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Críticas ordenadas por utilidad
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7,2
2.733
9
24 de junio de 2010
24 de junio de 2010
38 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película es el ejemplo perfecto de una clase de cine que ya no se hace. No sólo porque pertenece al género casi abandonado de las aventuras marinas, sino porque opta deliberadamente por la narración oblicua, por la ambigüedad y la indefinición, por la sana y casi olvidada costumbre de dirigirse a un espectador a quien no se toma por idiota. A diferencia de buena parte del cine contemporáneo, que, como muy bien dice Bloomsday a propósito de “Revolutionary Road”, es puro suero intravenoso para desdentados, pensado para ahorrarnos el enojoso trabajo de masticar, esta gran obra del maestro Mackendrick se sustenta en el sobreentendido y la elisión, en la ausencia absoluta de subrayados, en la ligereza, en los pequeños detalles repletos de sugerencias. Salvo otra joya británica de la época (“Suspense”, de Jack Clayton), tal vez no haya otra película que se haya acercado de un modo tan crudo y delicado a la vez a la crueldad y la belleza del universo infantil.
Y sin embargo, Mackendrick nunca quedó satisfecho con el resultado final. Tras más de quince años tratando de llevar a la gran pantalla la maravillosa novela de Richard Hughes “Huracán en Jamaica”, vio cómo Darryl F. Zanuck, el mandamás de la Fox, convertía la historia de esos niños secuestrados por piratas y que acaban adueñándose del destino de sus supuestos captores en un convencional e inocuo plato de papilla para todos los públicos, con parche y lorito incluidos. Gracias a la complicidad de Anthony Quinn, sin embargo, Mackendrick logró que Zanuck no impusiera completamente su guión, y aunque se eliminó parte del metraje y no se respetó el punto de vista narrativo, que Mackendrick quería en posesión de los niños, la película se acerca bastante tanto a la novela de Hughes como al proyecto original del perfeccionista y autoexigente director bostoniano.
Lo que queda es un agudo relato acerca de la inocencia y de su equívoco papel como separación entre niños y adultos. El choque entre un mundo infantil supuestamente desprovisto de malicia y la aparentemente feroz y despiadada vida pirata se va convirtiendo, de modo casi inadvertido, en un duelo entre el cruel código moral de unos niños curtidos en el juego de la muerte y el modo de vida en trance de desaparición y con frecuencia ridículo de unos hombres casi indignos del nombre de piratas, prisioneros en su propio barco y sometidos a los caprichos de sus supuestas víctimas. Sólo el cansado y crepuscular capitán Chávez parece intuir (e incluso desear) el desenlace del duelo entre niños y piratas, como si viera en él el final más deseable para su tediosa y patética vida. Las miradas que Anthony Quinn y la niña Deborah Baxter se cruzan a lo largo de la peli son de las más sugerentes y turbadoras que nunca se hayan filmado, e ilustran a la perfección la atmósfera malsana de una peli que hizo exclamar a cierto crítico británico que era “como ver a Shirley Temple cantar una canción alegre en un barco mientras descuartiza a un cachorro”.
Y sin embargo, Mackendrick nunca quedó satisfecho con el resultado final. Tras más de quince años tratando de llevar a la gran pantalla la maravillosa novela de Richard Hughes “Huracán en Jamaica”, vio cómo Darryl F. Zanuck, el mandamás de la Fox, convertía la historia de esos niños secuestrados por piratas y que acaban adueñándose del destino de sus supuestos captores en un convencional e inocuo plato de papilla para todos los públicos, con parche y lorito incluidos. Gracias a la complicidad de Anthony Quinn, sin embargo, Mackendrick logró que Zanuck no impusiera completamente su guión, y aunque se eliminó parte del metraje y no se respetó el punto de vista narrativo, que Mackendrick quería en posesión de los niños, la película se acerca bastante tanto a la novela de Hughes como al proyecto original del perfeccionista y autoexigente director bostoniano.
