En la tradición de aquellos que trataron de desmontar con su obra el mito del sueño americano -acaso el primero fuese John Steinbeck-, Sam Mendes, sin uvas y sólo con una mediana dosis de ira, irrumpió con fuerza inusitada a finales del siglo XX para mostrar al mundo cómo es la cara preciosa de una hipócrita mujer adúltera, la cara vista y marcial de un homosexual reprimido y la descarada cara, entre otras, de una adolescente ligera de maneras y estrecha... de miras. También, claro, las descomunales dotes para la interpretación, para la creación, de un actor descomunal. Un actor descomunal que habría de recoger un óscar en tanto que, cuando las cámaras se retiraban, labrándose andaba un porvenir de los oscuros.
Pocas veces ha tenido una película tanto de premonitorio y pocas veces Kevin Spacey, Annette Bening y Chris Cooper han estado tan espléndidos. Y muy posiblemente, nunca se haya augurado la metafórica desaparición de un peso pesado de la escena con una música tan hermosa y con tanto tino.
Sin duda, el mejor momento del día.