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7
22 de septiembre de 2010
22 de septiembre de 2010
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recordaba “Transformers 2”, una desdichada película que tuve la desgracia de ver (y hacer la crítica en Filmaffinity) en la que unos energúmenos destrozaban las mismísimas pirámides de Egipto, y la comparaba con ésta de Luc Besson, en donde el tesoro patrimonial de ese país se trata con un enorme respeto pedagógico, no exento, sin embargo, de un magnífico sentido del humor.
Esa no es su única virtud: también es entretenida, estimula la imaginación del público infantil a partir de la realidad, no abusa de los efectos especiales, y cuando los utiliza es siempre para explicar una historia hermosa, coherente y humana.
Además: aunque solo fuera para ver la magnífica reconstrucción del París de principios del siglo XIX, esta película mereceria ser vista.
Esa no es su única virtud: también es entretenida, estimula la imaginación del público infantil a partir de la realidad, no abusa de los efectos especiales, y cuando los utiliza es siempre para explicar una historia hermosa, coherente y humana.
Además: aunque solo fuera para ver la magnífica reconstrucción del París de principios del siglo XIX, esta película mereceria ser vista.

7,7
39.971
7
21 de diciembre de 2008
21 de diciembre de 2008
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda es una de las mejores de su género. Mantiene la atención de principio a fin, a pesar de su largo metraje. El guión, la dirección y el trabajo de los actores –un reparto auténticamente de lujo-, son sus principales activos. Me llama especialmente la atención la presencia de John Cassavetes, que mantenía ya una considerable distancia entre el cine que él hacia como director.
Robert Aldrich era ya un director curtido en el oficio y reconocido como profesional con algunos éxitos a sus espaldas, como “Veracruz” (1954), o “¿Qué fue de Baby Jane?” (1962). Aquí mantiene un estilo personal a pesar de que las pretensiones de la Metro eran claramente comerciales.
Puestos a poner peros, no me parece demasiado convincente el asalto final a la fortaleza del enemigo. Todo es demasiado fácil desde el principio, pero eso no tiene mucha importancia en un proyecto pensado para entretener y resuelto, por otra parte, con enorme pulcritud.
Robert Aldrich era ya un director curtido en el oficio y reconocido como profesional con algunos éxitos a sus espaldas, como “Veracruz” (1954), o “¿Qué fue de Baby Jane?” (1962). Aquí mantiene un estilo personal a pesar de que las pretensiones de la Metro eran claramente comerciales.
Puestos a poner peros, no me parece demasiado convincente el asalto final a la fortaleza del enemigo. Todo es demasiado fácil desde el principio, pero eso no tiene mucha importancia en un proyecto pensado para entretener y resuelto, por otra parte, con enorme pulcritud.
8 de agosto de 2010
8 de agosto de 2010
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Termina uno de ver esta película con una sensación contradictoria: por una parte hay aspectos excelentes, como por ejemplo la presentación ante nuestros ojos de una Roma que, además de un contenedor de arte y de belleza, lo es también de podredumbre y de corrupción moral. Por otra, hay insuficiencias manifiestas. El resultado final es, sin embargo, positivo.
Algo no funciona. O funciona a veces y otras no, no sabría definirlo con exactitud. Me refiero tal vez a una cierta laxitud en el guión, que procede de la novela del dramaturgo norteamericano Tenesse Williams y que no termina de cuajar, de progresar, de atraparnos. Tal vez por impericia del director panameño José Quintero, reputadísimo e interesantísimo como director teatral pero inexperto absolutamente en estas lides cinematográficas, hay demasiados momentos en que pasan cosas que no nos interesan demasiado que pasen, que no ayudan a vertebrar adecuadamente la trama principal. Hay lagunas, bajones de intensidad.
Y, sin embargo, son creíbles las peripecias de los personajes porque los actores los construyen muy bien. En esto se lleva la palma Vivien Leigh en su papel de ex actriz mayor, que tiene dificultades consigo misma para aceptar precisamente el paso de los años.
Y aquí viene lo mejor: el misterioso vaso comunicante entre lo que se cuenta y quiénes lo cuentan, que confiere a la película, en mi opinión, el brillo de lo verdadero, de lo auténtico. Warren Beatty parece verdaderamente un gigoló, componiendo una especie de mequetrefe sexy muy convincente. La actriz pone en boca de su personaje una falsa enfermedad, que en realidad era una enfermedad verdadera –la tuberculosis- que seis años después le costaría la vida.
Ese tufillo a verdad atraviesa por las arterias de la película. Williams sabe de los que habla cuando pinta a jóvenes prostitutos, cuando describe minuciosamente los cimientos hipócritas de la moral dominante y que a él le estuvieron torturando toda su vida. Por esa razón la película constituyó un pequeño escándalo y pasó desapercibida para premios y galardones. Solo la gran Lotte Lenya, que está magnífica en su papel de condesa alcahueta, fue nominada en 1961 a un Oscar como mejor actriz de reparto, algo que no consiguió. Y por esa misma razón, hoy la seguimos viendo con especial interés, aunque tampoco figurará nunca entre nuestras favoritas.
