Haz click aquí para copiar la URL
España España · Cáceres
You must be a loged user to know your affinity with Tiggy
Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
13 de septiembre de 2020 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las películas que ha obsesionado a Clint Eastwood y a la que dedicó su propio dúo de adaptaciones (Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, 2006), también referenciada en su última película Richard Jewell (2019) y protagonizada, como no podía ser de otra forma, por el eterno John Wayne. Basándose en la Operación Detachment, Allan Dwan pone las bases del bélico que más tarde seguirían de nuevo Clint Eastwood con El sargento de hierro (1986) o Stanley Kubrick con La chaqueta metálica (1987). El argumento, de carácter histórico, se basa en un heroico pelotón de reclutas enviados al Océano Pacífico para batallar a los japoneses, liderado por un curtido veterano encargado de sacar lo mejor de sus hombres, el Sgt. John M. Stryker (John Wayne). Una oda patriótica que se adelantó a mostrar la crudeza de la guerra ajustada a la edulcoración de Hollywood, pero igualmente impactante por el realismo dramático que busca Dwan.

Joseph Aloysius Dwan, más conocido como Allan Dwan, tuvo una enorme trayectoria con gran repercusión en la industria gracias a los concurridos descubrimientos de aclamadas actrices desde sus inicios en el cine mudo. El estilo de este cineasta, el dinosaurio injustamente olvidado por profesionales y público, supo adaptarse a la transición al cine sonoro manteniendo la esencia arcaica narradora de historias del mudo, donde el espacio fílmico envuelve a su héroe, en este caso, la guerra envuelve al Sgt. Stryker, un hombre que añora y busca la armonía sin éxito. Este pionero del cine adquirió su volátil renombre gracias a la comedia y el wéstern, pero tampoco se quedó atrás en la acción que, con Arenas sangrientas, se da la mano con el bélico representando vertiginosas secuencias de guerra tan audaces como escalofriantes.

Nominada por la Academia a cuatro estatuillas, Dwan consigue diferenciar en dos grandes arcos (que repetiría Kubrick, a su manera, con La chaqueta metálica) separados por dos incidentes bélicos marcados que dan pie a una pasional evolución de sus secundarios en contraposición del protagonista, el cual ha abandonado toda esperanza por las cicatrices emocionales que le regaló este episodio de la Segunda Guerra Mundial que dio a EE.UU. uno de sus mayores orgullos: la famosa fotografía de la izada de la bandera la mañana del 23 de febrero de 1945 que tan bien retrataría Clint Eastwood 61 años después. Dwan emplea el clásico recurso melodramático que, aunque no consiga un fuerte impacto, es esencial para comprender los móviles de los dos personajes que ponen cara a Iwo Jima: el Sgt. Stryker y el Pfc. Conway (John Agar), rivalizados por convicciones y por un exsoldado conocido para ambos. El argumento rehúsa nomenclaturas técnicas o dobles tramas (presentes en el hecho real) para retratar la guerra de una forma fácil de seguir, funcional y simple donde la importancia recae en el momento de la crueldad, de la guerra, de la pérdida de la inocencia y humanidad por parte de unos hombres entregados a La Muerte para conseguir un pedazo de tierra inservible para la vida, pero útil para la estrategia de seguir con el conflicto.

El retrato del director canadiense sobre los participantes, sobre ‘los buenos’, es planteado para conmover al espectador desde el primer momento a través de la dureza paternalista que destila el personaje del Duque con sus reclutas, específicamente con el Pfc. Conway. Como ingeniero de iluminación que fue el director en sus inicios, sabe dotar a su película de un contraste de luces perfecto cuando se trata de vistas generales (que casi parecen sacadas directamente de archivo) y embaucador cuando nos acercamos a los personajes con primeros planos, pudiendo ver sus sombrías expresiones en un suceso traumático para todo hombre. El lenguaje cinematográfico es muy básico, acoplándose a la perfección al estilo narrativo y a la simpleza con la que Dwan nos cuenta la historia, como si fuera un abuelo. Se vale durante toda la película de sutiles contrapicados a la hora de acercarse al personaje de Wayne, combinándolos al contraplano con picados hacia los reclutas, mostrando esa jerarquía interna del código militar y que, poco a poco, va igualándose hacia frontales situando a todos en la misma posición, como hombres y soldados, en la guerra.

