Una vez conocí a alguien que conoció a Steve Martin. Y decía mi conocido de él, de Martin, el tantas veces presentador de la Gala de los Óscar, que es un cretino. Así, sin tapujos. Un cretino. Con toda su inteligencia a cuestas. Un cretino. Y parece ser, por otra parte, que John Candy era, sí, un individuo único en su género, la más irascible y grande estrella del Canadá, un hombre fenómeno.
No me alcanza el entendimiento para discriminar qué actores conectan mejor con qué actrices, y quién de entre ellas nació para interpretar no sé qué papel con no sé quién de entre ellos, pero el caso, el extraordinario caso es que, con entendimiento o sin él, tengo la certeza absoluta de que los arrumacos que se dispensan a discreción John Candy y Steve Martin en la peli y en la cama de ese ruinoso motel y de que las escenas en las que comparten plano son tales, de que la química que desprenden juntos es tal, en definitiva, que me voy a reír un rato del acoplamiento entre Spencer Tracy y Katharine Hepburn, del vínculo entre Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de África o de la consonancia que hubo entre Tom y Jerry por los siglos de los siglos.
Que si no es química lo que late entre el irascible y fenómeno John Candy y el presuntamente cretino Steve Martin en MEJOR SOLO QUE MAL ACOMPAÑADO yo nunca nada escribí ni nadie nunca amó.
Más que química, vaya, que, algunas veces, una palabra no resulta suficiente.