Haz click aquí para copiar la URL
España España · Cáceres
You must be a loged user to know your affinity with Tiggy
Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
11 de mayo de 2020
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me encanta este Almodóvar que, aún careciendo de su sello personal tratando de temas de cine dentro del cine y sin poseer su estilo visual característico, presenta un análisis exhaustivo sobre el mundo femenino desde un punto de vista de la religiosidad objetiva empleando una congregación de monjas para componer toda su cámara de personajes, autoproclamándose como las 'Redentoras Humilladas'. El director usa como protagonista a una joven cantante adicta a la heroína, apodada Yolanda Bel (Cristina Sánchez) que, tras ser sospechosa del asesinato de su novio, decide huir en dirección al convento para preservar su integridad judicial, donde conocerá a sus estrafalarias representantes con las cuales mantendrá diversas relaciones. La personalidad que tienen todos y cada uno de los componentes de la obra es magistral, así como la función asignada a cada una que, a priori no pueda resultar relevante, albergan muchísimo interés tanto para la trama como para un análisis conductual más complejo de lo que pareciera. El personaje más interesante no es otro que el de la Madre Superiora Julia (Julieta Serrano), en el cual se focalizan todos los temas principales que sirven para descomponer la película pieza a pieza; el principal, la lectura personal sobre los valores cristianos sin llegar a desprestigiarlos con charlatanería barata como acostumbran otros artistas cómicos, la discersión entre el bien y el mal desde un punto de vista sentimental y de necesidad, la comprensión hacia los grupos marginales de la sociedad, la hipocresía escondida bajo grandes institutrices eclesiásticas y, lo más importante, la perseverancia e importancia de la figura de la mujer frente a aquello que la rodea, sobresaltando el carácter humanista ante la superficialidad. Como he dicho, los otros personajes también forman parte de un espectáculo de maneras frente a apariencias, prevaleciendo la personalidad frente a los hábitos, como es el caso de mi personaje favorito: Sor Rata de Callejón (Chus Lampreave), monja poco convencional en la cual la crisis de fe es la más potente, actuando a su manera y según su forma de ser ofreciendo una reflexión muy interesante sobre el carácter inquisidor de la iglesia. Sor Estiércol, interpretada por una irreconocible Marisa Paredes, no se queda atrás brindando una actuación maravillosa sobre el tormento de la culpabilidad que, aún teniendo un personaje más plano que el resto, sirve como detonante para que la acción suceda. A nivel interpretativo es una brutalidad, en la cual debo mencionar a Julieta Serrano que me ha embaucado tanto por su personaje como por la forma que ha tenido de representarlo a través de una interpretación tan ácida como melancólica, transmitiendo al espectador todo aquello que su personaje no era capaz de decir con palabras. Obviamente, nos encontramos ante una Chus Lampreave en estado de gracia que atenúa la tensión de la trama y dándose íntegramente al recurso humorístico sin ser por ello menos trascendental. Sí que es cierto que no se puede reconocer a Almodóvar por el apartado visual, algo muy bien compensado por la conceptualización del espacio que fabrica con esmero empleando muy pocos escenarios para el desempeño de la acción, pero, aún así, se puede observar ciertos toques kitsch en algunos decorados que, aunque podrían ser de Almodóvar o cualquier otro director, encuentra el perfecto balance entre la sobriedad y la extravagancia sin que ambos carácteres choquen en el desarrollo ni en el espectador. Una vez más, la música juega un papel primordial como refractor de los sentimientos que manejan sus personajes, empleada con dulzura y mucho saber estar, con un gran trabajo del siempre bien recibido Bernardo Bonezzi. Se denota un José Salcedo menos experimentado al ser esta una obra prematura del director manchego, utilizando fundidos e imágenes por degradación química del negativo que, aparte de no encontrar el simbolismo que albergan, me resulta un recurso poco apropiado para el argumento y el tema en el que se centra. Con todo, este Almodóvar me ha gustado más de lo que esperaba tras, donde siempre realiza una disección elegante y educada sobre la figura femenina sin dejarse caer en los tópicos. La recomiendo muchísimo. 'El hombre no se salvará hasta que no comprenda que es el ser más despreciable de la creación.' (7.5).
24 de agosto de 2021 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras mucho tiempo sin ver una película, he decidido aventurarme con Un día de furia. Y es que dicen que el tiempo lo cambia todo, pero si algo nos demuestra Joel Schumacher con esta cinta es que esa afirmación es incierta. Ya sea a finales de la década de los ochenta, fecha en la que se ambienta, ya sea 1993, fecha en la que fue estrenada, o ya sea 2021, fecha en la que he disfrutado de ella, lo que no cambia es el sistema. Un sistema en el que o bien eres productivo, es decir, utilizado para generar más capital, o se te designa como ‘económicamente inviable’ mientras eres arrojado de una patada a las calles donde solo la beneficencia o la delincuencia pueden salvar tu miserable pellejo, seas un veterano de guerra o un veterinario. Esta radiografía de la sociedad emplea la deconstrucción del american way of life como excusa para trabajar un problema tan universal como es el capitalismo, responsable de las trabas ansiosas, emocionales y neuróticas afloradas en su protagonista, Bill ‘D-Fens’ Foster, desde el que vemos el declive de una sociedad emocionalmente limitada para afrontar una problemática que nos incumbe a todos. Y esto Joel Schumacher lo transcribe a la pantalla con pérfida garra para nuestro disfrute, y con un Michael Douglas irguiéndose en ese Salvaje Oeste de asfalto y cemento para tomarse la justicia por su mano en un mundo que, al igual que Robert ‘Butch’ Haynes (Kevin Costner) en Un mundo perfecto (Clint Eastwood, 1993) o los hermanos Howard en Comanchería (David McKenzie, 2016), ni entiende ni tiene sitio para él.

