No he leído ni un solo libro protagonizado por Kurt Wallander. Reconozco esa laguna cultural perteneciente al mainstream literario creado por Henning Mankell con más de una decena de novelas y también narraciones breves. En el lado positivo, pues, está mi mirada limpia de apriorismos y condicionantes externos a la propia obra audiovisual.

La serie tiene, de momento, 9 telefilms de hora y media. El conjunto es desigual a causa del interés y la calidad de cada historia, que plantea y resuelve un caso criminal único. El eje que da continuidad de una a otra es la evolución emocional y personal de ese inspector triste, depresivo y casi superado por la vida que tan sobriamente interpreta Kenneth Branagh. No hay aspavientos ni melodrama barato sino una búsqueda por la sencillez y la síntesis. Se ve en el uso del bello y deprimente paisaje sueco como un personaje más, como un alter ego de Wallander, así como en la elección de unos actores de primer nivel -no necesariamente bellos-, en unos diálogos breves y claros, en un tempo con mucho silencio. Aún así, ciertos esquematismos visuales y en sus guiones la acercan más a lo solvente que a lo brillante.

Pero el resultado es un retrato de la mediana edad sin concesiones: el sufrimiento por la muerte, por la decadencia, por la descendencia, por el amor inexistente, la conciencia de entrar en el último tramo productivo de la vida, la certeza de que no hay grandes verdades. Lo de menos, en la mayoría de veces, son los casos en sí y sus resoluciones. Lo que de verdad importa es ver como estos joden a Wallander de uno en uno y sumado, tal y como nos pasa a todos con nuestras propias circunstancias diarias.

No es solo una serie policíaca. Es, por encima de todo, el retrato crudo de una época olvidada del ciclo vital, relegada siempre en el audiovisual a un plano marginal: la madurez. Un original e interesante planteamiento, sin duda.