Cuando Michelle Williams está en escena, no tienes ojos para nadie más. Y no por una recreación fabulosa, ni porque se piense en una Marilyn rediviva, sino por esa naricita respingona, los ojos azul cielo, el blanco nuclear de los dientes o el perfecto arco de los pies. Lo que ocurre es, al hilo de todo esto, que uno apenas necesita ojos, ni oídos, para nada más. A saber, y por nombres:
a) Kenneth Branagh: admirador confeso de sir Laurence Olivier, se parece, con tanto talco en la cara, o lo que sea, a Calvero, el Chaplin de Candilejas. Y Julia Ormond se asemeja mucho más a Mario Balotelli, por ejemplo, que a Vivien Leigh.
b) Eddie Redmayne: exceptuando al Eddie Redmayne de La teoría del todo, le recuerdo sólo una cara desde El buen pastor: esa cara de proceso lento, como si le costase asimilar la mayoría de los fonemas.
c) Emma Watson: Infame, igual que siempre. Infame. Y aunque ya lo dije con anterioridad, no me queda más remedio que repetirlo: ¿no sería posible que alguien en clase de Herbología idease una pócima para desaparecerla?
d) Alexandre Desplat: es genial. De verdad. Pero, pensando en El gran Hotel Budapest, no entiendo por qué me suena tanto la música de MI SEMANA CON MARILYN a la de Atrápame si puedes, de John Williams.
En fin. Que MI SEMANA CON MARILYN sólo es interesante por cuanto a la proporción directa con lo que se pueda tener de cotilla, y que tanta escenita a cámara lenta y tanto filamento de bombilla ha estado a punto de quitarme la tentación de subir a ver a quien vive arriba.