Da miedo la capacidad que tiene Schumacher para comunicarnos de forma tan económica, eficiente y rápida la psique del protagonista desde su primera aparición en escena, y lo fácil que encuentra la empatía en el espectador justificando su creciente psicosis con el agobiante contexto social en el que se ahoga, y a nosotros con él. Ese arranque lleno de planos cerrados, que se alternan entre contrapicados y primeros planos en un Douglas agobiado y sudoroso, colapsado por todo lo que le rodea, y que el frenético e impasible montaje de Paul Hirsch no se corta en mostrar para, efectivamente, sentarnos en el mismo coche de Bill y sentir lo mismo que él siente. La sensación de desamparo y trastorno que define al protagonista la desarrolla Schumacher a un ritmo pausado pero sólido agregando una segunda línea narrativa (al igual que en Un mundo perfecto) del clásico policía a punto de retirarse en un último caso (como siempre espléndido Robert Duvall), y desde el que nos adentraremos en la mente de un hombre que podría haber sido engendrado por el mismísimo Robert Aldrich ya que, para él, la violencia es la única respuesta posible para contestar a una violenta sociedad.

Sociedad llena de fisuras, no solo político-económicas, sino también morales. La crítica está servida para todos, y es la bulliciosa ciudad de Los Ángeles, perfectamente fotografiada por Andrzej Bartkowiak, el marco para mostrarlas. La violencia no solo se expande gráficamente a través de la neurosis del protagonista, sino que es detallada a lo largo del metraje en diversas formas; la histriónica soflama patriótica de Bill hacia el Sr. Lee (Michael Paul Chan), el personaje abiertamente nazi (Frederic Forrest) con el que Bill se topa o la alta tasa de paro son los síntomas de una sociedad en decadencia constante retroalimentada por el famoso sueño americano. Un sueño inducido por los altos mandos del sistema, visto hasta la saciedad en la reciente época Trump, y que Schumacher detalló en 1993 con miras, incluso, a la violencia machista.

Un día de furia es un poderoso neo wéstern contado a ritmo de thriller con el que Joel Schumacher denunciaba, en 1993, la penosa situación en la que seguimos viviendo, y con la que nos seguimos conformando.
9 de junio de 2021 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras Big Leaguer (1953), película que reafirmó como buena, pero no indicadora de lo que quería expresar en el medio cinematográfico, el símbolo del cine estadounidense de posguerra Robert Aldrich se reveló ante el mundo con Apache, excelente wéstern antibelicista, crítico y revisionista sobre las convenciones del género y de la propia sociedad americana. En una pionera hazaña por restaurar la dignidad y el honor del pueblo indio, Aldrich saborea el amargo sabor del crepúsculo del Viejo Oeste desde la rendición del legendario jefe apache Gerónimo en 1886 y el posterior sometimiento institucional hacia los nativos americanos, condenados a ver cómo su cultura y todo lo que fueron moría con el nacimiento de los Estados Unidos. Esta labor de restauración histórica imprime la leyenda de Massai (Burt Lancaster), guerrero apache renegado de las nuevas circunstancias que amenazaban la supervivencia de los suyos, que, con la cabeza bien alta y el corazón lleno de orgullo, decidió proclamar la guerra al mundo entero.

