You must be a loged user to know your affinity with Carorpar
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

7,3
45.663
6
15 de mayo de 2016
15 de mayo de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si algo destaca en “Nightcrawler” a primera vista, es su marcado carácter referencial. Estéticamente bebe de esa especie de hipnosis de la conducción nocturna en que abundaban “Drive” (ídem, 2011) —no en vano también producida por Bold Films— y “Locke” (ídem, 2013). Asimismo encontramos bastante de la ética —o antiética— de la picaresca, moderna y brutal, que asomaba tras la pirotecnia biliosa y estupefaciente de “The Wolf of Wall Street” (El lobo de Wall Street, 2013).
El resultado— con todos los manierismos que se quieran y dejando de lado los ribetes de “neo-noir” que, no sin voluntarismo categorizador, le endosan algunos críticos a sueldo— es una crítica feroz a ciertos usos malsanos arraigados de un tiempo a esta parte en unos medios que cada vez lo son menos de comunicación y más— infinitamente más— de “estupidización”, si me perdonan el palabro.
Dan Gilroy pone el foco sobre la pornografía informativa en que el periodismo de masas ha degenerado. Un periodismo donde los reporteros son sustituidos por “freelancers” sin asomo de escrúpulos y que ha acabado por desarrollar una deontología paralela, según la cual, y como tan cínicamente afirma una Rene Russo convertida aquí en la fantasía “cougar” de más de un pervertido, lo que importa es “la historia”, no la verdad. Por si no lo sospechaban ya, hace mucho que los medios dejaron de informar a la opinión pública —si es que en algún momento lo hicieron— para, en su lugar, moldearla a imagen y semejanza de los turbios intereses subyacentes.
Hábil para eludir el riesgo de caricatura en que un personaje tan pasado de rosca no podía por menos de incurrir, Jake Gyllenhaal entrega un trabajo notable. Me cuesta compartir el entusiasmo de tantos plumillas al respecto, toda vez que se trata de un actor capaz de interpretaciones mucho más matizadas. Claro que, insisto, la desmesura va implícita en un rol en absoluto fácil y que Gyllenhaal despacha con indiscutible solvencia.
El resultado— con todos los manierismos que se quieran y dejando de lado los ribetes de “neo-noir” que, no sin voluntarismo categorizador, le endosan algunos críticos a sueldo— es una crítica feroz a ciertos usos malsanos arraigados de un tiempo a esta parte en unos medios que cada vez lo son menos de comunicación y más— infinitamente más— de “estupidización”, si me perdonan el palabro.
Dan Gilroy pone el foco sobre la pornografía informativa en que el periodismo de masas ha degenerado. Un periodismo donde los reporteros son sustituidos por “freelancers” sin asomo de escrúpulos y que ha acabado por desarrollar una deontología paralela, según la cual, y como tan cínicamente afirma una Rene Russo convertida aquí en la fantasía “cougar” de más de un pervertido, lo que importa es “la historia”, no la verdad. Por si no lo sospechaban ya, hace mucho que los medios dejaron de informar a la opinión pública —si es que en algún momento lo hicieron— para, en su lugar, moldearla a imagen y semejanza de los turbios intereses subyacentes.
Hábil para eludir el riesgo de caricatura en que un personaje tan pasado de rosca no podía por menos de incurrir, Jake Gyllenhaal entrega un trabajo notable. Me cuesta compartir el entusiasmo de tantos plumillas al respecto, toda vez que se trata de un actor capaz de interpretaciones mucho más matizadas. Claro que, insisto, la desmesura va implícita en un rol en absoluto fácil y que Gyllenhaal despacha con indiscutible solvencia.
7
11 de diciembre de 2015
11 de diciembre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estupenda serie de TV coproducida por Irlanda, Canadá y Estados Unidos para Showtime y creada por Michael Hirst, también responsable de la salvaje “Vikings” (Vikingos, 2013).
Pese a su título, “The Tudors” se centra en la figura, tan controvertida como sugestiva, del rey Enrique VIII, cuyas ventoleras sacaron a Inglaterra del trastero de Europa y contribuyeron a sentar las bases del mundo moderno.
