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Voto de Jordirozsa:
6
4,5
6.451
Terror. Thriller
Tras un accidente de autobús, varios jóvenes turistas mochileros norteamericanos y australianos se quedan a pasar la noche en una remota y paradisíaca playa de Brasil. En seguida confraternizan con la gente del lugar y montan una fiesta, pero a la mañana siguiente descubren que los nativos no eran tan hospitalarios como parecían, y que tras la playa de arena blanca y la jungla exuberante se esconde en su interior un secreto oscuro e inquietante. (FILMAFFINITY) [+]
30 de agosto de 2022
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Tengo muy buenas razones para conservar un gran recuerdo de mi viaje a Brasil, hace ya veintitrés años, cargado de sueños, carrera recién acabada y unas ganas horribles de huir de mi entorno natural. Eso es lo que, por lo menos conscientemente, creo, me mandó ahí, y para que mis padres se quedaran tranquilos de que no me largase sólo a Mozambique para vete a saber cuanto tiempo. O sea que ellos pusieron el billete de vuelta, y la compañía en esta aventura, que compartí con cuatro curas y un matrimonio paisano.
No se pueden imaginar ustedes el cúmulo de asociaciones, recuerdos, evocaciones, experiencias resucitadas… que me asaltaron de mi mozo viaje al otro lado del charco, a la lejana región “carioca” de Rondonia, cuando, unos años después, y ahora hace unos meses revisitada, vi “Turistas” (2006), de John Stockwell. Parecido a nuestros aventureros sajones, después de tres aviones, el viaje de cinco horas en autobús desde Porto Velho hasta Guajará-Mirim, nuestro destino final, en el que se nos hizo de noche, y en el que en una carretera que atravesaba el “mato” (o lo que quedaba de él) aparecieron “oropús”, una “sucurí” muerta y muchos agujeros en el firme del camino, fue lo primero que se me vino a la cabeza.
Parte de la angustia y tensión que percibí ambas veces que visioné el metraje, con las peripecias, desventuras, esperanzas, sufrimientos y multitud de perrerías por las que pasa el grupo de viajeros de “Lost in Paradise”, provino del inevitable proceso de identificación que realizé con cada uno de ellos y ellas. Por la montaña de elucubraciones del… “¿qué habría pasado si?”
Por ejemplo, si en nuestra primera escala en Salvador de Bahía, yo hubiese cedido a mis apetitos, y, separándome del grupo, me hubiese ido con un guapísimo chico que me estaba mirando, apoyado en un muro e intuyendo lo que yo deseaba.
Si, en una de las dos noches que pasamos allí, yo me hubiera ido en plena noche, también sólo, para buscar uno de estos sitios donde decían que hacían “auténticos” rituales candomblé o vudú, por los que profesaba auténtica fascinación…
Si allá donde morábamos, en Guajará, me hubiese dejado llevar por la pasión por una “rapazinha” local de la que me enamoré locamente, pero ya casada… o me hubiese aventurado a ir por la noche donde sabía que operaban serrerías de la red de deforestación ilegal de los “fazendeiros”, para tomar fotos.
O, en una escala de doce horas, en Sao Paulo, una ciudad inmensa, infinita… en el viaje de vuelta, cuando me puse en manos de un taxista, en busca de un lugar para descansar (pues estaba reponiéndome de una reacción alérgica de la que me trataron en el aeropuerto). El señor vino a recogerme a la hora pactada, pero podría haberme dejado en el motel de mala muerte donde dormí un tiempo, y vete tú a saber.
No fue difícil ponerme en el lugar de Alex (Josh Duhamel), Pru (Melissa George), Bea (Olivia Wilde), Finn (Desmond Askew), Amy (Beau Garret) o Liam (Max Brown), aunque yo, ni entonces con 24 añejos, poseía sus hermosas dotes anatómicas.
