Una muestra más de la desbordante imaginación y el atrevimiento sin límites del cine francés que, cuando no está condicionado por los límites de la realidad, cuando la animación no le constriñe a algo que tenga que existir para poder rodarlo, consigue resultados visualmente apabullantes. Exagerada e imposible, entre la filsofía de “El principito” y la estética de “Avatar”, “Cazadores de dragones” nos lleva a un mundo medieval en el que todo es posible, la gravedad es un concepto relativo, hay castillos flotantes, casas orbitando alrededor de asteroides, caballeros, dragones-esqueleto y en cualquier momento una oveja puede llover del cielo.

Cierto que los personajes son estereotipos, la historia no tiene los cincuenta mil matices de una producción Pixar y que seguramente la cantidad de megaframes y píxel por segundos renderizados no alcance las conseguidas en uno solo de los pelos del burro de Dreamworks, pero la inmersión y la empatía que consigue esta película consigue satisfacer con creces a toda clase de públicos.

“Cazadores de Dragones” es una película hecha por y para la técnica: no es una película de emociones, aunque lo intente; como tampoco es una apuesta narrativa para romper moldes líricos y crear un precedente argumental. Sencillamente, es una película para entrar en un mundo nuevo, un mundo diferente y deleitar la vista con su estética y su propuesta artística… El que se deje arrastrar no lo lamentará, viajará noventa minutos a sitios que desaparecieron al cumplir diez años. El que la vea con intención de quejarse de cada lugar común, de cada irregularidad de ritmo o de la simpleza de los perfiles puede ahorrárselo o abandonar en el minuto cinco: soy el primero por reconocer que hay obras más trascendentes que esta.