Tras cada acting humorístico de Will Ferrell late el nihilismo depresivo del hombre lúcido que es. No porque aborde temas serios o por una especial capacidad de análisis, sinó por su voluntad de ser ese cómico que odia su vida real, como Bill Murray. Es una pose y no es una pose, pero lo cierto es que los films donde habita giran siempre alrededor de la creación de momentos donde esta extraña extravagancia vital pueda lucirse. Es un estilo muy sutil para la mayoría, que no lo ve y, por lo tanto, no puede tener la posibilidad de disfrutarlo. Estos son los que no ríen nunca.

Para los que lo captan, es este un estilo metacinematográfico que tiene sus pros, pero también sus contras: te expulsa de la ilusión, de la película. Es como un actor que por error mira a cámara. El centro de atención es el actor, no la historia. El resultado final es una sucesión de momentos brillantes con otros convencionales que divierte en conjunto pero que está lejos de ser brillante. La culpa reside en la propia construcción del producto: mientras Will Ferrell esté por encima de sus películas y no a su servicio, nunca hará ninguna obra maestra. A otros cómicos antes ya les ha pasado, pues les recordamos a ellos y a ni uno solo de sus chuscos films, llámense Jim Belushi, Eddie Murphy o Martes y Trece. Cuidado.