Y, aunque a diferencia de ellos, no fuimos de fiesteo, sino a levantar una cooperativa de pequeños agricultores, y afortunadamente volvimos sanos y salvos, su periplo provocó en mi mente un rebobinaje de imágenes que aparecieron, y unalud de condicionales (perfectos, imperfectos y pluscuamperfectos).
Dio la chanza que se trata de una historia contada y rodada en un país en el que estuve. Podría haber sido en cualquier otra parte del culo del mundo, o incluso en cualquiera de nuestras ciudades, o lugares comunes, en los que habitualmente pacemos. Asesinatos, robos, secuestros… a diario se suceden en todo rincón de cualquier sociedad. Así es en muchas de las películas de formato parejo al que nos presenta el Stockwell. Sin embargo, el director norteamericano, más proclive a la acción que al terror (y hasta me atrevería a decir que, en este caso, el terror es puramente accesorio, simplemente atribuído por la naturaleza de los hechos narrados y el continuo desasosiego que provocan), desubica el tradicional cliché del mal llamado “slasher”. Remodela el mismo esquema en un cocido que combina el suspense, el cine de viajes y aventureros, con toques de romance, e incluso alguno de comedia que, de forma bastante tópica, protagoniza el “donaire” de la tragedia, el británico Finn (referente es la escena en la que, desconcertado, ve a la prostituta con la que ha yacido en el chiringuito de la playa, agarrarle un fajo de billetes, aguando la fantasía del pobre “guiri”, de que aquello había sido un rollete idílico de bienvenida).
Enrique Chediak tiene la virtud de transportarnos a un entorno de exuberante belleza, tanto en las escenas de la playa, como en los adentros de la jungla, y muy especialmente el entorno del río, con su cascada y el entramado de pozas en las cavernas (bravo por las escenas subacuáticas de Peter Zuccarini, ducho en estos menesteres, como demostró en “La Vida de Pi” o “Piratas del Caribe”).
El director de fotografía elabora, con este encanto, que contrasta con la cruenta acción, un recorrido por el que el lugareño Kiko (Agles Steib), de muy dudosa lealtad, guiará a los perdidos y despojados visitantes a un lugar presuntamente seguro, después de haber sido drogados y robados en la playa; y casi echados a patadas por los habitantes de una aldea dejada de la mano de Dios, cuando despiertan e intentan buscar ayuda.
El tratamiento de la imagen en lo que respecta a los movimientos de cámara y el montaje, da a la cinta un aire documental; cierta dosis de realismo narrativo. También la dirección de actores, que figuran unos personajes (tanto héroes como villanos) que, aunque bastante estereotipados, procuran transmitir una naturalidad lo más cuotidiana posible. Incluso cuando, llegados al lugar supuestamente seguro, los chicos cosen la herida en la cabeza de Kiko (se había pegado un testarazo al arrojarse a la cascada para mostrarles parte de un camino que se tenía que hacer a nado).
No se pueden imaginar ustedes el cúmulo de asociaciones, recuerdos, evocaciones, experiencias resucitadas… que me asaltaron de mi mozo viaje al otro lado del charco, a la lejana región “carioca” de Rondonia, cuando, unos años después, y ahora hace unos meses revisitada, vi “Turistas” (2006), de John Stockwell. Parecido a nuestros aventureros sajones, después de tres aviones, el viaje de cinco horas en autobús desde Porto Velho hasta Guajará-Mirim, nuestro destino final, en el que se nos hizo de noche, y en el que en una carretera que atravesaba el “mato” (o lo que quedaba de él) aparecieron “oropús”, una “sucurí” muerta y muchos agujeros en el firme del camino, fue lo primero que se me vino a la cabeza.
Parte de la angustia y tensión que percibí ambas veces que visioné el metraje, con las peripecias, desventuras, esperanzas, sufrimientos y multitud de perrerías por las que pasa el grupo de viajeros de “Lost in Paradise”, provino del inevitable proceso de identificación que realizé con cada uno de ellos y ellas. Por la montaña de elucubraciones del… “¿qué habría pasado si?”