La prodigiosa fotografía en blanco y negro de Reggie Lanning, aterradora y exhalante de peligro, se complementa con la armoniosa banda sonora del veterano Victor Young que busca la épica en los momentos de tensión y la emoción del heroísmo, trabajo un poco desperdiciado por la edición de sonido. Si hay una interpretación que tengo que destacar es, obviamente, la de John Wayne dando lo mejor de sí mismo en un papel que le viene como anillo al dedo, actor que ya venía del bélico y que estaba preparado para deslumbrar al mundo entero con sus wésterns posteriores. El resto del elenco está muy bien, aunque sin ninguna hazaña memorable. Personalmente me ha encantado como Dwan, en un momento inesperado, nos acerca al mundo fuera de la guerra con el personaje de Mary (Julie Bishop), así como a la historia del frío Sgt. Stryker, para mostrar que el sufrimiento no es exclusivo de los combatientes en un episodio ajeno a toda la parafernalia bélica.

Sin duda, una de las más completas cintas bélicas de la edad de oro de Hollywood que tuvo, como es lógico y más aún estrenada tan solo cuatro años después del suceso que atañe, un éxito inconmensurable que demostró tanto a crítica como a público que Allan Dwan podía desapegarse de la comedia que lo catapultó para ofrecer una desoladora visión de la realidad.
10 de julio de 2020 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La estricta humanidad del Bushidō es algo que Kurosawa siempre ha traducido en sus personajes, de una forma u otra, pretendiendo una perfeccionista búsqueda de la verdad moral, temas que ya usó en grandes de sus obras cumbre como Rashomon (1950) o Los siete samuráis (1954), y que ha tomado como propia en este policíaco adaptando de nuevo la cultura occidental, impregnada de una filosofía familiar capaz de acercar el cine oriental a un público más allá de sus fronteras, visto es otras de sus obras maestras como Trono de sangre (1957) y su lucha entre el bien y el mal o el carpe diem de Vivir (Ikiru) (1952). Repasando la incansable visión de un maestro sobre la dualidad psicológica, quizás El infierno del odio sea, después de El ángel borracho (1948), la obra que más profundiza en una lucha de clases derivada del yin y yang.

Con una puesta en escena instantánea del personaje sobre el que gira la obra, el señor Kingo Gondo (Toshirō Mifune), con unas convicciones, integridad e intereses inquebrantables e intransferibles, Kurosawa pone sobre la mesa la involucración asiática de la sociedad con el trabajo, dibujando tanto un protagonista que proyecta las grandes esferas de la sociedad nipona como, más importante, una severidad ahogada en dudas humanistas introductorias de la bondad de un hombre avasallado por un envidioso odio existencialista ajeno a sus circunstancias. Con una narración pausada pero que no deja instante para el reposo, en sus 143 minutos el director, adaptando de forma personal El secuestro del rey de Ed McBain (pseudónimo de Evan Hunter), hace una disección completa, paso a paso, de una investigación policíaca para dar con el responsable del secuestro, extorsión, robo y asesinato que, con un proceder gélido como un iceberg, choca con la ambiciosa vida del empresario de una multinacional zapatera, hundiéndolo como el Titanic en su último esprint hacia el summum de su carrera profesional.

Muy pocos policíacos se han movido con el cine negro alcanzando tales cotas de ambición y optimización, más aún teniendo en cuenta la libertad con la que el director construye su ideario ontológico en el que muestra su interés por el saber de la vieja Europa, recreándose en Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud o Sócrates, pasando por William Shakespeare, y asentados en el ideario zen de la cultura japonesa como el confucianismo o el sintoísmo. Todo ello construye los pesados cimientos de la mirada del samurái de un director inquieto que, en base a un interés justiciero, hace una de las más impresionantes historias de crueldad, lucha de clases y venganza poética vistas en una pantalla, cocinada desde los hornos de Kurosawa Productions Co. y Toho, iconográfico dúo de la historia del cine japonés.