Antes de 1954 se habían rodado grandiosos e innumerables wésterns. El caballo de hierro (John Ford, 1924), Espíritu de conquista (Fritz Lang, 1941) o La diligencia (John Ford, 1939) son algunos de ellos. Y, si en algo se parecen, es en la deshumanización y simplificación extrema del nativo americano. Son asesinos, bestias, depredadores que atacan en manada hasta la llegada del 7º de caballería que los arrasa sin piedad en una gesta heroica. Pero también podían ser bufones, ridiculizados por la ignorancia hacia un nuevo mundo que se erguía, con furia y vigor, ante sus ojos. La esquematización casi sistemática de toda una cultura se fue incrustando, a la fuerza, en el ideario popular de una forma tan cruel como deshonesta con la historia. Pero finalizó la Segunda Guerra Mundial, llegó la década de 1950 y, con ella, un período de revisionismo en la escena cinematográfica norteamericana. El macartismo y el Comité de Actividades Antiestadounidenses se hicieron dueños de las recientes inhóspitas tierras pobladas por cineastas como Elia Kazan, Joseph L. Mankiewicz o Joseph Losey, calumniados, expulsados y perseguidos como si fueran los mismos indios que décadas atrás sufrieron las consecuencias del inicio de una nueva era. Entre estos nativos cinematográficos estarían Fred Zinnemann, replicando las nuevas circunstancias de los Estados Unidos en forma de wéstern revisionista con la obra maestra Solo ante el peligro (1952), o Robert Aldrich, con esta particular Apache.

Aldrich vio en la novela de Paul I. Wellman (Broncho Apache, 1952) la oportunidad perfecta, a pesar de ser pagado con el mínimo sindical, de plantar su simiente estilística y hacerla crecer bajo el sol abrasador del Salvaje Oeste. Simiente que, al igual que el maíz cheroqui, supo crecer en todas partes. Desde el wéstern hasta el bélico con ¡Ataque! (1956) o el noir con El beso mortal (1955), Aldrich labró un campo de cultivo próspero y único en las vírgenes tierras del cine norteamericano de posguerra, cosechando fama internacional cuando los críticos franceses, Françcois Truffaut entre ellos, se aventuraron en ellas. De espíritu crítico y revisionista, el nacido en Rhode Island, a la hora de la siembra, cambió el hoyo por las fisuras morales de la sociedad estadounidense desde las que florece Apache con independencia, orgullo y, sobretodo, violencia.

Tres atributos que conforman al héroe protagonista de esta homérica aventura marcada por la incansable búsqueda de la dignidad personal, marcado y rastreado por el poder institucional responsable de corromper a una sociedad entera, incluyéndose en ella a sus semejantes apaches. Una situación familiar para todos aquellos que, durante los años 50, fueron acusados de comunismo por el 7º de caballería del momento: el senador McCarthy. Massai fue el padre fundador de, como denominaba el escritor e historiador Román Gubern, ‘una galería de héroes frustrados y amargos… infelices, grises y desafortunados’ desde las que se erige el urgente alegato contra el poder que ha marcado la filmografía del cineasta, con una fuerza agresiva, rabiosa y revolucionaria incluso dentro de los estándares e imposiciones de Hollywood. La sociedad enfrentada al individuo, y la violencia subversiva como única vía de diálogo. Es, por encima de todo, la violencia lo que prevalece, tanto en el cine de Aldrich, como en la convulsa e intencionadamente malinterpretada historia americana, forjada a base de hierro y sangre. Por así decirlo, Apache es un reflejo de América y Aldrich, su espejo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
No es casualidad que, para ello, la película arranque con la rendición pacífica de ‘el que bosteza’, el jefe apache Gerónimo, punto desde el que muchos historiadores sitúan el nacimiento de los Estados Unidos. La puesta en escena es, intencionadamente, grandilocuente y majestuosa, definida acertadamente como ‘exagerada’ para el historiador cinematográfico Georges Sadoul en pos de la teatralidad emocional que marcó el estilo visual de Aldrich, altamente influenciado por Jean Renoir, cineasta para el que trabajó como ayudante de dirección, en el que muchos personajes deben interactuar, pretendiendo apelar a una postura reivindicativamente realista donde el humanismo se postula como el reflejo de la realidad física, en este caso histórica, libre de manipulación. Desde este primer encontronazo entre la tribu Bendoke y el Ejército Nordista, Aldrich nos expone de forma directa y sin regodeos los temas vertebrales de la película; el esfuerzo del hombre por prevalecer ante la opresión institucional, las fisuras éticas de la sociedad y la rebeldía del personaje protagonista, Massai, ‘Lagarto Gris’. De la misma forma, el dibujo del héroe, configurado casi como un mesías mártir anulado por la violencia dominante y abocado a la muerte desde el principio por su insurrección ante un universo en descomposición moral. La muerte es contemplada como la única salvación para Massai, al igual que lo fue para Jesucristo, figura bíblica con la que Aldrich se toma la libertad de comparar figurada y plásticamente durante la película.