Por ejemplo, si en nuestra primera escala en Salvador de Bahía, yo hubiese cedido a mis apetitos, y, separándome del grupo, me hubiese ido con un guapísimo chico que me estaba mirando, apoyado en un muro e intuyendo lo que yo deseaba.
Si, en una de las dos noches que pasamos allí, yo me hubiera ido en plena noche, también sólo, para buscar uno de estos sitios donde decían que hacían “auténticos” rituales candomblé o vudú, por los que profesaba auténtica fascinación…
Si allá donde morábamos, en Guajará, me hubiese dejado llevar por la pasión por una “rapazinha” local de la que me enamoré locamente, pero ya casada… o me hubiese aventurado a ir por la noche donde sabía que operaban serrerías de la red de deforestación ilegal de los “fazendeiros”, para tomar fotos.
O, en una escala de doce horas, en Sao Paulo, una ciudad inmensa, infinita… en el viaje de vuelta, cuando me puse en manos de un taxista, en busca de un lugar para descansar (pues estaba reponiéndome de una reacción alérgica de la que me trataron en el aeropuerto). El señor vino a recogerme a la hora pactada, pero podría haberme dejado en el motel de mala muerte donde dormí un tiempo, y vete tú a saber.
No fue difícil ponerme en el lugar de Alex (Josh Duhamel), Pru (Melissa George), Bea (Olivia Wilde), Finn (Desmond Askew), Amy (Beau Garret) o Liam (Max Brown), aunque yo, ni entonces con 24 añejos, poseía sus hermosas dotes anatómicas.
Y, aunque a diferencia de ellos, no fuimos de fiesteo, sino a levantar una cooperativa de pequeños agricultores, y afortunadamente volvimos sanos y salvos, su periplo provocó en mi mente un rebobinaje de imágenes que aparecieron, y unalud de condicionales (perfectos, imperfectos y pluscuamperfectos).
Dio la chanza que se trata de una historia contada y rodada en un país en el que estuve. Podría haber sido en cualquier otra parte del culo del mundo, o incluso en cualquiera de nuestras ciudades, o lugares comunes, en los que habitualmente pacemos. Asesinatos, robos, secuestros… a diario se suceden en todo rincón de cualquier sociedad. Así es en muchas de las películas de formato parejo al que nos presenta el Stockwell. Sin embargo, el director norteamericano, más proclive a la acción que al terror (y hasta me atrevería a decir que, en este caso, el terror es puramente accesorio, simplemente atribuído por la naturaleza de los hechos narrados y el continuo desasosiego que provocan), desubica el tradicional cliché del mal llamado “slasher”. Remodela el mismo esquema en un cocido que combina el suspense, el cine de viajes y aventureros, con toques de romance, e incluso alguno de comedia que, de forma bastante tópica, protagoniza el “donaire” de la tragedia, el británico Finn (referente es la escena en la que, desconcertado, ve a la prostituta con la que ha yacido en el chiringuito de la playa, agarrarle un fajo de billetes, aguando la fantasía del pobre “guiri”, de que aquello había sido un rollete idílico de bienvenida).
Enrique Chediak tiene la virtud de transportarnos a un entorno de exuberante belleza, tanto en las escenas de la playa, como en los adentros de la jungla, y muy especialmente el entorno del río, con su cascada y el entramado de pozas en las cavernas (bravo por las escenas subacuáticas de Peter Zuccarini, ducho en estos menesteres, como demostró en “La Vida de Pi” o “Piratas del Caribe”).
El director de fotografía elabora, con este encanto, que contrasta con la cruenta acción, un recorrido por el que el lugareño Kiko (Agles Steib), de muy dudosa lealtad, guiará a los perdidos y despojados visitantes a un lugar presuntamente seguro, después de haber sido drogados y robados en la playa; y casi echados a patadas por los habitantes de una aldea dejada de la mano de Dios, cuando despiertan e intentan buscar ayuda.
