Vista con la distancia del tiempo, al principio puede parecer algo naif (aunque sólo lo parece). Claro, que Lana Turner es mucha Lana Turner. Esta sensación se acentúa aún más, si ya conocemos la versión del año -1981-, cuando en la escena en que se besan en la cocina, Turner y Garfield, con la mesa de amasar a sus espaldas, el plano se les acerca para irse apagando hasta el fundido en negro, obviando el embadurnase en harina.

En su primera parte se hace un poco lenta y sólo se sustenta por la tensión sexual pero más adelante acelera y nos imbuye de tal modo en la trama que ya no podremos dejarla hasta el final. Pero es muchísimo más que un thriller. Es una película que nos habla profundamente, si la queremos escuchar. Nos habla de cómo nos enredan las pasiones, entre inseguridades y desarraigos, de que sólo somos briznas de hierba mecidas al viento, hojas sobre la corriente, algas en la marea, siempre arrastradas por las circunstancias y de que siempre recibiremos las cartas del destino, pues aunque no oigamos su primera llamada, el cartero siempre llama dos veces.