La angustia y la rabia reprimida del personaje se proyectan en la excelente interpretación de Burt Lancaster, actor de imponente presencia física y profunda mirada oceánica capaz de santificar al guerrero sediento de sangre que es Massai. Pero esto sería imposible si Aldrich no hubiera dotado al personaje de una capa más reflexiva que permite ahondar en su firme psicología en relación al revisionismo que hace sobre la historia americana. El constante debate entre el triunfo social, la dignificación del pueblo indio, y el fracaso personal, la deformación del espíritu ‘guerrero’ apache, permiten entender desde perspectivas contemporáneas la lucha de Massai contra el mundo, empatizando con él y su causa, visible explícitamente en puntos críticos de la narración como la toma de contacto entre el propio Massai y el granjero cheroqui (Morris Ankrum) o su retorno a la reserva india, concebida por Aldrich como un campo de concentración.

Esa estampa, tristemente familiar durante el período de posguerra, es el síntoma de un mundo que desaparece ante ojos del héroe, más antihéroe, del relato, y la ambigüedad con la que este lo contempla desde la primera línea de la historia y de la condición humana. Porque el Salvaje Oeste no es Salvaje, ni es Oeste, si no hay indios. Con esto, Aldrich tira una flecha de existencialismo que alcanza a Massai, y por la que se legitiman sus acciones, tanto las bondadosas como las miserables, en un debate que alcanza cierta espiritualidad sobre la supervivencia del individuo con la integración en una sociedad que abomina y devora todo lo que ha sido y lo que es, cambiando radicalmente el qué será mientras asesina, figuradamente, al individuo a través de la deliberada destrucción de su cultura y su identidad.

Apache es una obra con una fuerza descomunal, inusualmente enérgica dentro del género e inusitadamente reveladora dentro de una industria norteamericana estadounidense incapaz de mantener su Peacemaker enfundada, disparando contra ella para deformar la visión de Aldrich, y, de nuevo, para deformar la misma historia americana, con un final que el mismo realizador catalogó como ‘deshonesto’ por lo ambiguo y antinatural de su uso, deliberadamente implantado por la United Artists para edulcorar la crueldad desde la que nacieron los Estados Unidos.
4 de enero de 2021 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El grandísimo y sentido homenaje que hace Álex de la Iglesia, director adicto a lo fantástico, al wéstern con 800 balas se compone como un emotivo toque a degüello para el género que sembró, junto al bélico que también tiene cabida, el germen de la cultura cinematográfica desde la épica de John Ford, el barbarismo de Sam Peckinpah o las leyendas de Sergio Leone que marcaron la evolución del cine americano. Todo reunido en una comedia dramática ambientada en el mismo corazón del spaghetti wéstern: Almería. Pero el bilbaíno, en su amor hacia el cine, va más allá recordando a los especialistas, esos olvidados del cine que arriesgan su vida para que nosotros podamos soñar despiertos con Clint Eastwood haciendo volar un puente o siendo el más rápido de Sad Hill, ya que un grupo de especialistas protagoniza esta carta de tinta diluida en nostalgia que hace un director con los ojos de un niño que quería ser El Bueno.