Algo no funciona. O funciona a veces y otras no, no sabría definirlo con exactitud. Me refiero tal vez a una cierta laxitud en el guión, que procede de la novela del dramaturgo norteamericano Tenesse Williams y que no termina de cuajar, de progresar, de atraparnos. Tal vez por impericia del director panameño José Quintero, reputadísimo e interesantísimo como director teatral pero inexperto absolutamente en estas lides cinematográficas, hay demasiados momentos en que pasan cosas que no nos interesan demasiado que pasen, que no ayudan a vertebrar adecuadamente la trama principal. Hay lagunas, bajones de intensidad.
Y, sin embargo, son creíbles las peripecias de los personajes porque los actores los construyen muy bien. En esto se lleva la palma Vivien Leigh en su papel de ex actriz mayor, que tiene dificultades consigo misma para aceptar precisamente el paso de los años.
Y aquí viene lo mejor: el misterioso vaso comunicante entre lo que se cuenta y quiénes lo cuentan, que confiere a la película, en mi opinión, el brillo de lo verdadero, de lo auténtico. Warren Beatty parece verdaderamente un gigoló, componiendo una especie de mequetrefe sexy muy convincente. La actriz pone en boca de su personaje una falsa enfermedad, que en realidad era una enfermedad verdadera –la tuberculosis- que seis años después le costaría la vida.
Ese tufillo a verdad atraviesa por las arterias de la película. Williams sabe de los que habla cuando pinta a jóvenes prostitutos, cuando describe minuciosamente los cimientos hipócritas de la moral dominante y que a él le estuvieron torturando toda su vida. Por esa razón la película constituyó un pequeño escándalo y pasó desapercibida para premios y galardones. Solo la gran Lotte Lenya, que está magnífica en su papel de condesa alcahueta, fue nominada en 1961 a un Oscar como mejor actriz de reparto, algo que no consiguió. Y por esa misma razón, hoy la seguimos viendo con especial interés, aunque tampoco figurará nunca entre nuestras favoritas.

8,1
46.579
8
15 de marzo de 2010
15 de marzo de 2010
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un ejemplo perfecto de cómo se lleva al cine, no solo con gran corrección y con respeto a la novela de la que procede su guión, sino también con brillantez propia de obra cinematográfica bien terminada. Mario Camus consigue traducir ese discurrir monótono de los días en un cortijo extremeño, en donde parece que nada pasa. Pero pasa: pasa el vergonzoso espectáculo de la esclavitud, de la cosificación de los seres humanos, de la barbarie implícita en esa tradición latifundista y medieval que la República no pudo detener.
Veo la película una vez más, en esta ocasión conmocionado por la muerte hace tres días de Miguel Delibes. La novela fue publicada en 1981 y la película fue rodada tres años después. En esa narrativa hermosa de Delibes, hecha de intensas pinceladas y de personajes, hay una exigencia implícita que el director acepta: encontrar a buenos actores y dirigirlos bien. Son tan rotundos esos personajes que a medio camino se instalarían entre la ridiculez y la parodia. Pero Paco Rabal y Alfredo Landa están inconmensurables. Por eso obtuvieron el Premio de Interpretación del Festival de Cannes. Pero también lo están Juan Diego, Terele Pávez y Agustín González, componiendo un mosaico interpretativo de primer nivel.
Curiosa circunstancia: Landa, el denostado con razón por la cantidad de películas infumables, por esas españoladas del destape de los primeros años, recogiendo el testigo de Paco Martínez Soria y otros similares, en esta película y tres años después en “El bosque animado”, de José Luis Cuerda, y algunas otras, se reivindica inapelablemente ante nuestros ojos y ya para siempre. Como decía Giorgio Strehler del teatro, el artista es ese señor que se equivoca muchas veces y acierta bastantes menos.
Camus: otra carrera sorprendente. Incluye títulos como éste, “La colmena” (1982), o “La casa de Bernarda Alba” (1987), junto con otros perfectamente prescindibles que sirvieron para publicitar las imágenes de Raphael o Sarita Montiel. Un director con un inmenso oficio, sin demasiados premios ni distinciones. Cabe pensar que en otras circunstancias y de otra manera hubiera sido reconocido como uno de los grandes de Europa. “Los santos inocentes” no son el fruto de la casualidad, sino de una maestría que se me antoja injusta y lamentablemente poco desarrollada.
Veo la película una vez más, en esta ocasión conmocionado por la muerte hace tres días de Miguel Delibes. La novela fue publicada en 1981 y la película fue rodada tres años después. En esa narrativa hermosa de Delibes, hecha de intensas pinceladas y de personajes, hay una exigencia implícita que el director acepta: encontrar a buenos actores y dirigirlos bien. Son tan rotundos esos personajes que a medio camino se instalarían entre la ridiculez y la parodia. Pero Paco Rabal y Alfredo Landa están inconmensurables. Por eso obtuvieron el Premio de Interpretación del Festival de Cannes. Pero también lo están Juan Diego, Terele Pávez y Agustín González, componiendo un mosaico interpretativo de primer nivel.
