Por principio todos procuramos generosidad en el juicio cuando vemos que la película se filmó en 1959 y estamos dispuestos a admitir, sin mucho esfuerzo, que ni la industria del cine ni la prospección de futuro tenían por qué atenerse a parámetros actuales.

Tampoco se oculta a nadie que los efectos especiales que Ed Wood utiliza con profusión pueden, incluso partiendo de esa favorable predisposición primera, mover al espectador a cierta irritación.
Aunque también hay que enarbolar la bandera de la sinceridad y reconocer que a una parte del público le producen ternura.
Ternura maternal, si se quiere. Pero ternura.

En dos palabras, la película resulta cinematográficamente escasa, anticipa el futuro con imaginación exigua y además peca en muchos momentos de ingenua, de ñoña y de moralista.

Hoy sólo puede verse la película sobre la base del convencimiento de que se trata de un film de culto y de que posee un valor exclusivamente histórico en función de lo que su director, para bien o para mal, representa en el ámbito del celuloide.