El planteamiento inicial, donde se sitúa al rey del tablero, al más alto eslabón de la sociedad en una lucha de poder por conseguir más, marca un primer arco descomunal donde se descompone la falsa apariencia del Sr. Gondo a golpe de dudas morales marcadas por el resto de personajes, agentes externos instigadores del justo veredicto final: su mujer, Reiko Gondo (Kyōko Kagawa), su mano derecha, Kawanishi (Tatsuya Mihashi), los detectives involucrados en la investigación y, el más importante, su chófer Aoki (Yutaka Sada), daño colateral con el que Kurosawa nos arroja la potentísima reflexión que mueve toda la primera parte.

La segunda parte, la de la exhaustiva investigación policial que deja en segundo plano al Sr. Gondo para ser conducida por el detective Tokura (Tatsuya Nakadai), sigue con una precisión inhumana los procedimientos para encontrar al criminal, del que en la transición conocemos su rostro, incluso su obsesión, mediante pequeños detalles reflejos de una personalidad absolutamente desquiciada, como el interés por conocer el hundimiento del empresario en el que se regocija mirando los periódicos o el entorno donde vive, que más tarde explicará. El cambio de sus personajes principales según avanza la investigación marca uno de los temas, la concepción de unos sobre los otros; el Sr. Gondo, pareciendo un tirano, se muestra de un espíritu bondadoso que abraza la sociedad por sus actos, entre ellos, unos policías recelosos por su estatus social, concentrado en la figura del detective jefe (Kenjirō Ishiyama). El espacio fílmico adquiere una importancia inexorable para terminar de moldear las causalidades, entornos y móviles que proveen a sus personajes del último componente para completar la maquinaria ideológica expuesta por Kurosawa, juzgando a sus compatriotas.

La iluminación y situación de personajes en plano es tan impecable que se incrustan en la retina, deseando que nunca cambiara el fotograma. Como he dicho, el espacio fílmico es un elemento de gran peso que eleva el mensaje de Kurosawa, por el uso de un entorno tan armonioso, bien distribuido, cuidado e iluminado donde se desarrolla todo el planteamiento, desmoronándose y oscureciéndose según avanza la trama al ritmo de la caída de sus personajes. El Sr. Gondo pasa de estar próximo a la cámara, siendo el punto focal de acción en plano, a alejarse cada vez más jugando con la profundidad de campo y quedando apartado con planos lejanos y muy poca iluminación, dándose un protagonismo creciente al relevo llevado por los jefes inspectores, que dominarán el segundo arco, mediado por la interacción indirecta entre el empresario y el secuestrador a través de un metafórico tren que representa ese viaje del cielo al infierno.

En el segundo acto, el cambio drástico de esa perfección divina en la casa del Sr. Gondo es sustituida por una escenografía industrial y urbana que desciende gradualmente a través de las clases sociales, mostrándose cada vez más bulliciosa, sucia y milimétricamente descolocada, henchida de una gran cantidad de elementos y movimiento en plano que otorgan un carácter realista y próximo al espectador, donde los policías parecen tendernos la mano para que no nos perdamos por las alocadas calles de Japón.

Una obra maestra.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Exponiendo un simbolismo que va más allá de su significado concretado, y que luego comentaré, los dos personajes principales que componen la obra hacen referencia exacta al título original, High and Low (alto y bajo); Sr. Gondo y Ginjirô Takeuchi (Tsutomu Yamazaki) respectivamente, y cómo estas dos posiciones pueden ser intercambiadas. El cielo y el infierno convergiendo y alejados por el purgatorio, como se cita textualmente en la película, representando el primero por la majestuosa casa en la colina del empresario, desprendiendo un aura celestial y soberbia frente al infierno de los bajos fondos, alocados e inmisericordes con sus lugareños, separados por la sociedad media donde comienza la investigación del crimen, el purgatorio. El corazón, compartido a través de las miradas, va a ser el juez de los pensamientos de sus personajes; dependiendo del hartazgo que uno tenga sobre sí mismo y sobre su vida, como decía Nietzsche, la visión del mundo que nos rodea se verá deformada hasta encontrar el motor vital de cada persona, en este caso, el odio, coagulado en la herida abierta de la atormentada vida de Takeuchi, arrancando la costra taponadora de la sangre hasta que borbotea en forma de fuente de maldad, de la peor cara del existencialismo. Una maravillosa antítesis de personajes, digna de estudio.

