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Críticas 377
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
18 de octubre de 2008
172 de 206 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me gustó la primera vez, pero las gentes de buen juicio (gracias, Guille) me animaron a repetir y, sí, la cinta es algo más que un western del montón. Es, ante todo, un precipicio de moral resbaladiza.

William Munny quisiera haber cambiado. Quisiera verse libre de sí mismo y, para ello, se aísla en una granja muy modesta situada en medio de ninguna parte. Sin nadie a mano a quien matar.

El ángel de la muerte está oxidado (es excesiva la manera en que se subraya su decrepitud: caídas del caballo, escasa puntería, torpeza exagerada en el manejo de los cerdos), pero basta dar con el fusible adecuado para que la máquina se ponga de nuevo a funcionar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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En este caso el detonante es el asesinato de Ned Logan, amigo y compañero, y la bencina es el alcohol.

La atmósfera es insana. Little Bill quiere imponer la paz mediante la violencia. Ned Logan, que sí se había redimido, es torturado hasta la muerte. The Schofield Kid se convierte fatalmente en sicario antes de dejar la profesión. Y William Munny, que busca redimirse, encuentra un buen puñado más de muescas para su revólver.

Hay líneas de guión aterradoras:

Little Bill Daggett: I don't deserve this... to die like this. I was building a house.
[No merezco esto… morir así. Estaba construyendo una casa.]

Will Munny: Deserve's got nothin' to do with it.
[Lo que uno merece no tiene aquí nada que ver.]

===

Strawberry Alice: You just kicked the shit out of an innocent man.
[Le has sacado la mugre a un hombre inocente.]

Little Bill Daggett: Innocent? Innocent of what?
[¿Inocente? ¿Inocente de qué?]

===

Cuando los pistoleros hablan, habla el terror por boca del cañón de la pistola.

===

El mensaje es diáfano; lo dice, más que nada, la suciedad de la paleta de colores. Si has nacido cazador, no puedes ser porquero; ni darte a la carpintería. Si tu oficio es la muerte, no existe lugar para la redención.

Aquí no hay duelos “limpios” en la calle, al sol del mediodía. El trabajo de matar no es estilismo, es eliminación. Así de simple.

===

Y llega el desenlace:

Las putas, símbolo del eslabón más débil en la cadena del far west, se quedan extasiadas ante el ángel exterminador, que pasa de sicario a paladín, en una escena final que, pese a lo sombrío del tono y la textura, está impregnada de un lírico sabor nostálgico y crepuscular, al más puro estilo del “otro” Oeste americano. Miradas arrobadas, terror reverencial y un jinete que se aleja, de espaldas, directo al horizonte.

Un horizonte más negro de lo habitual, bien es cierto. Pero la sublimación del héroe desmiente ese propósito de enmienda a la violencia como forma de vida que se intuía en la película. El narrador (Clint Eastwood) se acaba confundiendo con el personaje (Clint Eastwood), en un giro de moral inesperada que, cuanto menos, desconcierta.

Comprendo que esa ambigüedad moral devore al personaje, pero me inquieta que salpique al narrador.
7 de julio de 2017
193 de 250 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es difícil escribir sobre una película tan profundamente salida del alma de su directora. Una película cuyo desenlace (*) expresa todo lo que un crítico quisiera describir. La dedicatoria final es una pedrada de emoción, de estima –en el sentido catalán de la palabra– que arrasa las defensas del espectador.

‘Estiu 1993’ no contiene un solo personaje que se salga de lo humano, ni una sola situación forzadamente literaria –pero su guión sí es literatura, sutil y transparente, pausada y honda–. Los juegos de niños y sus actuaciones resultan naturales –peste arriba, peste abajo, al fin y al cabo el VIH es la peste de los siglos XX y XXI– y las conversaciones, sotto voce, las conversaciones… a las que asiste Frida como sin quererlo, nos ponen un nudo en la garganta. Cuántas veces (no) hemos advertido que un niño escucha aquello que, quizás, no debería comprender. Y sin embargo, su radar infantil supera código de adultos y trampas del lenguaje. La comprensión, a cierto nivel, trasciende la semántica, la significación formal de las palabras; es pura vibración emocional.

