrato costumbrista y social de esos últimos días antes de que la civilación, las leyes y La Unión entre americanos se impusiera al conservadurismo sureño de Oklahoma y otros estados.
Por razones obvias, Zinnemann vuelve a trazar una parábola frente a los valores primitivos con los que el senador McCarthy azotaba a sus compañeros de profesión en lugar de, como expresa en la película, convivir para encontrar la paz y que campesinos y vaqueros se den la mano. Que se evolucione como sociedad, al fin y al cabo, algo que nos lo recuerda una y otra vez de maneras muy divertidas a través de secundarios como Will Parker (Gene Nelson), que llega a exponer para sorpresa de todos el avance sociológico en Misuri en cuanto al pensamiento colectivo, o Ali Hakim (Eddie Albert), un gitano persa dedicado a la venta ambulante que, lucrándose a costa de la ignorancia de esos estados americanos que se negaban al progreso consigue hacer llegar el mensaje de Zinnemann casi sin filtros al espectador.
Todo es bonito, colorido y dulce, puramente circense y desenfadado, como si no hubiera maldad en las actitudes y valores abiertamente retrógrados de sus personajes, reflejando un espacio y tiempo de la historia americana muy concretos como los inicios del s. XX, la época donde América tiende, tímida, sus brazos al progreso para olvidar gradualmente a pistoleros, forajidos y, en resumen, al Viejo Oeste. Incluso en la técnica, cuando en el wéstern casi siempre se filmaba con la cámara fija (siendo su mayor exponente John Ford, que a duras penas movía la cámara), Zinnemann hace gala de su repertorio de travellings para llenar de dinamismo y movimiento los planos, en los que sobresalen las increíbles coreografías de sus actores.
Aunque como espectador poco asiduo al musical esas secuencias de júbilo se me hayan hecho algo cargantes, seguro que son un disfrute para los amantes del género, sobretodo cuando estas discurren en interiores. Zinnemann también incluye un gran mecanismo brechtiano para dar una teatralidad preciosa a la obra en la que las decisiones de sus personajes, con quiénes deciden casarse o no, o qué quieren o no hacer con sus futuros, tienen mucho peso sobre el argumento, reflejando así un pensamiento colectivo cambiante como la vida misma y obligando al espectador a elaborar un pensamiento crítico que no se deje llevar demasiado por las edulcoradas emociones de sus protagonistas sobre el conservadurismo más recalcitrante de la sociedad americana.
También y gracias a un personaje concreto, Jud Fry (Rod Steiger), Zinnemann rinde tributo al monstruo de Frankenstein de James Whale (El doctor Frankenstein, 1931) creando uno propio en base a la ausencia de amor y el rechazo que sufre por parte de la sociedad, construyendo escenas inesperadamente terroríficas para ser, a priori, un musical romántico. Rod Steiger hace un trabajo exquisito, sea dicho. La oscarizada banda sonora de Robert Surtees es verdaderamente estimulante por la importancia narrativa que desempeñan, siendo sus extensos números indispensables para comprender los sentimientos que solo así manifiestan sus personajes cuando interactúan y que hacen que sean un poco más ligeros de ver.
Otra gran película de Fred Zinnemann que canta al amor, canta a la vida, pero también a la convivencia, al progreso y a la unión entre personas, nociones obligadas para aspirar a la alegría y felicidad con la que nos cuenta cómo América fue capaz de dar un paso hacia delante en su historia. (7.5).
Por razones obvias, Zinnemann vuelve a trazar una parábola frente a los valores primitivos con los que el senador McCarthy azotaba a sus compañeros de profesión en lugar de, como expresa en la película, convivir para encontrar la paz y que campesinos y vaqueros se den la mano. Que se evolucione como sociedad, al fin y al cabo, algo que nos lo recuerda una y otra vez de maneras muy divertidas a través de secundarios como Will Parker (Gene Nelson), que llega a exponer para sorpresa de todos el avance sociológico en Misuri en cuanto al pensamiento colectivo, o Ali Hakim (Eddie Albert), un gitano persa dedicado a la venta ambulante que, lucrándose a costa de la ignorancia de esos estados americanos que se negaban al progreso consigue hacer llegar el mensaje de Zinnemann casi sin filtros al espectador.
Todo es bonito, colorido y dulce, puramente circense y desenfadado, como si no hubiera maldad en las actitudes y valores abiertamente retrógrados de sus personajes, reflejando un espacio y tiempo de la historia americana muy concretos como los inicios del s. XX, la época donde América tiende, tímida, sus brazos al progreso para olvidar gradualmente a pistoleros, forajidos y, en resumen, al Viejo Oeste. Incluso en la técnica, cuando en el wéstern casi siempre se filmaba con la cámara fija (siendo su mayor exponente John Ford, que a duras penas movía la cámara), Zinnemann hace gala de su repertorio de travellings para llenar de dinamismo y movimiento los planos, en los que sobresalen las increíbles coreografías de sus actores.
Aunque como espectador poco asiduo al musical esas secuencias de júbilo se me hayan hecho algo cargantes, seguro que son un disfrute para los amantes del género, sobretodo cuando estas discurren en interiores. Zinnemann también incluye un gran mecanismo brechtiano para dar una teatralidad preciosa a la obra en la que las decisiones de sus personajes, con quiénes deciden casarse o no, o qué quieren o no hacer con sus futuros, tienen mucho peso sobre el argumento, reflejando así un pensamiento colectivo cambiante como la vida misma y obligando al espectador a elaborar un pensamiento crítico que no se deje llevar demasiado por las edulcoradas emociones de sus protagonistas sobre el conservadurismo más recalcitrante de la sociedad americana.
También y gracias a un personaje concreto, Jud Fry (Rod Steiger), Zinnemann rinde tributo al monstruo de Frankenstein de James Whale (El doctor Frankenstein, 1931) creando uno propio en base a la ausencia de amor y el rechazo que sufre por parte de la sociedad, construyendo escenas inesperadamente terroríficas para ser, a priori, un musical romántico. Rod Steiger hace un trabajo exquisito, sea dicho. La oscarizada banda sonora de Robert Surtees es verdaderamente estimulante por la importancia narrativa que desempeñan, siendo sus extensos números indispensables para comprender los sentimientos que solo así manifiestan sus personajes cuando interactúan y que hacen que sean un poco más ligeros de ver.
Otra gran película de Fred Zinnemann que canta al amor, canta a la vida, pero también a la convivencia, al progreso y a la unión entre personas, nociones obligadas para aspirar a la alegría y felicidad con la que nos cuenta cómo América fue capaz de dar un paso hacia delante en su historia. (7.5).
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