El simbolismo que maneja El Emperador para reforzar su crítica es demoledor, empezando por ese humo rosa, aún siendo una película en blanco y negro (algo que repetiría con la barba del Dr. Barbarroja en su película de 1965), el humo simbolizando el cambio o la resurrección (fuego, cenizas y humo) hacia el cielo, como el Ave Fénix, representado por el Sr. Gondo y su forzoso cambio conceptual del mundo que lo rodea, haciéndolo mejor persona. El rosa, por otra parte, es un color que invita a ser amable y a sentir amor, cariño y protección por el prójimo, sentimiento que, a pesar de las apariencias, siempre estuvo presente en el personaje de Mifune. Por otro lado, el clavel rojo que coloca sobre su camisa blanca Takeuchi en el último acto es un símil de la bandera japonesa (un punto rojo redondo sobre un fondo blanco), dando a entender lo desilusionado de Kurosawa con una parte de la sociedad que, de forma hipócrita, utilizan sus símbolos nacionales como señuelo para sus intereses y, una vez conseguidos, se despojan de ellos, como Takeuchi del clavel. Irónicamente, el detective Arai (Isao Kimura) se pregunta si es el día de la madre al visualizar la compra de la flor.

La inmaculada fotografía en blanco y negro de Asakazu Nakai y Takao Saito nos sumergen tanto en el espacio como en el tiempo, ayudando a una atmósfera en declive que explota cuando llegamos a nuestra última parada, unos terroríficos barrios bajos infestados de drogadictos, con el sufrimiento a flor de piel por la ausencia de su motor vital: la heroína. Absolutamente devastador, con una penumbra casi total donde sentimos el impacto de unos personajes ajenos a tanta desgracia.

La última escena, el cara a cara entre el Sr. Gondo y Takeuchi en la prisión es una clase maestra de guión y utilización de planos que resumen el objetivo de la película con una precisión abrumadora, que en parte recuerda al clásico francés Pickpocket (Robert Bresson, 1959), utilizando una piedad redentora del primero al segundo que desmorona y frustra al culpable de todos sus males, mediado por planos escorzo donde vemos la ruptura absoluta de la cordura de Takeuchi, situándonos nosotros en el lado del Sr. Gondo. Directa a la memoria.

Las imperdibles interpretaciones, exaltando a un enorme como Toshirō Mifune que mejora hasta la perfección un personaje tan complejo como el alma humana, convirtiéndolo en uno de mis personajes favoritos. El seguimiento lo sobrelleva con maestra holgura Tatsuya Nakadai, compensado con el extenso elenco entre los que un excelso Tsutomu Yamazaki sitúa el inteligente duelo detectivesco en unas Antígonas, compañera, subyacente y francamente adversa a la obra de Sófocles.
5 de junio de 2020 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una estupenda, como es habitual, dirección del legendario Joseph L. Mankiewicz y un Sidney Poitier que prácticamente debutaba en la gran pantalla, se nos acerca a la dramática historia de un médico negro cuyo honor y valía se verán perpetradas por un delincuente que ve morir a su hermano mientras se estaba tratando de salvarlo, acusando de asesinato al médico por un odio radicado en el racismo.

Aunque el género del crimen sea el más relevante, no es otro que el drama el que inyecta toda la fuerza necesaria en sus personajes recreando uno de los tópicos del cine de Mankiewicz: la búsqueda de la verdad, hecho utilizado en películas como Eva al desnudo, del mismo año, o La huella (1972). Desde el planteamiento, el director siempre se cercena, de una manera más directa o más sutil, ubicar al espectador en ese concepto, dándole mucha más importancia que a los personajes, incluso presentándolo mucho antes que a estos. En este caso, nosotros somos conocedores de la verdad desde el inicio de la película, ya que el director sitúa al espectador como ente omnisciente, recreándose en escenas que refuercen esa idea y donde nosotros estamos colocados como si fuéramos voyeurs, transmitiendo dos sentimientos cruciales para afrontar el racismo: la injusticia y la impotencia.

