Normalmente las obras que son capaces de darlo todo para evocar un sentimiento incluso si eso requiere sacrificar la narrativa suelen ser mis grandes favoritas y las que más me han influído.

Este metraje entra en esta categoría. La narrativa es eclipsada por un simbolismo religioso que funciona a distintos niveles. Puede ser tan simple como el arma en forma de cruz que uno de sus protagonistas carga a sus hombros o mucho más compleja, como la relación entre la niña y el huevo.

A este simbolismo hay que sumarle la deliciosa ambientación, quizá la más similar a estar dentro de un sueño que he tenido nunca con una película. Sus sombras cargadas y su atmósfera etérea no solo ayudan a potenciar el sentimiento religioso y espiritual del filme, sino que además sirven como declaración de intenciones instantánea.

Basta con escuchar las primeras notas de su banda sonora, ver por primera vez a sus personajes o dejarse llevar por el densísimo ritmo de la obra para entender la desolación y la incertidumbre de su autor, Mamoru Oshii, quien se ha rodeado de profesionales que claramente comprenden su visión y su mensaje y traen junto al mismo una de las obras más bellas que jamás he visto.