Lo que queda es un agudo relato acerca de la inocencia y de su equívoco papel como separación entre niños y adultos. El choque entre un mundo infantil supuestamente desprovisto de malicia y la aparentemente feroz y despiadada vida pirata se va convirtiendo, de modo casi inadvertido, en un duelo entre el cruel código moral de unos niños curtidos en el juego de la muerte y el modo de vida en trance de desaparición y con frecuencia ridículo de unos hombres casi indignos del nombre de piratas, prisioneros en su propio barco y sometidos a los caprichos de sus supuestas víctimas. Sólo el cansado y crepuscular capitán Chávez parece intuir (e incluso desear) el desenlace del duelo entre niños y piratas, como si viera en él el final más deseable para su tediosa y patética vida. Las miradas que Anthony Quinn y la niña Deborah Baxter se cruzan a lo largo de la peli son de las más sugerentes y turbadoras que nunca se hayan filmado, e ilustran a la perfección la atmósfera malsana de una peli que hizo exclamar a cierto crítico británico que era “como ver a Shirley Temple cantar una canción alegre en un barco mientras descuartiza a un cachorro”.

6,8
16.158
7
16 de diciembre de 2009
16 de diciembre de 2009
36 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por si alguien pudiera poner todavía en duda que “Posesión infernal” estaba, en el fondo, más cerca de “El jovencito Frankenstein” que de “La matanza de Texas”, Sam Raimi decidió rodar, cinco años después, una cinta que era, a la vez, secuela y remake de su más que prometedor debut y en el cual, con algo más de presupuesto (que se invirtió, entre otras cosas, en ampliar la gama cromática de la sangre, antes blanca y aquí verde y de otros colores), chapoteó de nuevo a gusto en los tópicos del cine de terror con la única intención de divertir a un público cómplice al que sabía entregado de antemano a sus gamberradas.
Como buen gamberro, Raimi sabe muy bien que no hay nada que canse más a un público que ya conoce tus gansadas que perder el tiempo en detalles innecesarios, de modo que, tras unos cinco minutillos de rutinaria introducción, que resiguen a toda velocidad el argumento de “Posesión infernal” con el único cambio de que son dos tortolitos y no un grupo de amigos quienes son atacados por los espíritus malignos del bosque, la peli conecta con el final de la primera parte y nos arroja sin miramientos a una montaña rusa de posesiones, amputaciones, hachazos, disparos, descuartizamientos, danzas macabras, conjuros y quién sabe qué más cosas, servidas a un ritmo demencial, en el cual se acentúa el tono paródico (aquí ya autoparódico) de la primera peli de la saga, extremando el mismo procedimiento usado entonces: tensar al máximo algunas de las constantes del cine de terror hasta distorsionarlas y llevarlas al terreno de lo absurdo y lo cómico, con la inestimable colaboración de un Bruce Campbell definitivamente convertido en el Jim Carrey del gore.
Los medios económicos de que dispuso Raimi para hacer la continuación le permitieron afinar y perfeccionar los hallazgos visuales de su debut, como los enloquecidos travellings marca de la casa, logrando así un producto mucho mejor acabado formalmente, aun a costa, eso sí, de perder parte de la frescura primigenia y la desacomplejada espontaneidad de la cinta original. La peli contiene, en todo caso, momentos tan divertidos, imaginativos y sanamente desagradables como la delirante batalla de Ash contra su propia y traviesa mano, el vuelo del ojo juguetón hacia no diremos dónde o la desquiciantes burlas de que toda una habitación en pleno hace objeto al pobre Ash, y hace gala del mismo negrísimo y retorcido humor de su antecesora, de modo que su visión se convierte en una experiencia catárquica que tiene la virtud de liberar toda la energía negativa acumulada a lo largo del día... con la única condición de que no se la tome uno en serio, porque si lo que se busca son argumentos bien trabados, personajes profundos o diálogos chispeantes, lo más seguro es que esta peli ponga de los nervios al incauto de turno, que muy probablemente acabe redactando una crítica cagándose en los muertos de Raimi y la madre que lo parió. Lo cual hace a esta peli, a mi modo de ver, doblemente divertida.