Aunque en ocasiones el guión del mismo director en cooperación con Lesser Samuels sea especialmente bueno, falla en la extensión exhaustiva de los diálogos, y algunos monólogos, para simbolizar ese sentimiento efervescente de rabia que embriaga al personaje de Poitier, el cual antepone su profesión antes que cualquier otra cosa, funcionando también como carta de amor a todos los sanitarios que obvian los prejuicios y ponen su trabajo e incluso su caridad por encima de todo. No es nuevo decir la virtuosidad que tiene Mankiewicz para dominar el tiempo en sus películas, usando una narración lineal en la que se aprecian claras las evoluciones de todos sus personajes, hasta el más nimio, y moldeándolos para el gran clímax que supone el desenlace, que aprovecha para cerrar con un discurso humanista incrustado en los diálogos.

Es con las interpretaciones donde está mi mayor problema. Sidney Poitier (Dr. Luther Brooks), muy joven y a pesar de su limitación de registro, es convincente y eficaz, cargando con gran parte de la tensión del filme, y dejando la otra parte a un atacado Richard Widmark (Ray Biddle) que no equilibra la balanza del drama, resultando extremadamente torpe a la hora de expresarse físicamente y eufórico a la hora de plasmar sentimientos. La nula expresividad de Stephen McNally (Dr. Dan Wharton), personaje que debe apoyar la evolución del protagonista involucrándose plenamente con sus pensamientos, ayuda más bien poco, reduciéndose a un mero secundario sin alma ni presencia. La dualidad juiciosa que mantiene el personaje de Linda Darnell (Edie Biddle), la cual ofrece una buena interpretación, es interesante a priori, pero se desdibuja gradualmente hasta tal punto que ni Mankiewicz sabía qué hacer con el personaje ya.

Sobresale un uso de la iluminación inmaculado, muy expresivo e importante ya que secunda algunos diálogos clave para los personajes de la cinta. Resulta muy curioso el recurso que emplea para plasmar la ira vengativa de Ray Biddle partiendo la imagen en tres segmentos, arriba y abajo totalmente oscurecidos, y el del medio con una iluminación tenue pero suficiente para observar con más dramatismo las muecas furibundas del personaje, recreando también un sentimiento de claustrofobia por la eliminación drástica de espacio en la pantalla.

El mensaje obviamente queda bastante claro, incluso Mankiewicz se permite el lujo de reírse de los cuerpos policiales utilizando la ironía que le caracteriza (heredada de Ernst Lubitsch), incluso parodiando el clásico recurso usual en este tipo de cine de la llegada de la policía en un momento de violencia. En el desenlace, cuando Poitier y Widmark comparten plano, el director hace uso de planos cortos que siempre dejan al personaje de Poitier en una situación de poder metafórica, colocándolo o bien por delante del personaje de Widmark o bien haciendo su figura más grande mediante la profundidad de campo, dando a entender que el racismo, el odio, simbolizado por Widmark, siempre estará por debajo o por detrás de lo demás.

Es una película altamente recomendada, y bastante actual por desgracia sobretodo en EE.UU., donde aún sigue habiendo zonas abiertamente racistas, donde se congregan sujetos llenos de odio y que tan bien representa Mankiewicz con una fotografía sucia con mucho contraste de oscuro, apoyado por una banda sonora de Alfred Newman que pone compases furiosos con sonidos ruidosos, agresivos y toscos para enseñar el pueblo de Biddle.
3 de junio de 2020 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con un humilde y refinado estilo hollywoodiense clásico, Joselito Rodríguez ofrece una potente reflexión, en 1948, sobre el mal del racismo con un drama familiar de carácter intimista que explora las relaciones familiares de una consaguinidad mexicana compuesta por una gran estrella vocal, José Carlos Ruíz (Pedro Infante), la directora de un centro educativo, Ana Luisa de la Fuente (Emilia Guiú) y su entrañable 'nana', la criada Mercé (Rita Montaner).

Siendo una producción mexicana, el argumento en México se desarrolla especialmente bien siguiendo la pista del romance entre ambos protagonistas hasta el torrente de emociones que conlleva para el resto de personajes, y para nosotros como espectadores, el detonante que el director va armando cual bomba de relojería desde el planteamiento del filme presentando gradualmente la mancha del racismo que porta con orgullo Ana Luisa.