Cabría señalar que sus guapísimos protagonistas se parecen lo que un huevo a una castaña a la abigarrada galería de adefesios que retratara el maestro Holbein. Incluso Ana de Cleves, cuya fealdad ha pasado a los anales de la historia, se encarna aquí en las encantadoras facciones de Joss Stone —muy recomendables, por cierto, sus versiones en directo de Janis Joplin. Yo todavía estoy recuperando el aliento.
No obstante lo dicho y algún que otro patinazo, digamos, “cronológico” —esa Plaza de San Pedro según los planos de Bernini, posteriores apenas un siglito de nada—, “The Tudors” recrea con suma fidelidad la atmósfera del Renacimiento y la Reforma Protestante, época paradójica que albergara brutalidades dantescas —y brutalizaciones surtidas, cuyos detalles no se nos ahorran— en inaudita convivencia, a veces connivencia, con los refinamientos intelectuales y artísticos más exquisitos.
La primera temporada discurre con cierta morosidad, empantanada en el farragoso contencioso de nulidad matrimonial entre Enrique y la tozuda Catalina de Aragón. Hay una profusión tal de artículos de derecho canónico que para seguir bastantes capítulos se requiere ser poco menos que uno de los Padres de la Iglesia. Sin embargo, a partir de la segunda, y sobre todo de su catártico final, la serie cobra un ritmo que parece correr —galopar— paralelo al de los sucesivos casamientos del colérico e inconstante monarca. Esto es, frenético. O casi. Hasta la culminación magistral que constituye la cuarta y última temporada, lóbrega como las tinieblas en que se abisma la mente de ese rey avejentado, exhausto de matar (presuntos) conspiradores —entre los que, no es “spoiler” sino “vox populi”, se cuentan dos de sus seis esposas— y muy posiblemente sifilítico.
Mención especial, para terminar, a un Jonathan Rhys Meyers soberbio, tan cómodo en sus calzas y jarretera que cuesta imaginarlo en un rol diferente. Aunque basta recordarlo en “Match Point” (ídem, 2005), a mi juicio la última obra maestra (hasta la fecha) de Woody Allen, para confirmar que estamos ante un actor especialmente dotado para papeles de tan turbio jaez.
Pese a su título, “The Tudors” se centra en la figura, tan controvertida como sugestiva, del rey Enrique VIII, cuyas ventoleras sacaron a Inglaterra del trastero de Europa y contribuyeron a sentar las bases del mundo moderno.
Cabría señalar que sus guapísimos protagonistas se parecen lo que un huevo a una castaña a la abigarrada galería de adefesios que retratara el maestro Holbein. Incluso Ana de Cleves, cuya fealdad ha pasado a los anales de la historia, se encarna aquí en las encantadoras facciones de Joss Stone —muy recomendables, por cierto, sus versiones en directo de Janis Joplin. Yo todavía estoy recuperando el aliento.
No obstante lo dicho y algún que otro patinazo, digamos, “cronológico” —esa Plaza de San Pedro según los planos de Bernini, posteriores apenas un siglito de nada—, “The Tudors” recrea con suma fidelidad la atmósfera del Renacimiento y la Reforma Protestante, época paradójica que albergara brutalidades dantescas —y brutalizaciones surtidas, cuyos detalles no se nos ahorran— en inaudita convivencia, a veces connivencia, con los refinamientos intelectuales y artísticos más exquisitos.
La primera temporada discurre con cierta morosidad, empantanada en el farragoso contencioso de nulidad matrimonial entre Enrique y la tozuda Catalina de Aragón. Hay una profusión tal de artículos de derecho canónico que para seguir bastantes capítulos se requiere ser poco menos que uno de los Padres de la Iglesia. Sin embargo, a partir de la segunda, y sobre todo de su catártico final, la serie cobra un ritmo que parece correr —galopar— paralelo al de los sucesivos casamientos del colérico e inconstante monarca. Esto es, frenético. O casi. Hasta la culminación magistral que constituye la cuarta y última temporada, lóbrega como las tinieblas en que se abisma la mente de ese rey avejentado, exhausto de matar (presuntos) conspiradores —entre los que, no es “spoiler” sino “vox populi”, se cuentan dos de sus seis esposas— y muy posiblemente sifilítico.