Como buen gamberro, Raimi sabe muy bien que no hay nada que canse más a un público que ya conoce tus gansadas que perder el tiempo en detalles innecesarios, de modo que, tras unos cinco minutillos de rutinaria introducción, que resiguen a toda velocidad el argumento de “Posesión infernal” con el único cambio de que son dos tortolitos y no un grupo de amigos quienes son atacados por los espíritus malignos del bosque, la peli conecta con el final de la primera parte y nos arroja sin miramientos a una montaña rusa de posesiones, amputaciones, hachazos, disparos, descuartizamientos, danzas macabras, conjuros y quién sabe qué más cosas, servidas a un ritmo demencial, en el cual se acentúa el tono paródico (aquí ya autoparódico) de la primera peli de la saga, extremando el mismo procedimiento usado entonces: tensar al máximo algunas de las constantes del cine de terror hasta distorsionarlas y llevarlas al terreno de lo absurdo y lo cómico, con la inestimable colaboración de un Bruce Campbell definitivamente convertido en el Jim Carrey del gore.
Los medios económicos de que dispuso Raimi para hacer la continuación le permitieron afinar y perfeccionar los hallazgos visuales de su debut, como los enloquecidos travellings marca de la casa, logrando así un producto mucho mejor acabado formalmente, aun a costa, eso sí, de perder parte de la frescura primigenia y la desacomplejada espontaneidad de la cinta original. La peli contiene, en todo caso, momentos tan divertidos, imaginativos y sanamente desagradables como la delirante batalla de Ash contra su propia y traviesa mano, el vuelo del ojo juguetón hacia no diremos dónde o la desquiciantes burlas de que toda una habitación en pleno hace objeto al pobre Ash, y hace gala del mismo negrísimo y retorcido humor de su antecesora, de modo que su visión se convierte en una experiencia catárquica que tiene la virtud de liberar toda la energía negativa acumulada a lo largo del día... con la única condición de que no se la tome uno en serio, porque si lo que se busca son argumentos bien trabados, personajes profundos o diálogos chispeantes, lo más seguro es que esta peli ponga de los nervios al incauto de turno, que muy probablemente acabe redactando una crítica cagándose en los muertos de Raimi y la madre que lo parió. Lo cual hace a esta peli, a mi modo de ver, doblemente divertida.

7,7
4.300
8
26 de septiembre de 2011
26 de septiembre de 2011
36 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le reclaman a uno a gritos con la mirada. Le arrancan de la paz del sueño y le sumergen de cabeza en el vértigo del deseo. Le empujan al centro de la pista y le obligan a bailar, despertando al demonio del odio y de los celos. Logran que sus bofetones los sintamos como besos o caricias y que volvamos a por más, urgidos por la impaciencia. Le arrojan a uno a callejones oscuros y ponen en sus manos una navaja, y cuando la sangre brota, se pasean por ella ronroneando, como gatas ahítas de satisfacción que le dan la espalda al vivo mientras olvidan sin remordimientos al muerto. Le apartan del buen camino y lo conducen de nuevo a la vieja senda equivocada. Le sumergen en envenenados remansos pastoriles que algunos se empeñan en llamar amor, aunque tal vez merezcan otro nombre. Le obligan a uno a elegir entre la lealtad a los amigos y los apremios de la carne. A las mujeres –lo dice uno de los personajes- hay que procurar no comprenderlas. No sólo es absurdo, sino inútil: lo fatal es lo fatal. Nadie forja su propio destino con las manos atadas a la espalda. Así de insensatos somos los hombres, así de frágiles y manipulables. Así de estúpidos.
Es más que posible que no fuera su intención hacerlo, pero, por una vez, un traductor de títulos al español logró hacerle más justicia a esta espléndida película acerca del irresistible y fatídico poder magnético de la atracción amorosa que su pobre título original, ese “Casco de Oro” que alude al peinado de su rubia protagonista y que no es sino un pálido reflejo de la riqueza y profundidad de sus propuestas. Y no porque sea un fiel retrato del mundo lupanario parisino, sino por recorrer la geografía universal de las bajas pasiones y sus devastadores efectos como lo haría uno de los muchos instrumentos de filo cortante que pueblan la película. Sobria, concisa e incisiva, “París, bajos fondos” rehúye los histéricos perifollos y golpes de efecto del folletín que podría haber sido y opta por las sugerencias, los silencios y las elipsis, por la contención y la sequedad narrativa, por el poder expresivo de rostros y miradas y unas pocas y significativas palabras. De la image avant toute chose.