El punto de vista, en mi opinión, es uno y doble. El de la niña, Frida, y el de la propia directora, evocando –intuyendo– la misma Frida que ella fue.

La película nos enseña a distinguir entre una col y una lechuga –¿se entiende lo que digo?–, a detenernos en el polvo que queda suspendido cuando un coche sale del encuadre, a ver flaquezas y riquezas.

Cuando la noche es muy oscura, hay una luz que mueve a regresar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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(*) El llanto de un niño es una apuesta segura y arriesgada –valga la contradicción–. Neus, la madre ausente, da vida a la película.
29 de abril de 2007
265 de 397 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue mi primera experiencia con Tarkovski. La vi hace muchos años, en el madrileño cine Doré, como corresponde a un incipiente gafapasta. Así me desvirgué. Fue tan bonito…

No iba sólo. Me acompañaban mis queridos Hermione Granger, Macarrones y Rifiuti. De los cuatro, sólo yo permanecí despierto todo el tiempo.

Salí fascinado de la sala.

===

(Años después)

Me casé, tuve dos hijos, me di una vuelta por la Fnac y… ¡allí estaba ella!, en una edición para coleccionistas. Me acerqué, la toqué tímidamente, la saqué (de la estantería, claro), la volví a meter… y así unas cuántas veces.

Finalmente, me decidí. Compré la peli.

===

(Semanas después)

La introduje en el aparato reproductor y quise recordar los viejos tiempos, pero… no fue lo mismo. Me faltaban los ronquidos de mis compañeros del Doré (Hermione, fidelísima, volvió a verla conmigo, ¡y ni siquiera se durmió!).

¿La cinta se había apolillado? Con los ojos llorosos, vi mi reflejo en el espejo del salón: era yo quien había envejecido.

===

Cometí el error de querer vivir de nuevo una experiencia irrepetible. Solaris, ¿qué me has hecho?

No quiero verte más.
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Sin embargo, al libro de Stanislaw Lem, le ha sido concedido el don de la eterna juventud.

===

04/08/2022

Hoy he vuelto a visitarla. Me ha llamado la atención, ante todo, su mundo circular. En la puesta en escena, en las panorámicas, en la composición y la estructura.

Treinta segundos de ingravidez, una punzada; un mar que es sumidero o remolino; el Maelstrom (corriente que tritura) de Julio Verne o Edgar Allan Poe.

Lem escribió que el hombre busca espejos más que conocer. En Tarkovski ese buscar es evidente. γνωθι σεαυτόν, conócete a ti mismo, rezaba el pórtico de Apolo.

He recordado aquel poema de 'Arde el mar', de Pere Gimferrer:

El mar dobla la capa de Teseo
sobre su espejo cóncavo. ¿Qué luz
punza mis ojos, varetazo, daga
de bronce líquido? Aves nos hablan, aves
no de este mundo. Oh, golpead mis pómulos
con la miel de esta luz, tendón, escafandra
o gas en mis pulmones, inhalando
y exhalando, como un águila partida
en dos mitades. Vivo, vivo estoy
como un águila, dioses. ¿Seré uno
o dos para vosotros? No pensaba
hallarme aquí, en la gruta donde velan
minotauros de yeso. Viento, acucia
tus carnes en Trieste, y lean los míos
sobre la esfera verde de sus ojos
que me he perdido en Creta.
20 de agosto de 2010
142 de 153 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las noches de Cabiria no son las noches que se espera de una prostituta. Tres noches y tres fábulas, a cual más sorprendente: la improbable velada con un actor famoso; la visita a los infiernos con el buen samaritano (aquí la noche desemboca en el amanecer); y el espectáculo de magia e hipnotismo en un local llamado Lux –antesala de un idilio novelero.

Tres noches y tres hombres. El primero es la frivolidad, el lujo hortera y las burbujas; el segundo es todo compasión (comparte sin buscar publicidad ni reconocimiento, consciente de que sus acciones no son más que una gotita de piedad en un caudal inmenso de pobreza); y el tercero es la promesa de felicidad.