Mención especial, para terminar, a un Jonathan Rhys Meyers soberbio, tan cómodo en sus calzas y jarretera que cuesta imaginarlo en un rol diferente. Aunque basta recordarlo en “Match Point” (ídem, 2005), a mi juicio la última obra maestra (hasta la fecha) de Woody Allen, para confirmar que estamos ante un actor especialmente dotado para papeles de tan turbio jaez.

6,3
27.331
6
4 de octubre de 2015
4 de octubre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pese a las lagunas originadas en la toma de ciertos atajos argumentales — demasiado golosos como para no caer en la tentación de seguirlos, todo sea dicho—, “It Follows” supone una muy gratificante sorpresa y restituye algo de dignidad a un género bastante adocenado.
Cabe, ante todo, subrayar que “It Follows” sí da miedo. Apunte no menor, toda vez que de un tiempo a esta parte el cine de terror induce un amplio abanico de reacciones entre las que no acostumbra a contarse aquélla. Y lo consigue sin necesidad de recurrir al susto fácil por la sobada vía de los efectos sonoros y las apariciones súbitas, marianas o no. Muy al contrario, David Robert Mitchell, quien además de dirigir firma el guion, cocina el horror a fuego lento y sin más sobresaltos que los estrictamente necesarios. Igual que ese enigmático y multiforme ente sobrenatural en su persecución de la sufriente protagonista: sin prisa pero sin pausa.
Además, “It Follows” hace gala de un buen gusto desusado no ya en películas de su especie, sino en buena parte del cine comercial todo. Éste se pone especialmente de manifiesto en la excelente fotografía a cargo de Michael Gioulakis. Al enorme potencial sugestivo de sus imágenes suma algunos —muchos— planos de una belleza sobrecogedora. Habrá que seguirle la pista de cerca.
Otro que va dar que hablar es el músico de apocalíptico apodo Disasterpeace. Su inquietante score, plagado de sintetizadores que emanan un embriagador aroma años ochenta, me ha impactado con una fiereza sólo comparable a la impresión que me causara la excelente banda sonora de “Drive” (Idem, 2011).
En fin, película pequeña sólo de presupuesto, cuya indudable vocación indie no hace sino redondear sus de por sí extraordinarios méritos. Francamente recomendable para quien desee pasar un mal rato sin sentir su inteligencia insultada.
Cabe, ante todo, subrayar que “It Follows” sí da miedo. Apunte no menor, toda vez que de un tiempo a esta parte el cine de terror induce un amplio abanico de reacciones entre las que no acostumbra a contarse aquélla. Y lo consigue sin necesidad de recurrir al susto fácil por la sobada vía de los efectos sonoros y las apariciones súbitas, marianas o no. Muy al contrario, David Robert Mitchell, quien además de dirigir firma el guion, cocina el horror a fuego lento y sin más sobresaltos que los estrictamente necesarios. Igual que ese enigmático y multiforme ente sobrenatural en su persecución de la sufriente protagonista: sin prisa pero sin pausa.
Además, “It Follows” hace gala de un buen gusto desusado no ya en películas de su especie, sino en buena parte del cine comercial todo. Éste se pone especialmente de manifiesto en la excelente fotografía a cargo de Michael Gioulakis. Al enorme potencial sugestivo de sus imágenes suma algunos —muchos— planos de una belleza sobrecogedora. Habrá que seguirle la pista de cerca.
Otro que va dar que hablar es el músico de apocalíptico apodo Disasterpeace. Su inquietante score, plagado de sintetizadores que emanan un embriagador aroma años ochenta, me ha impactado con una fiereza sólo comparable a la impresión que me causara la excelente banda sonora de “Drive” (Idem, 2011).