Sellado con su emblema cómico, de la Iglesia nos enseña la muerte del wéstern basándose en la cultura nacional y usando como motor un drama familiar, mera excusa para trasladar la acción a los áridos terrenos españoles que enamoraron a tantos directores por su amenazadora naturalidad. En Almería, el poblado de Texas Hollywood se erige como un sepulcro para sus personajes y para el género que homenajean, un desdeñado y devastado paisaje que ya nadie parece recordar. En él vive Julián (Sancho Gracia), un alcohólico y viejo especialista que se gana la vida haciendo pequeños espectáculos para los guiris acompañado de una camarilla de nostálgicos trabajadores. Pero la curiosidad y fascinación que despierta el wéstern en el pequeño Carlos (Luis Castro), su nieto, gracias a una foto de su padre caracterizado, sacude la cansada vida de Julián dando pie a las 800 razones que nos dan Álex de la Iglesia y Sancho Gracia para amar el wéstern.

La impecable reformulación de las composiciones de Ennio Morricone, Dimitri Tiomkin o Luis Bacalov que hace Roque Baños a la batuta dotan a la película de una bellísima inmersión en la fatigada ambientación que recrea de la Iglesia secuencia a secuencia, gracias a la cual consigue coordinar con mucha pericia el desarrollo de sus personajes en el plano ficticio, en el falso, en el del cartón-piedra de Texas Hollywood que cimienta la vida de Julián, con el drama familiar que subyace en él. Y no es otro que Sancho Gracia el que sabe llevar las riendas de esta diligencia tirada por dos moribundos corceles. Su apática constante expresión y la fingida carisma que es capaz de transmitir hacen de su personaje la encarnación misma del declive que quiere hacer llegar de la Iglesia, en una quejicosa opinión, sobre lo que fue y sobre lo que es, actualmente, el wéstern, transformando el famoso personaje de Pepe Isbert en Bienvenido, Míster Marshall (Luis García Berlanga, 1953) en una versión más cruel y patética.

Es una pena, pero todo está cedido para Sancho Gracia. La ingente cantidad de secundarios son objetivamente inmanejables dentro de ambas líneas, por lo que ilustrísimos actores como Eusebio Poncela, Carmen Maura o Terele Pávez son reducidos a simples elementos activos dentro del drama familiar, con las apariciones justas para arrojar nuevos nudos. Pero todos conviven en ese gran desenlace, tomado directamente de Asalto a la comisaría del distrito 13 (John Carpenter, 1976), en el que el plomo vuela ofreciéndonos un auténtico espectáculo que no cesa en sus referencias al wéstern clásico, y del que de la Iglesia sabe sacar el máximo partido con un despliegue de medios tremendo en pos de la épica de la batalla.

Fresca y original en el panorama español de principios de siglo, 800 balas es una apuesta segura para todos los amantes del género que honra, y que destila pasión por el cine en cada escena. Tanto por la extraordinaria interpretación de Sancho Gracia como por el hilarante guion de de la Iglesia y su fiel compañero Jorge Guerricaechevarría, el cual contiene un humor muy nacional que no descuida finas lecturas políticas, debería dársela una oportunidad si te gusta el director. O si te gusta el wéstern. O si te gusta el cine.
18 de septiembre de 2020 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me alegra que numerosos directores se aventuren en una combinación de géneros tan poco usual desde el éxito que supuso la ópera prima de S. Craig Zahler, pero me alegraría aún más que se esmeraran en la fusión de ambos géneros, haciendo que no se sientan distantes entre sí. The Pale Door es una película más próxima al estilo serie B de películas como la saga Abierto hasta el amanecer o La niebla (John Carpenter, 1980), pero con esa ambientación wéstern que rara vez se respira entre la pulcra escenografía de estudio, el vestuario recién fabricado y el protagonismo que adquiere, a partir del primer arco, el terror paranormal y la sensación pavorosa hacia lo desconocido que acompaña al hombre, a lo que se dedican todos los recursos. El argumento se basa en los hermanos Duncan y su grupo de forajidos (paralelismo con los hermanos Gecko) que, tras el robo a un tren, buscan cobijo en un extraño pueblo (paralelismo con La Teta Enroscada), pero su estancia será perturbada por una conjura de brujas (sustituto de los vampiros en la película de Rodríguez).