Podría hablar del tratamiento de lo religioso en la película: ritos, almas, procesiones, ironías. O de los excelentes personajes secundarios: la prostituta revirada, el tío lisiado, el fraile Giovanni, la amiga Wanda... O del uso fértil del lenguaje callejero. Podría detenerme en los detalles: el paraguas de Cabiria, su chaqueta mugrienta, la vela que se apaga, la presencia material de los billetes… O en el tono de tragicomedia, tan logrado. Esos aspectos se disfrutan sin necesidad de ponderarlos a priori.

El italiano retrata la prostitución sin enseñarnos el acto sexual. Lo más cerca que estamos de ver a Cabiria faenando es cuando sube en un camión con un cliente. Pero Fellini corta y aparece la protagonista abandonada en medio de ninguna parte. El buen samaritano la recoge. Más adelante, Cabiria vislumbra su futuro al encontrarse con una prostituta avejentada, que vive en la miseria.

No desvelaré los pormenores de la trama ni diré cuál es el desenlace. Pero esta cinta se degusta más a la segunda, conociendo previamente la última secuencia, una secuencia deslumbrante que desnuda el alma de Cabiria. Verla con ella en mente multiplica efectos, alegrías, tristezas, desengaños. Amplifica sufrimientos y sonrisas. Como si la piedra final le diera nueva luz al edificio.

Cuando todo parecía listo para una conclusión convencional y pulcra, Fellini se la juega con una serie de planos en que muestra al ave fénix, el pájaro de ensueño que renace de entre sus cenizas. En ese punto, la ilusión del cine llega al corazón.
16 de diciembre de 2015
139 de 148 usuarios han encontrado esta crítica útil
‘45 años’ es una gran obra menor. O una pequeña obra mayor, como prefieran. Un mecanismo de relojería emocional brillante e implacable con destellos de genialidad. Es, en fin, la historia de un deshielo. Charlotte Rampling y Tom Courtenay –espléndidos en sus papeles respectivos– dan vida y muerte (es un decir) a un matrimonio, los Mercer, que se dispone a celebrar su cuadragésimo quinto aniversario.

La película arranca con la pantalla en negro y el sonido de un proyector de diapositivas. Un sonido mecánico, intrigante, que más adelante sabremos que habrá de formar parte de uno de los clímax de la obra. Abajo a la derecha (con letra blanca y diminuta), algunos créditos. Resulta conmovedor pensar en los nombres de los dos actores protagonistas sobreimpresos en ese océano de oscuridad. No tardaremos en advertir que ese negror es una ausencia que inunda cada fotograma. La pantalla en negro es símbolo de un personaje, Katya, cuya no presencia es absolutamente omnipresente. No es infrecuente oír que todo el mundo o toda familia guarda un cadáver en el armario ("to have a skeleton in the cupboard", dicen los ingleses); en este caso, Geoff Mercer lo guarda en la azotea. No se trata de un secreto inconfesable sino del fantasma de un antiguo amor.

Cuando alguien ha sido sometido a alguna amputación, es habitual que siga percibiendo sensaciones del miembro cercenado; las más de las veces se trata de sensaciones dolorosas. Es el llamado síndrome del miembro fantasma. Pues bien, me tomo la licencia de diagnosticar que Geoff sufre de ese síndrome, pero a nivel emocional. Perdió a su amada Katya en circunstancias traumáticas y ahora, décadas después, le escriben para comunicarle que han encontrado su cuerpo congelado. El deshielo en un glaciar de Suiza ha hecho que el cadáver aparezca. Y, al recibir la noticia, los recuerdos se deshielan en su mente.