En fin, película pequeña sólo de presupuesto, cuya indudable vocación indie no hace sino redondear sus de por sí extraordinarios méritos. Francamente recomendable para quien desee pasar un mal rato sin sentir su inteligencia insultada.

6,3
18.886
7
8 de julio de 2015
8 de julio de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Admirable ejemplo de minimalismo sin artificios y de cine con mayúsculas.
Haciendo del despojamiento y de la (in) acción en tiempo real sus indudables caballos de batalla, “Locke” va mucho más allá del mero alegato estético para plantear una peculiarísima reflexión moral —muy apropiada, por cierto, en tiempos de sofocante (auto) censura como los que corren—. Ésta vendría a decir que no somos perfectos, que cometemos errores, que lo asumamos de una (“fucking”) vez. De lo que se trata es de intentar hacer lo correcto, en la medida de nuestras falibles posibilidades. Será nuestra conciencia la que, en último término, nos juzgue. De una (honda) simpleza tal —como la película toda—, que desarmará hasta al más mojigato.
Tom Hardy es un actor que acostumbra a causarme una decepción tras otra con sus desoladoras carencias interpretativas —hasta la fecha había visto acelgas más matizadas—. No obstante, su Ivan Locke —curiosa rusificación del nombre de pila del archiconocido filósofo— resulta una creación magistral. Como si hubiera estado guardándose todas las aristas y la contención para este personaje en concreto, en cuyos hombros crispados descansa el peso de la película, sólido pilar sobre el que edificar una carrera respetable.
Además del propio, y sublime —no me cansaré de reiterarlo, porque rectificar es de sabios—, Hardy, todo en “Locke” coadyuva a convertir algo tan rancio como el melodrama que en el fondo es en un refrescante ejercicio de estilo —“tour de force”, que reza el tópico y algún que otro perezoso crítico a sueldo—. El agudo sentido del ritmo de su director, Steven Knight, plasmado en un montaje de hermoso dinamismo, logra un suspense inaudito, sobre todo teniendo en cuenta las muy poco inquietantes premisas. La fotografía, a cargo de Haris Zambarloukos —espero no dejarme ninguna letra, aunque reconozco que he copiado y pegado—, de una belleza hipnótica, compite —sin por ello dejar de componer un maridaje glorioso— con la banda sonora que firma Dickon Hinchliffe por ver cuál de las dos causa mayor sugestión en el fascinado espectador.
Haciendo del despojamiento y de la (in) acción en tiempo real sus indudables caballos de batalla, “Locke” va mucho más allá del mero alegato estético para plantear una peculiarísima reflexión moral —muy apropiada, por cierto, en tiempos de sofocante (auto) censura como los que corren—. Ésta vendría a decir que no somos perfectos, que cometemos errores, que lo asumamos de una (“fucking”) vez. De lo que se trata es de intentar hacer lo correcto, en la medida de nuestras falibles posibilidades. Será nuestra conciencia la que, en último término, nos juzgue. De una (honda) simpleza tal —como la película toda—, que desarmará hasta al más mojigato.
Tom Hardy es un actor que acostumbra a causarme una decepción tras otra con sus desoladoras carencias interpretativas —hasta la fecha había visto acelgas más matizadas—. No obstante, su Ivan Locke —curiosa rusificación del nombre de pila del archiconocido filósofo— resulta una creación magistral. Como si hubiera estado guardándose todas las aristas y la contención para este personaje en concreto, en cuyos hombros crispados descansa el peso de la película, sólido pilar sobre el que edificar una carrera respetable.
Además del propio, y sublime —no me cansaré de reiterarlo, porque rectificar es de sabios—, Hardy, todo en “Locke” coadyuva a convertir algo tan rancio como el melodrama que en el fondo es en un refrescante ejercicio de estilo —“tour de force”, que reza el tópico y algún que otro perezoso crítico a sueldo—. El agudo sentido del ritmo de su director, Steven Knight, plasmado en un montaje de hermoso dinamismo, logra un suspense inaudito, sobre todo teniendo en cuenta las muy poco inquietantes premisas. La fotografía, a cargo de Haris Zambarloukos —espero no dejarme ninguna letra, aunque reconozco que he copiado y pegado—, de una belleza hipnótica, compite —sin por ello dejar de componer un maridaje glorioso— con la banda sonora que firma Dickon Hinchliffe por ver cuál de las dos causa mayor sugestión en el fascinado espectador.

