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España España · Barcelona
Voto de Eduardo:
6
Western 1874. Un gigantesco búfalo blanco siembra el terror, la muerte y la destrucción en Dakota. Tres hombres intentan darle caza, pero sus motivos son muy distintos. Wild Bill Hickok, un famoso pistolero que ha vuelto al Oeste, lo hace para poner fin a sus pesadillas. Crazy Horse, un jefe sioux, porque el alma de su hija, víctima de la fiera, sólo hallará la paz cuando su cadáver sea cubierto con la piel del búfalo. Zane, por su parte, sólo ... [+]
18 de diciembre de 2019
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Western extraño, casi sobrenatural, numinoso, supone la última incursión de Charles Bronson en el género, y culmina la trilogía "animalera" de Dino De Laurentiis, iniciada con la desventurada King Kong, un auténtico insulto para los fans del original, continuada con Orca, la ballena asesina, vulgar imitación de Tiburón, aunque no tan desaforadamente mala como la del pobre gorila (una de las escasas cintas en que Charlotte Rampling no exhibe el felpudo), y rematada con la que nos ocupa. Bronson es el mítico Wild Bill Hicock, torturado por pesadillas recurrentes sobre un búfalo blanco gigantesco que amenaza su existencia. Will Sampson es el no menos mítico Caballo Loco, que quiere vengar la muerte de su hijita a pezuñas del bicho de marras. Entre ambos, enemigos por antonomasia, se operará un cambio radical que dará lugar a una breve amistad para acabar con el enemigo común. J. Lee Thompson dirige con eficacia, incluso inspiración, véase la escena inicial, rodada con un primor insólito, con el fin de adentrarte en el mundo de pesadilla que recorre toda la cinta. Por supuesto, está inspirada en Moby Dick, faltaría más, pero eso no disminuye sus componentes originales. En un ambiente claustrofóbico, debido a la nieve que se espesa sobre y alrededor de nuestros (anti)héroes, se desarrolla la acción, cuajada de terror en algunos momentos. Secundarios de oro adornan las imágenes, empezando por una Kim Novak que luce corpiño, preciosa como siempre, y siguiendo con los míticos John Carradine, Clint Walker, el entrañable Cheyenne de nuestra infancia, Slim Pickens, y Stuart Whitman, todos ellos en apariciones que pueden contarse en escasísimos minutos. Otro de los grandes aciertos de la obra es la monumental banda sonora del gran John Barry, una composición definida por esa percusión tan inquietante que suma valor a la aterradora atmósfera, y con un tema central de exaltado lirismo. Naturalmente, hay un pero, y reside en los infaustos efectos especiales del monstruo, de una desidia, una pobreza, una cutrez que casi están a punto de arruinar la película, que, de hecho, se pegó un gran batacazo comercial, no supo ser apreciada por los connoisseurs en una época en que el western ya agonizaba (aunque sigue gozando de excelente mala salud). En suma, a descubrir y degustar tras décadas de olvido y desprecio.
Eduardo
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