Busco algunas de las perdurables sensaciones sobre la vida y la existencia que me provocó "Aguas tranquilas" (2014) y no las encuentro en los loables intentos de provocarlas de esta directora nipona ni en su anterior trabajo "Una pastelería en Tokio" (2016) ni en esta pausada reflexión sobre las imágenes y las palabras.
Dice el refrán que: "una imagen vale más que mil palabras". Encontrar solo un puñado para incentivar la imaginación de los que no pueden ver y recrear no ya solo esa imagen sino aquello que pudiera provocar dicha imagen es la labor, subjetiva, titánica y la mayoría de las veces imposible de una joven que graba audios para describir películas. Entramos en un terreno fascinante donde los lenguajes se superponen y el amor por la luz y la imagen, por el cine en definitiva está presente en la propuesta de Kawase.
Sin embargo todo ello intenta maridarlo o sostenerlo sobre una relación amorosa entre quien se ve privado de su corazón (es un fotógrafo) al quedarse ciego y la joven y la cosa, a mi juicio, no funciona. Como tampoco funciona la escasa subtrama de la madre de la protagonista y su pasado, hilvanado todo ello por esa luz crepuscular conque la directora baña los rostros excesivamente extasiados en una abundancia de primeros planos que no me aportan las sensaciones que subraya. Me marean las escenas cámara en mano que intercala sin saber cual es su intención estética o dramática. Algo queda del rumor del viento en las hojas de los árboles, de la fragilidad de la vida que se filtra por nuestros sentidos. Lo suficiente para esperar la próxima entrega donde Kawase vuelva a brillar con el resplandor que posee.

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