Dado que no es una nueva versión (remake) de la icónica cinta de Ridley Scott del 82 las comparaciones se deberían limitar a si esta secuela de Villenueve captura el entorno y la esencia de su predecesora. Lo hace.
Junto con el director produce el propio Scott y como coguionista está Hampton Facher igual que en la primera, aunque de la novela de Philip K. Dick apenas queden ya rescoldos y la trama de esta se vuelva algo confusa por momentos. La dirección artística es impecable y como en el 82 los efectos especiales y la fotografía son el plato fuerte de una historia que carece del lirismo y la emotividad de su predecesora, una historia de búsqueda de identidad que se resiente del excesivo metraje y cuyo "misterio" tan celosamente guardado no acaba de compensar el conjunto. 

No nos equivoquemos, la película es notable y se disfruta dentro de los parámetros del género. Villenueve la dirige con cariño, respeto por sus fuentes y le aporta su estilo elegante pero no puede como era de esperar acabar de desprenderse del poderoso lastre de la nostalgia  (Vangelis añorado) y a estas alturas del siglo XXI tampoco dispone de la baza de la sorpresa visual que supuso su predecesora. La medida interpretación de Gosling y el siempre efectivo Ford destacan junto con Ana de Armas en un reparto donde los antagonistas y secundarios o caen en los estereotipos (más por el guión que por sus interpretaciones) o les falta el volumen suficiente para dejar huella. Por otro lado uno no puede dejar de intuir un cierto aroma, probablemente por parte de producción de búsqueda de rendimiento comercial con un final abierto a terceras partes tan alejado del mítico Rutger Hauer recitando "Lágrimas en la lluvia". 

A la postre Villeneuve ha salido airoso de la responsabilidad y el riesgo con una cinta que quedara como una digna coda (a pesar de sus 163 m.) de un clásico irrepetible.

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