El tratamiento de la imagen en lo que respecta a los movimientos de cámara y el montaje, da a la cinta un aire documental; cierta dosis de realismo narrativo. También la dirección de actores, que figuran unos personajes (tanto héroes como villanos) que, aunque bastante estereotipados, procuran transmitir una naturalidad lo más cuotidiana posible. Incluso cuando, llegados al lugar supuestamente seguro, los chicos cosen la herida en la cabeza de Kiko (se había pegado un testarazo al arrojarse a la cascada para mostrarles parte de un camino que se tenía que hacer a nado).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Lo mismo con la metódica, impasible y deshumanizada actitud con la que el Dr.Zamora (Miguel Lunardi) se dedica a extraer los órganos de sus presas. No es que se trate de interpretaciones sosas, o de una realizaxión inepta; sino que quiero pensar que Stockwell no quiere imprimir ningún exceso de dramatismo que desvirtúe el carácter genuino y verista en el retrato de los protagonistas. Cosa que va para írsele de las manos en la bastante estrafalaria recta final resolutiva del argumento.
La partitura de Paul Haslinger, a base principalmente de sintetizadores, y de efectos y timbres electrónicos, va meciéndose sin aspavientos, sazonando un proceso diegético que se va cociendo en su propio jugo; sin ansias ni aspavientos, un continuo que el guion de Michael Ross va desplegando sin prisa, pero sin pausa: desde el inicio, con el accidente de autobús, y sólo con el paréntesis de apacibilidad de la fiesta en la playa, escena en la que se aprovecha para introducir mejor a los turistas, y dejar ya entonces claro, por su cuota de cámara y de diálogos, quienes van a fenecer y quienes sobrevivirán, como en las pelis de Tarzán.
El ritmo de la acción siempre irá con la carga implícita de la tensión sobre lo que podrá suceder. Y aunque se vislumbre lo que les ocurrirá a los excursionistas (ellos con la incertidumbre a cuestas, y de ahí el suspense), en todo momento nos mantendrá pendientes de lo que vendrá, como zanahoria con caña ante el rucio para hacerle andar, al espectador, casi constantemente al trote.
Desde el momento de la “resaca” en la playa, en la que despiertan sin sus pertrechos, iniciado el periplo, y después paralelamente a la escena de la caminata guiada por Kiko en la selva, el montaje intercala este fragmento con el del intento de fuga fallido y muerte de los suecos a los que se habían llevado los esbirros del malo, y cómo éste, al saberlo, en un alarde de inmisericorde venganza, lo paga con uno de sus subordinados, clavándole un pincho en el ojo hasta matarlo. Con esta parte del montaje, nos queda bien retratado el perfil de Zamora, y el hecho que éste protagoniza, atentamente observado por el que parece ser su segundo, justifica el que, en el giro final, en el desesperado proceso de escape, carrera y persecución de Álex, Bea, Pru y Kiko (el resto fenece en la refriega, mientras se liberan) por las cavernas, los dos últimos supervivientes se libran de la muerte porque el perro de presa del doctor se gira contra su amo, aplastándole los sesos con una roca, motivado quizás por el temor al trato que suele dar a sus subordinados cuando se cabrea.
Explicado este delicado y crucial momento, quedan puntos en el desenlace que se pueden antojar confusos, debido al exceso de trepidación en el ritmo de la parte conclusiva. Ello agravado por la falta de claridad en parte de toda la escena nocturna de la huida, digna de las entregas de “Desaparecido en Combate” o “Rambo”.
Esta alocada parte es la que corta de cuajo la atmósfera gestada de suspense, y pasa a una frenética secuencia de acción; una especie de furiosa coda a una trama que, desde el momento en el que los prisioneros se liberan de su “cárcel”, se puede dar por cerrada, a la espera de un resultado incierto, hasta que el monstruo es eliminado por uno de los suyos.
En definitiva, no podemos hablar de una película de terror, si no es por el efecto sugestivo de identificarse con la terrible experiencia de los desafortunados turistas, sobre todo si durante todo el metraje nos hemos ido poniendo en su piel. Principalmente en la de aquéllos a quienes el destino tiene reservada una muerte cruel y absurda.