Curiosa circunstancia: Landa, el denostado con razón por la cantidad de películas infumables, por esas españoladas del destape de los primeros años, recogiendo el testigo de Paco Martínez Soria y otros similares, en esta película y tres años después en “El bosque animado”, de José Luis Cuerda, y algunas otras, se reivindica inapelablemente ante nuestros ojos y ya para siempre. Como decía Giorgio Strehler del teatro, el artista es ese señor que se equivoca muchas veces y acierta bastantes menos.
Camus: otra carrera sorprendente. Incluye títulos como éste, “La colmena” (1982), o “La casa de Bernarda Alba” (1987), junto con otros perfectamente prescindibles que sirvieron para publicitar las imágenes de Raphael o Sarita Montiel. Un director con un inmenso oficio, sin demasiados premios ni distinciones. Cabe pensar que en otras circunstancias y de otra manera hubiera sido reconocido como uno de los grandes de Europa. “Los santos inocentes” no son el fruto de la casualidad, sino de una maestría que se me antoja injusta y lamentablemente poco desarrollada.

8,6
177.437
9
25 de diciembre de 2009
25 de diciembre de 2009
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda la película de Spielberg estaría en todas las listas de mejores películas no sólo de la década de los noventa, sino de la historia del cine.
Es abrumadora. En extensión, en profundidad, en belleza, en provocadora de desbordados sentimientos. El momento en que Oskar Schindler se despide de los judíos a los que ha salvado la vida, en donde estos le regalan un anillo, es de una extrema capacidad de provocar nuestra respuesta emocional. He visto a llorar a muchas personas, inteligentes y cultas, en ese momento.
Pero eso no es todo. Su forma, a caballo entre el documental y la narración, es inapelable en cuanto a la denuncia que lleva implícita sobre el holocausto, la gran tragedia de la humanidad, tan horrenda y tan cercana. Tal vez los detractores de la película tienen razón cuando la acusan de simplificar la figura del protagonista, quienes consideran un oportunista que no tuvo la heroica dimensión que Spielberg le atribuye. ¡Qué más da! Pónganle esta película a cualquier joven de quince años y se vacunará para siempre contra cualquier tentación fascista…
Cuando una película aparece ante nuestros ojos revestida de grandeza es porque todos los elementos funcionaron tan bien que la excelencia termina no sorprendiéndonos. Eso ocurre en “Lo que el viento se llevó”, “Ben Hur”, y tantas otras. Como aquí: el guión, la fotografía y, naturalmente, los actores, que están sencillamente espléndidos, aunque ninguno, a juicio de la Academia, mereció un Oscar.
Dicen que se pasó diez años pensando en cómo la haría, y dicen también que el rodaje casi le cuesta su felicidad conyugal. Al final no fue así, y la señora Spielberg puede sentirse dichosa del talento inconmensurable de su marido, ya sea para contarnos historias de marcianitos que se vuelven humanos o de seres humanos que se olvidan de su condición.
Es abrumadora. En extensión, en profundidad, en belleza, en provocadora de desbordados sentimientos. El momento en que Oskar Schindler se despide de los judíos a los que ha salvado la vida, en donde estos le regalan un anillo, es de una extrema capacidad de provocar nuestra respuesta emocional. He visto a llorar a muchas personas, inteligentes y cultas, en ese momento.
Pero eso no es todo. Su forma, a caballo entre el documental y la narración, es inapelable en cuanto a la denuncia que lleva implícita sobre el holocausto, la gran tragedia de la humanidad, tan horrenda y tan cercana. Tal vez los detractores de la película tienen razón cuando la acusan de simplificar la figura del protagonista, quienes consideran un oportunista que no tuvo la heroica dimensión que Spielberg le atribuye. ¡Qué más da! Pónganle esta película a cualquier joven de quince años y se vacunará para siempre contra cualquier tentación fascista…
Cuando una película aparece ante nuestros ojos revestida de grandeza es porque todos los elementos funcionaron tan bien que la excelencia termina no sorprendiéndonos. Eso ocurre en “Lo que el viento se llevó”, “Ben Hur”, y tantas otras. Como aquí: el guión, la fotografía y, naturalmente, los actores, que están sencillamente espléndidos, aunque ninguno, a juicio de la Academia, mereció un Oscar.
Dicen que se pasó diez años pensando en cómo la haría, y dicen también que el rodaje casi le cuesta su felicidad conyugal. Al final no fue así, y la señora Spielberg puede sentirse dichosa del talento inconmensurable de su marido, ya sea para contarnos historias de marcianitos que se vuelven humanos o de seres humanos que se olvidan de su condición.
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