Odio el western. Así, fríamente. Sin motivos personales. Prejuicios o prepucios, qué más da, el caso es que no me atraen los caballos ni mucho menos los vaqueros. No obstante, ¿quién mejor que Clint Eastwood para derruir mis reticencias? Y es que, en efecto, la película me ha gustado, no importa cuánto, para mí es todo un logro, pues ya lo intenté con ella una vez y apagué el reproductor a los 20 minutos. Esta vez no, esta vez fue diferente, esta vez -me dije- aguantaré como un machote lo que me echen, coño, que Eastwood lo merece, que el western crepuscular que cerró el género también, y los espectadores enamorados de éste, y yo mismo, cojones, que se me quite de encima la tontería. Y allá que fui: PLAY...

La estética mola, muy currada. El personaje de Clint mola, como siempre (menudo puto crack es este hombre). La historia empieza a molar, bien. Las dudas y los claroscuros arrojados sobre los personajes ídem (me froto las manos). Los diálogos son sencillos pero directos, como disparados por las bocas de esos tipos duros; por mucho que se empeñen en repetir que dejaron el pasado atrás, no los creo, no hay más que intuirlo en su mirada. Bang bang. El bueno de Freeman siempre me enamora, haga lo que haga, con esa expresión que es la mismísima definición de la culpa y la inocencia a una. Todo es ambiguo. No hay malos muy malos ni mucho menos buenos. Este Oeste mola, desde luego. La escena del bar, qué duda cabe, mola. Y llega el final...

Y yo, aun reconociendo que en ningún momento he quedado fascinado, no puedo evitar, como Talamasca, que una solitaria lágrima se deslice por mis retinas al leer no sé qué acerca de una mujer casada con un tipo despreciable. Así, fríamente. Sin motivos personales.

Le debo mucho al western. Palabrita de niño Jesús que empiezo ahora.