Quisiera detenerme en el inicio. La primera secuencia transcurre al aire libre, en la campiña inglesa. Planos hermosos, generales. Kate Mercer habla con el joven cartero, un antiguo alumno, que la felicita por el inminente aniversario. Por fuera y desde lejos, todo va a pedir de boca. La siguiente escena es de interior. Geoff abre la correspondencia. Se percibe, pese a su sobriedad, un cataclismo. La carta está escrita en alemán. La idea de que necesite un diccionario –puesto que su alemán ha sufrido el óxido del tiempo y del no uso– para descifrar el texto plenamente, es muy hermosa. Un amor pretérito, una lengua semiolvidada, unos resortes emocionales que, de pronto, se desencadenan, de puertas adentro. El hecho de que Geoff, debido a una enfermedad coronaria y un bypass, esté físicamente muy disminuido, es otra excelente idea en la composición del personaje: nunca sabremos con certeza hasta qué punto sus ademanes y dicción son consecuencia de su estado físico o de su estado emocional –al fin y al cabo, cuerpo y mente son indisociables–. Por supuesto, es Kate la que localiza el diccionario. El diccionario de un idioma que no entiende. Esta secuencia también desencadena en ella un torrente de emociones contenidas.

Por fuera, todo bien. La grieta es interior (me viene a la memoria la excelente secuencia en que Kate acaricia, antes de la intimidad, la cicatriz de su marido; una cicatriz que es metáfora evidente del accidente en la montaña). Después de esa segunda escena, un plano memorable. Desde dentro de la casa se nos muestra, a través de la cuadrícula del ventanal, a la pareja hablando en el jardín. Las líneas del marco los separan y, como en 'Ordet' (1955, Carl Theodor Dreyer) el tictac del reloj no deja de sonar. Ni siquiera es necesario oír sus voces. El hogar, desde dentro, los mira entristecido. El uso que hace Andrew Haigh de la alternancia de espacios internos y exteriores, del clima inglés, de los objetos reales y evocados (¿qué pesa más, un colgante de lujo o un tosco anillo de madera?), junto a una planificación exquisita y una verdadera sinfonía de miradas (la de él, huidiza; amarga y llena de matices la de ella), sitúan la cinta a gran altura. La selección de música y efectos sonoros es precisa y minuciosa. El punto de vista también es un acierto. Como en ‘Rebeca’ (1940, Alfred Hitchcock), miramos desde la protagonista femenina. Como en ‘Rebeca’, la sombra de la ex es alargada –aunque los mecanismos son distintos: si en Rebeca todo se sustentaba en un equívoco, en una falsa idealización, en ‘45 años’ (que bien pudiera haberse titulado ‘Katya’) persiste en Geoff el ideal–. Katya, de algún modo, es el reverso luminoso de Rebeca.

El guión es excelente aunque, en ocasiones, alguna línea –especialmente en boca de Kate– explicita demasiado. Hubiera deseado un poco más de ambigüedad. El texto tiene mucho, en mi opinión, del relato ‘Los muertos’, de James Joyce. Un hecho (aquí una carta; allí una melodía) desencadena una tormenta emocional. El clima (la nieve, el hielo, el viento, el agua); la antigua pasión idealizada (personificada en Katya o Michael Furey), que no se sabe si es pasión por el otro o pasión por uno mismo junto al otro, en plenitud de facultades juveniles; el desencanto (mezcla de celos retrospectivos y tristeza) y la duda (¿qué lugar ocupamos en lo hondo de la vida de quien ha sido nuestro compañero –Geoff o Greta– desde tiempo inmemorial?); la decrepitud (aquí una cicatriz y un cuerpo que apenas si responde; allí una abuela cantarina) y la comprensión de que el nosotros no es más que construcción artificial.

Se ha hablado de que esta cinta tiene algo de Ingmar Bergman; para mí es demasiado inglesa como para ser escandinava. En cualquier caso la veo más cercana a ‘Saraband’ (2003) que a ‘Secretos de un matrimonio’ (1973), mujer muerta (Anna) incluida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La escena en la que reconocemos el sonido del proyector de diapositivas del inicio y quedan confrontadas la imagen de Katya y Kate en la pantalla, rebosa de emoción. El ser de carne y hueso desgastado frente a la imagen detenida e inasible. Una rival temible e imposible de alcanzar. “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida.” Y, si no ha de ser así, al menos conservar las apariencias.



[Texto publicado en cinemaadhoc.info]
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