Cuando era pequeña (sí, alguna vez lo fui), era muy muy miedosa. Imaginaba, acostada en la cama, que por mi ventana podrían entrar los espíritus, y por el espejo de la puerta del armario aparería un lobo (esto sobre todo después de ver "lobo" de Nicolson), pero lo que más miedo me daba era bajar los pies de la cama, e imaginar que una mano saldría de abajo y me agarraría, entonces yo, caería al suelo sin remedio, muerta de miedo, claro está. La solución más práctica era ir corriendo a la cama de mamá: - Mami, ¿puedo dormir contigo?. Mi madre casi sin inmutarse emitía un "mmmppsssiiii", yo me metía en la cama, lo más cerca de ella que podía y a dormir como un angelito.
Nunca fui consciente de lo que para mi madre, cansada después del trabajo, suponían las noches en vela, causadas por mi paranoia infantil, cuando no eran por mi fiebre, o simplemente mis caprichos.
Y así, un día lluvioso de noviembre, pasados ya unos cuantos añitos mas (y uno poco mas), llegué al cine, y me senté delante del papel de la pared del orfanato. Y nunca, nunca había dejado una película, en mi todavía corta carrera como espectadora, tan claro el amor incondicional, loco e infinito de una madre a su hijo. Amor que traspasa la pantalla, te pega una puñalada en el pecho y al fin, te hace llorar, te arranca una primera lágrima sincera seguida de sus compañeras, que por caridad la acompañan detrás.
Y así, llegué a casi tocar con la punta de mis dedos, lo que cercanamente podía sentir mi madre aquellas noches de candelabro en mano.

¡¡MAMA TE QUIERO!!