Los personajes de Bergman son así, buscan, buscan y nunca encuentran. Viven en la desolación, en la falta de algo esencial. Como todos. Pero a Bergman esto le atormenta, es el leitmotiv de todo su cine, es su duda y tormento existencial, ¿por qué no nos encontramos?, ¿qué nos falta? Parece que no puede vivir sin respuesta y su obra es la expresión de esta necesidad a la vez que la constatación de que no hay respuesta. En esta película esa desazón se plasma en un matrimonio que no puede realizarse porque ambos no se encuentran a sí mismos en él, y acaban echándoselo duramente en cara a pesar de que la atracción mutua no les abandona. Lo encomiable de este filme es su capacidad de mantener la tensión y la expectación con una producción espartana, con apenas dos actores y cuatro decorados desnudos. Incluso a los que ya imaginamos la respuesta que nos dará Bergman, seguimos esperando la «sangre», la caída a los infiernos de la pareja; y la maestría del director nos acaba sorprendiendo pues, cosa rara en su cine, se apiada y nos da compasión, deja que haya un resquicio de amor insobornable, no buscado, cuando ambos dejan de ser lo que son y se rinden entre sí, entre sus brazos, a pesar de todo, mostrando que es el fracaso de sí mismos lo que les da lo ansiado, o simplemente dejan de ansiar, se agotan, aunque sea de manera efímera. Lo que se busca, esa verdad que nos haga enteros, tiene la cualidad de ser lo que se escapa a la búsqueda.