El director de Indiana ha compuesto su carrera a base del terror, donde esta es su última producción. La ausencia de estilo se junta con el filtro por el que pasa el director la película, pareciendo en muchas ocasiones una película de sobremesa que no sabe muy bien a dónde tirar, yendo entre la niebla a un resultado aleatorio. Pero Aaron B. Koontz es consciente de ello y se deja llevar por las circunstancias que amenazan su grupo de personajes, creando un descontrol divertido que alterna acción y gore en decorados reducidos que bien recuerdan a películas home invansion clásicas como Posesión infernal o Terroríficamente muertos (Sam Raimi, 1979 y 1987 respectivamente) o Historias de la cripta: Caballero del diablo (Ernest R. Dickerson, 1995), juntándolo con esa referencia directa a La niebla de Carpenter que es su último tramo y esa opresión característica del slasher. Koontz no se queda ahí ofrendando los estandartes de la serie B en el terror, sino que lo hace, también, con el wéstern. En su primera parte, el director hace un popurrí de escenas clásicas en los relatos del Oeste para presentar a sus personajes con cantinas, duelos y grandes llanuras, usando los planos característicos de las dos vertientes de wéstern que conquistaron el cine: el spaghetti wéstern y el wéstern crepuscular, utilizando los míticos primeros primerísimos planos de la mirada en un duelo como en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) o los grandes planos generales donde el eje horizontal es pisado por los caballos de las sombras de un grupo de vaqueros como en Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969).

El tema de la película guarda un fundamento familiar, exiguo, pero imprescindible para la construcción de los dos personajes principales: Jacob Duncan (Devin Druid) y su hermano, el líder de los Duncan, (Zachary Knighton). Koontz es consciente de la necesidad de alimentar la película de este drama fraternal, por lo que inaugura el argumento con una cita de Edgar Allan Poe que voy a ignorar para seguir con una analepsis donde se pone en escena esa relación entre los hermanos Duncan cuando, de jóvenes, vieron a sus padres morir en un incendio provocado por unos forajidos. El guion de Cameron Burns, Keith Lansdale y el mismo Koontz hace todo lo posible para que ese amor fraternal y complicidad entre los hermanos quede patente cada ciertos arcos de la historia, mostrando las personalidades antónimas de ambos a galope entre el nacimiento y desarrollo psicológico del joven Jacob y el desvanecimiento de Duncan a medida que descubrimos más trasfondo. Los móviles de los personajes son esenciales para el mensaje del ‘buen camino’ que el director pretende dar, de que el odio de Duncan es un lastre en comparación del amor que lleva su hermano pequeño, de la pureza espiritual que los diferencia, de los actos que definen a la persona. Aunque toda esta parafernalia se utilice de una forma tópica, cumple con su función por mediación del personaje de Lester (Stan Shaw) agregando ciertas ideas de sacrificio y redención.

El conjunto de personajes no importa. Los secundarios, hechos a partir de unos roles muy marcados visibles en wésterns comerciales como Los siete magníficos de Antoine Fuqua (2016) y que solo sirven para intensificar el terror gráfico y la violencia mediante muertes grotescas en el misterioso pueblo de Potemkin. Por esa parte, considero un error desperdiciar el talento general del elenco para personajes tan planos. Las máquinas de humo hacen un constante trabajo adornando la escenografía, repito, demasiado perfeccionada para parecer realista, para representar esa amenaza hacia lo desconocido de la que tanto hablaba Carpenter en sus películas. Pero la fijación de Koontz debería haber estado un poco más en Akira Kurosawa, el cual siempre decía que una prenda nueva quita autenticidad al personaje; que el actor debe establecer un lazo emocional con la ropa.

Tanto efectos especiales, como efectos visuales (a manos del director de Poseído Brandon Christensen) están muy bien logrados dentro de sus límites de serie B, aprovechados por el indiano para hacer una violencia creativa radicada en los delirios de sus personajes, en ese arrumaco hacia el surrealismo que nos hace dudar de si los sucesos en el pueblo de Pearl (Natasha Bassett) son reales. Está muy lejos si quiera de ser una película buena, pero es interesante que este tipo de producciones salgan adelante que, si Koontz y su equipo de guionistas no se hubieran dejado llevar hacia el arquetipo y esa refinada estética (entre otros muchos parámetros) habría salido mejor parada. (4.5).
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow
    Bienvenido al nuevo buscador de FA: permite buscar incluso con errores ortográficos
    hacer búsquedas múltiples (Ej: De Niro Pacino) y búsquedas coloquiales (Ej: Spiderman de Tom Holland)
    Se muestran resultados para
    Sin resultados para