Paul Thomas Anderson sabe que es grande, el problema es que lo sabe demasiado. Le cuesta hacer la criba de sus ideas geniales. Sus ideas son todas innovadoras y originales y no es capaz de prescindir de ninguna consiguiendo así que la línea argumental se vea esclavizada por el virtuosismo estético, el ritmo (casi coreografía) y el impacto visual. Los actores se ven esclavizados también por ese torrente de creatividad y rozan el exceso con frecuencia. Todos sabemos que un papel de tarado casi siempre es un Oscar. Joaquin Phoenix sorprende al principio con su intensa interpretación pero poco a poco uno siente unas inmensas ganas de que no adopte más esa pose ridícula de brazos en jarra que dentro de unos años alguien parodiará. Phillip Seymour hace también creíble el absurdo de su personaje. Puede que el premio a la contención se lo debiera llevar Amy Adams. En fin, el elogio de la locura es algo que a mí, personalmente, me agota y me da risa. No pude evitar al verla pensar qué hará en su momento Ben Stiller, al que le daba risa el monólogo de Brando en Apocalipsis now, si se decide a parodiarla. Espero ansioso a que Thomas Anderson se guste un poco menos y le gustemos nosotros un poco más. Solo un poco.