A partir de unos hechos extraídos de la más prosaica realidad, Becker recrea y enhebra, además, algunos de los momentos más granados de la rica tradición literaria y artística francesa: esa excursión en barca por el río, esos señoritos ataviados con bombín y bigotito engominado y acompañados de descocadas jovencitas, esos bailes populares que traen a la memoria más de un cuento galante de Maupassant; el París humilde y arrabalero de las novelas de Zola, sus tabernas, sus meublés y sus fulanas, sus chulos y hampones hermanados por juramentos secretos y por las severas leyes de la herencia; ese extraordinario epílogo, en fin, en el cual se subliman todas las virtudes de una película intensa y tan cruda como lírica, y que resulta digno del mismísimo Stendhal. Ahí es nada. Como si fuera tan fácil decirlo como hacerlo.
Es más que posible que no fuera su intención hacerlo, pero, por una vez, un traductor de títulos al español logró hacerle más justicia a esta espléndida película acerca del irresistible y fatídico poder magnético de la atracción amorosa que su pobre título original, ese “Casco de Oro” que alude al peinado de su rubia protagonista y que no es sino un pálido reflejo de la riqueza y profundidad de sus propuestas. Y no porque sea un fiel retrato del mundo lupanario parisino, sino por recorrer la geografía universal de las bajas pasiones y sus devastadores efectos como lo haría uno de los muchos instrumentos de filo cortante que pueblan la película. Sobria, concisa e incisiva, “París, bajos fondos” rehúye los histéricos perifollos y golpes de efecto del folletín que podría haber sido y opta por las sugerencias, los silencios y las elipsis, por la contención y la sequedad narrativa, por el poder expresivo de rostros y miradas y unas pocas y significativas palabras. De la image avant toute chose.
A partir de unos hechos extraídos de la más prosaica realidad, Becker recrea y enhebra, además, algunos de los momentos más granados de la rica tradición literaria y artística francesa: esa excursión en barca por el río, esos señoritos ataviados con bombín y bigotito engominado y acompañados de descocadas jovencitas, esos bailes populares que traen a la memoria más de un cuento galante de Maupassant; el París humilde y arrabalero de las novelas de Zola, sus tabernas, sus meublés y sus fulanas, sus chulos y hampones hermanados por juramentos secretos y por las severas leyes de la herencia; ese extraordinario epílogo, en fin, en el cual se subliman todas las virtudes de una película intensa y tan cruda como lírica, y que resulta digno del mismísimo Stendhal. Ahí es nada. Como si fuera tan fácil decirlo como hacerlo.

8,0
159.860
5
30 de enero de 2011
30 de enero de 2011
36 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Circula por estos pagos un tópico, que no sé si llamar curioso, perezoso o directamente idiota, que identifica a quienes se atreven a dudar del valor de ciertas pelis actuales con fósiles petrificados en el obsoleto blanco y negro de unos clásicos que habría que ir demoliendo, ciegos a las revoluciones que, día sí y otro también, tienen lugar a su alrededor, incapaces de asimilar las nuevas gramáticas que genios adelantados a su tiempo inventan a diario para espectadores tan visionarios y liberados de ataduras con el pasado como ellos. Después de ver “Origen” y de repasar muchas de sus muy entusiastas críticas, uno acaba sospechando, sin embargo, que la devoción monjil con que se glorifica a alguno de estos mesías es más propia de un costalero en plena Semana Santa sevillana que de un cinéfilo, que, por pomposa que suene la palabreja, no deja de ser un señor sentado ante una pantalla con una bolsa de cacahuetes y un cuenco, no debería hacer falta decir para qué: hasta un chimpancé sabe, con el debido respeto, que las cáscaras no se mastican.
El gran problema de “Origen” es que es pura cáscara. Tan preocupado está Nolan con la estructura externa de su obra, con sus giros y volatines, sus peonzas, sus bucles y sus cajitas chinas, que acaba descuidando las reglas más elementales de la sintaxis narrativa, de la creación de personajes, del encaje lógico de acciones significativas y seres de ficción con algo de carne y hueso. Bajo su pátina de enigma trascendente, “Origen” no oculta sino un jueguecito de ingenio tan enrevesado como banal y tan brillante como anodino, que, paradójicamente, cuanto más pretende sumergirse en la psique humana más se aleja de su objetivo de inquietar a quien no se contenta, como los espectadores de la prehistoria del cine, con dejarse amedrentar por la visión de un tren en marcha. Que “Origen” aturda los sentidos no significa que emocione. Ni mucho menos.