Independientemente de que todo lo visto y hablado nos frene o no a irnos de viaje, cierto es que hay que pensar bien la decisión tomada al respecto; dado el precio al que está actualmente el combustible, la cosa nos puede costar un riñón... o ambos. Sino, pregúntenle a César Augusto. Pero en su aventura, lo que perdió él, fueron dos legiones en la Selva de Teutoburgo.
La partitura de Paul Haslinger, a base principalmente de sintetizadores, y de efectos y timbres electrónicos, va meciéndose sin aspavientos, sazonando un proceso diegético que se va cociendo en su propio jugo; sin ansias ni aspavientos, un continuo que el guion de Michael Ross va desplegando sin prisa, pero sin pausa: desde el inicio, con el accidente de autobús, y sólo con el paréntesis de apacibilidad de la fiesta en la playa, escena en la que se aprovecha para introducir mejor a los turistas, y dejar ya entonces claro, por su cuota de cámara y de diálogos, quienes van a fenecer y quienes sobrevivirán, como en las pelis de Tarzán.
El ritmo de la acción siempre irá con la carga implícita de la tensión sobre lo que podrá suceder. Y aunque se vislumbre lo que les ocurrirá a los excursionistas (ellos con la incertidumbre a cuestas, y de ahí el suspense), en todo momento nos mantendrá pendientes de lo que vendrá, como zanahoria con caña ante el rucio para hacerle andar, al espectador, casi constantemente al trote.
Desde el momento de la “resaca” en la playa, en la que despiertan sin sus pertrechos, iniciado el periplo, y después paralelamente a la escena de la caminata guiada por Kiko en la selva, el montaje intercala este fragmento con el del intento de fuga fallido y muerte de los suecos a los que se habían llevado los esbirros del malo, y cómo éste, al saberlo, en un alarde de inmisericorde venganza, lo paga con uno de sus subordinados, clavándole un pincho en el ojo hasta matarlo. Con esta parte del montaje, nos queda bien retratado el perfil de Zamora, y el hecho que éste protagoniza, atentamente observado por el que parece ser su segundo, justifica el que, en el giro final, en el desesperado proceso de escape, carrera y persecución de Álex, Bea, Pru y Kiko (el resto fenece en la refriega, mientras se liberan) por las cavernas, los dos últimos supervivientes se libran de la muerte porque el perro de presa del doctor se gira contra su amo, aplastándole los sesos con una roca, motivado quizás por el temor al trato que suele dar a sus subordinados cuando se cabrea.
Explicado este delicado y crucial momento, quedan puntos en el desenlace que se pueden antojar confusos, debido al exceso de trepidación en el ritmo de la parte conclusiva. Ello agravado por la falta de claridad en parte de toda la escena nocturna de la huida, digna de las entregas de “Desaparecido en Combate” o “Rambo”.
Esta alocada parte es la que corta de cuajo la atmósfera gestada de suspense, y pasa a una frenética secuencia de acción; una especie de furiosa coda a una trama que, desde el momento en el que los prisioneros se liberan de su “cárcel”, se puede dar por cerrada, a la espera de un resultado incierto, hasta que el monstruo es eliminado por uno de los suyos.
En definitiva, no podemos hablar de una película de terror, si no es por el efecto sugestivo de identificarse con la terrible experiencia de los desafortunados turistas, sobre todo si durante todo el metraje nos hemos ido poniendo en su piel. Principalmente en la de aquéllos a quienes el destino tiene reservada una muerte cruel y absurda.
Independientemente de que todo lo visto y hablado nos frene o no a irnos de viaje, cierto es que hay que pensar bien la decisión tomada al respecto; dado el precio al que está actualmente el combustible, la cosa nos puede costar un riñón... o ambos. Sino, pregúntenle a César Augusto. Pero en su aventura, lo que perdió él, fueron dos legiones en la Selva de Teutoburgo.