4,9
8.202
4
31 de marzo de 2015
31 de marzo de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Su impecable factura técnica ―más si cabe en una cinematografía como la nuestra, poco dada al dispendio de medios― y paneuropeo reparto de campanillas apenas si alcanzan, no obstante, para dar algo de lustre a una película bastante decepcionante.
Y es que el lujoso diseño de producción carece de un entramado argumental medianamente aceptable, consecuencia de lo cual son una desesperante indefinición y el ramillete de tópicos, siquiera delineados y escasamente amalgamados, a que queda reducida esta “Intruders”.
De poca ayuda resulta el evidente divorcio entre las dos tramas que (des) componen la historia, asincronía que llega a un punto de no retorno en el vano intento por hacerlas confluir en un desenlace no sé si más absurdo que sonrojante o a la inversa, ridículo en todo caso. El buen juicio ―y una cuota mayor de humildad― hubieran dictado optar por una sola de dichas líneas narrativas, desarrollarla en la medida de sus posibilidades y dar a luz una cinta tal vez más modesta, pero sin duda mucho mejor.
En fin, sonoro ―por no decir estrepitoso― patinazo de Juan Carlos Fresnadillo, director habitualmente estimulante del que cabría esperar más ―”Intacto” (Intacto, 2001), “28 Weeks Later” (28 semanas después, 2007).
En cuanto a Clive Owen, mi padre, que sabe mucho de esto, suele decir de él que no elige bien sus proyectos. Salvo honrosas excepciones, como la excelente serie ”The Knick” (The Knick, 2014)―, al viejo no le falta razón. Carice Van Houten, por su parte, nos deleita con el desnudo acostumbrado antes de precipitarse en los suspicaces brazos de los servicios sociales. Sólo Pilar López de Ayala, con ese sarmentoso fenotipo suyo de mística castellana del siglo XVI, aporta algo de prestancia a la prescindible función.
Para terminar, y por si no lo sospechaban ya, “Intruders” no da miedo. En absoluto.
Y es que el lujoso diseño de producción carece de un entramado argumental medianamente aceptable, consecuencia de lo cual son una desesperante indefinición y el ramillete de tópicos, siquiera delineados y escasamente amalgamados, a que queda reducida esta “Intruders”.
De poca ayuda resulta el evidente divorcio entre las dos tramas que (des) componen la historia, asincronía que llega a un punto de no retorno en el vano intento por hacerlas confluir en un desenlace no sé si más absurdo que sonrojante o a la inversa, ridículo en todo caso. El buen juicio ―y una cuota mayor de humildad― hubieran dictado optar por una sola de dichas líneas narrativas, desarrollarla en la medida de sus posibilidades y dar a luz una cinta tal vez más modesta, pero sin duda mucho mejor.
En fin, sonoro ―por no decir estrepitoso― patinazo de Juan Carlos Fresnadillo, director habitualmente estimulante del que cabría esperar más ―”Intacto” (Intacto, 2001), “28 Weeks Later” (28 semanas después, 2007).
En cuanto a Clive Owen, mi padre, que sabe mucho de esto, suele decir de él que no elige bien sus proyectos. Salvo honrosas excepciones, como la excelente serie ”The Knick” (The Knick, 2014)―, al viejo no le falta razón. Carice Van Houten, por su parte, nos deleita con el desnudo acostumbrado antes de precipitarse en los suspicaces brazos de los servicios sociales. Sólo Pilar López de Ayala, con ese sarmentoso fenotipo suyo de mística castellana del siglo XVI, aporta algo de prestancia a la prescindible función.
Para terminar, y por si no lo sospechaban ya, “Intruders” no da miedo. En absoluto.
Más sobre Carorpar
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here