Que para darle algo de hondura al protagonista haya que recurrir al viejo truco de la esposa perdida y al cursi paisaje campestre con adorables niñitos indica cómo son de irrelevantes sus personajes y lo fácil que resulta desvincularse de esa panda de plastas que te explican todos y cada uno de los pasos que dan, despreocuparse de lo que pueda ocurrirles cuando, como los brutos pero entrañables Hombres de Harrelson, se montan en furgonetas, se suben a azoteas ajenas y se lían a tiros y mamporros contra todo lo que se mueve. Porque, al fin y al cabo, de eso se trata, de liarla parda y a lo grande, aunque con coartada freudiana. Al torpe e interminable correcalles de su segunda hora hay que reconocerle, sin embargo, que logró, sin duda involuntariamente, que me involucrara a fondo en la trama de la peli: dejé atrás los tres niveles de mi subconsciente, crucé a toda velocidad el cuarto, el limbo y hasta las putas puertas de la percepción. Me quedé frito, vamos. Roncando a pierna suelta. Ni sedación, ni maletín, ni hostias. Es lo que tiene ser un fósil, supongo.
El gran problema de “Origen” es que es pura cáscara. Tan preocupado está Nolan con la estructura externa de su obra, con sus giros y volatines, sus peonzas, sus bucles y sus cajitas chinas, que acaba descuidando las reglas más elementales de la sintaxis narrativa, de la creación de personajes, del encaje lógico de acciones significativas y seres de ficción con algo de carne y hueso. Bajo su pátina de enigma trascendente, “Origen” no oculta sino un jueguecito de ingenio tan enrevesado como banal y tan brillante como anodino, que, paradójicamente, cuanto más pretende sumergirse en la psique humana más se aleja de su objetivo de inquietar a quien no se contenta, como los espectadores de la prehistoria del cine, con dejarse amedrentar por la visión de un tren en marcha. Que “Origen” aturda los sentidos no significa que emocione. Ni mucho menos.
Que para darle algo de hondura al protagonista haya que recurrir al viejo truco de la esposa perdida y al cursi paisaje campestre con adorables niñitos indica cómo son de irrelevantes sus personajes y lo fácil que resulta desvincularse de esa panda de plastas que te explican todos y cada uno de los pasos que dan, despreocuparse de lo que pueda ocurrirles cuando, como los brutos pero entrañables Hombres de Harrelson, se montan en furgonetas, se suben a azoteas ajenas y se lían a tiros y mamporros contra todo lo que se mueve. Porque, al fin y al cabo, de eso se trata, de liarla parda y a lo grande, aunque con coartada freudiana. Al torpe e interminable correcalles de su segunda hora hay que reconocerle, sin embargo, que logró, sin duda involuntariamente, que me involucrara a fondo en la trama de la peli: dejé atrás los tres niveles de mi subconsciente, crucé a toda velocidad el cuarto, el limbo y hasta las putas puertas de la percepción. Me quedé frito, vamos. Roncando a pierna suelta. Ni sedación, ni maletín, ni hostias. Es lo que tiene ser un fósil, supongo.
11 de abril de 2010
11 de abril de 2010
36 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vale, dejémoslo claro desde el principio: si a alguien se le ocurriera apilar todas las copias existentes de las pelis de Enzo G. Castellari en un patio, las rociara con gasolina y les prendiera fuego, poca gente lloraría por ellas. No nos engañemos, por simpáticas que nos resulten y por muchos recuerdos que nos traigan a algunos de nuestra niñez, las pelis de Castellari son pura caspa chunga de la Italia de los setenta, esa a la que yo, personalmente, tengo que agradecer que inflamara mis primeros sueños húmedos (Edwige Fenech, Ornella Muti... ¿qué habría sido de mí sin vosotras?), pero que, definitivamente, no es bocado del gusto de los paladares más finolis y no les valdrá a sus responsables ni una estrella en Hollywood Boulevard ni muchas esquelas laudatorias el día en que se mueran. Suerte ha tenido Castellari de contar con un vocero como Quentin Tarantino, que no ha dejado de cantar las virtudes de esta peli y ha vampirizado el título con el que se estrenó en el mercado anglosajón, ese “Inglorious Bastards” que ha resucitado, aun fugazmente, el interés por su cine.