La temática a la que se acoge en una primera parte el director es a un humor visual que enmascara ligeramente las muescas de racismo, extrapoladas a la sociedad, y que hábilmente transforma en drama en su segunda parte denunciando los males que provoca vivir con un odio irracional durante tu vida.

A la hora de la denuncia, aunque no sea malintencionado, el guión de Félix B. Caignet y Rogelio A. González le juega una mala pasada por la abundancia de términos que, siendo cariñosos, dan muy mala imagen a la hora de referirse a los personajes negros de la película, más aún por su uso reiterativo, aunque es algo que puede llegar a comprenderse por la jerga mexicana y la época donde ciertos matices aún no estaban mal vistos. Joselito Rodríguez sabe conducir muy bien los personajes por un argumento perfectamente estructurado para que no resulte cargante al espectador, con grandes puntos de inflexión basados en números musicales por parte de Pedro Infante en los cuales, como artista, se luce, y están construidos precisamente para esto último.

Si hay algo que me ha llamado especialmente la atención son las interpretaciones de todo el elenco en general, muy efusivas y con cierto envoltorio teatral, algo que sumado a los escasos decorados y a la disposición de los mismos, realza la pasión por la que se deja llevar el tono del segundo arco, elevando los sentimientos que manejan todos sus actores sin resultar artificiales, saliendo directos del corazón, especialmente de Rita Montaner, cuyo personaje normaliza el racismo que sufre expresado desde el amor y con cierta tristeza, registro que manifiesta con maestría la actriz cubana. Ello es reforzado por una elección perfecta de las piezas musicales, interpretadas por la prodigiosa voz de Pedro Infante, como la canción que da nombre a la película, original de Toña la Negra.

La puesta en escena de los personajes es sublime, empleando un plano secuencia dorsal sazonado con una tendida conversación que muestra las antagónicas personalidades de Ana Luisa y José Carlos a los pocos minutos de iniciar la película, poniendo rumbo en seguida al argumento.

Me ha encantado la forma de reivindicación que adopta Joselito Rodríguez en esta Angelitos negros, el uso de la justicia poética para representar lo latoso de un odio indiscriminado en un tiempo donde la sociedad quizás no estaba aún preparada para ver a mulatos y negros de igual a igual, y donde se veían antes colores que personas. Un gran drama al más puro estilo latino.
29 de mayo de 2020 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Segunda obra maestra que se anota el legendario director japonés Masaki Kobayashi con un drama histórico ubicado en el Japón feudal del siglo XVIII, donde el abuso de poder del señor de un clan desemboca en una oda familiar bella y triste, un romance a contracorriente y un estallido de violencia al estilo chanbara que es una delicia para los sentidos, todo a través de un virtuoso espadachín, Isaburo Sasahara (Toshirō Mifune), padre de familia cuya intención es la felicidad de su hijo, su heredero Yogoro Sasahara (Go Kato) y el amor entre su esposa Ichi Sasahara (Yoko Tsukasa).

Masaki Kobayashi, uno de los más reconocidos directores nipones de todos los tiempos, cuyo estilo oscila entre los relatos épicos de Akira Kurosawa y las historias cotidianas de Kenji Mizoguchi, hace un drama familiar asentando en el carácter abusivo y tiránico de los señores feudales de la época, cuya situación política les permitía hacer y deshacer a su antojo sin tener en cuenta los sentimientos y, más importante, los derechos humanos fundamentales. El honor es un tema importante que se baraja habitualmente en este tipo de cine, sin ser esta la excepción, que se enmascara de manera sapientísima con los límites individuales y personales de acatar órdenes indiscriminadamente.

El drama es el género principal que emplea Kobayashi haciendo esta historia, con una fuerte presencia del romance, que se mantiene hasta el último arco argumental donde la calma que precede a la tormenta estalla, volcando sus últimos recursos en una acción rodada de manera impresionante cargada hasta los topes de sentimentalismo natural que asesta un espadazo directo al corazón del espectador.