Lo cierto es que si algo hay que reconocerle a Castellari es que no da gato por liebre. Desde la descacharrante fanfarria inicial entre colorines pop, la peli es un correcalles a todo zoom de tiros, persecuciones y explosiones, en el que soldados de todos los bandos mueren a puñados y dando saltos casi se diría que de alegría. Es cierto que las interpretaciones, cuando las hay, son malas con ganas, que los personajes son puros estereotipos que como mejor están es calladitos, porque cuando hablan no dicen más que burradas, que el guión es una descerebrada combinación de retales de “Los doce del patíbulo”, “La gran evasión”, “El desafío de las águilas” o “Los violentos de Kelly”, en el que sólo faltan Bud Spencer y Terence Hill repartiendo bofetones estereofónicos o Alvaro Vitali espiando a unas nazis tetudas tras unos arbustos, pero Castellari no pretende otra cosa que entretener, y eso lo consigue con creces. Es honesto y leal, liquida el asunto en el tiempo justo y con el ritmo acertado, no se va inútilmente por las ramas y a base de poner continuamente a prueba la credulidad del espectador y de salir mediante el humor de los atolladeros en que le mete el guión, se gana, inevitablemente, su simpatía: después de ver conquistada una fortaleza nazi con un tirachinas, me siento incapaz de decir nada malo de Castellari.
Todo lo dicho hace aún más incomprensibles las dos horas y media de bostezos y cabezadas que, en teoría, ha inspirado, los diálogos estúpidos e interminables, el ritmo inexistente, la dirección torpe y comodona del chistoso de la clase que espera que todo el mundo aplauda a rabiar sus gracias. Sí, por si alguien se lo pregunta, la respuesta es sí: sigo resentido. Más todavía después de comprobar que en la peli de Castellari hay material de sobra para sacar mucho más que el insípido chicle remascado que otros han sacado. Y conste que no estoy mirando a nadie.
Lo cierto es que si algo hay que reconocerle a Castellari es que no da gato por liebre. Desde la descacharrante fanfarria inicial entre colorines pop, la peli es un correcalles a todo zoom de tiros, persecuciones y explosiones, en el que soldados de todos los bandos mueren a puñados y dando saltos casi se diría que de alegría. Es cierto que las interpretaciones, cuando las hay, son malas con ganas, que los personajes son puros estereotipos que como mejor están es calladitos, porque cuando hablan no dicen más que burradas, que el guión es una descerebrada combinación de retales de “Los doce del patíbulo”, “La gran evasión”, “El desafío de las águilas” o “Los violentos de Kelly”, en el que sólo faltan Bud Spencer y Terence Hill repartiendo bofetones estereofónicos o Alvaro Vitali espiando a unas nazis tetudas tras unos arbustos, pero Castellari no pretende otra cosa que entretener, y eso lo consigue con creces. Es honesto y leal, liquida el asunto en el tiempo justo y con el ritmo acertado, no se va inútilmente por las ramas y a base de poner continuamente a prueba la credulidad del espectador y de salir mediante el humor de los atolladeros en que le mete el guión, se gana, inevitablemente, su simpatía: después de ver conquistada una fortaleza nazi con un tirachinas, me siento incapaz de decir nada malo de Castellari.
Todo lo dicho hace aún más incomprensibles las dos horas y media de bostezos y cabezadas que, en teoría, ha inspirado, los diálogos estúpidos e interminables, el ritmo inexistente, la dirección torpe y comodona del chistoso de la clase que espera que todo el mundo aplauda a rabiar sus gracias. Sí, por si alguien se lo pregunta, la respuesta es sí: sigo resentido. Más todavía después de comprobar que en la peli de Castellari hay material de sobra para sacar mucho más que el insípido chicle remascado que otros han sacado. Y conste que no estoy mirando a nadie.
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