Las interpretaciones son sobresalientes todas y cada una de ellas, aunque Toshirō Mifune, dos años después de romper su relación con Akira 'El Emperador' Kurosawa tras Barbarroja (1965), nos da una de sus mejores interpretaciones con un registro mucho más maduro que el empleado en sus películas de samuráis anteriores, deleitándonos con una representación del amor paterno-filial, de la importancia de la familia frente al estatus social, de la la serena compostura obcecada contra el abuso de poder, de la ruptura de personalidad desembocada por la opresión de sus superiores y la injusticia y de los nobles valores que representa la figura de un samurái. También nos encontramos un gran elenco que apoya la construcción psicológica, manejando los tiempos de forma impecable, del protagonista, compuesto principalmente por Go Kato, Yoko Tsukasa y otro legendario actor, también muy reconocido en el chanbara del s. XX: Tatsuya Nakadai como otro habilidoso espadachín y amigo de Isaburo, Tatewaki Asano, el cual dará el golpe de gracia para acabar de moldear al personaje de Toshirō Mifune.

Las maneras de Kobayashi detrás de las cámaras son inmaculadas, como ya he dicho, haciendo una narración perfecta basándose en el guión de Shinobu Hashimoto y Yasuhiko Takiguchi, el cual ya nos demostró en Harakiri (Seppuku) la capacidad que tiene para dominar el espacio y los tiempos, no solo usando analepsis narrativas, sino usando una dentro de otra sin que esto entorpezca en lo más mínimo el desarrollo de la historia, como es el caso de la explicación por parte de Yogoro a Isaburo los sentimientos de Ichi y, a través de Ichi, su pasado con el señor del clan Aizu Masakata Matsudaira (Tatsuo Matsumura). Los diálogos empleados son muy correctos y representantes de los sentimientos que embriagan a sus personajes, complementados de las excelentes interpretaciones, como la angustia y miedo provocados por un futuro dudoso, la humildad y sosiego frente a un presente agitado, y la convicción y firmeza moral debido a un pasado injusto.

La virtuosidad del director por transmitirnos de manera fluida la atmósfera que acoge la película está milimetrada, utilizando unos planos impresionantes cuando son aéreos (planos grúa) desde los cuales podemos observar todos los elementos de la escenografía, apabullándonos con unos decorados preciosos, no muy recargados y respaldados de una hermosa fotografía en blanco y negro de Kazuo Yamada, dándonos también la información necesaria para comprender la situación que se cierne sobre los personajes. Los planos simétricos también son habituales que, aparte de ser muy bonitos, muestran un control o equilibrio de ese punto del argumento, contrapuestos con planos torcidos representativos de la adversidad.

La música funciona las más veces de modo incidental, dando una ambientación precisa a través de música tradicional japonesa, y en otras ocasiones como sonido ambiente que ponen en alerta tanto a los personajes como al espectador, poseyendo una poderosa fuerza en la secuencia agudizada por la percusión de los tambores, recurso empleado en películas posteriores como El señor de los anillos: La comunidad del anillo (Peter Jackson, 2001). Pero lo que más sobresale en este aspecto son los silencios, que lejos de servir como pausas narrativas, engrandecen los sentimientos que manejan los personajes recargando el aura que poéticamente los envuelve con una certeza impresionante, intercedidos por una edición de sonido plausible que permite escuchar pequeños ruidos muy representativos como el viento o el movimiento de la maleza. Este procedimiento es el utilizado en el gran duelo final, un escena absolutamente memorable.

Su victoria en el festival de Venecia en 1967 sabe a poco con tal obra merecedora de toda clase de galardones, que ofrece una bravía meditación grávida de ética y moral, ofreciendo mucho lirismo en cada fotograma y personaje y brindándonos amor y sevicia equitativamente por los cuatro costados poniendo en jaque los códigos honoríficos mediante una denuncia a la autocracia y sus injusticias. Una atemporal obra maestra para todos los públicos.
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow
    Bienvenido al nuevo buscador de FA: permite buscar incluso con errores ortográficos
    hacer búsquedas múltiples (Ej: De Niro Pacino) y búsquedas coloquiales (Ej: Spiderman de Tom Holland)
    Se muestran resultados para
    Sin resultados para