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Voto de Doctor Zaius:
9
Comedia. Intriga California, año 1970. A Doc Sportello, un peculiar detective privado de Los Ángeles, le pide ayuda su exmujer, una seductora "femme fatale" debido a la desaparición de su amante, un magnate inmobiliario que pretendía devolverle a la sociedad todo lo que había expoliado. Sportello se ve envuelto así en una una oscura trama, propia del cine negro. Adaptación de la novela homónima de Thomas Pynchon publicada en 2009. (FILMAFFINITY)
9 de junio de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Paul Thomas Anderson le atraen los retos. Uno de ellos, enfrentarse a la historia reciente de su país y hacer una crónica personal que ilustre el zeitgeist nacional del momento a partir de un puñado de vidas particulares. “There will be blood” (“Pozos de ambición”) recogía la tortuosa peripecia del nacimiento de la petrocracia norteamericana a través de la historia de un hombre-hecho-a-sí-mismo capaz de cualquier cosa por sacar adelante su negocio. “The master”, por su parte, indagaba con frialdad en las heridas y los traumas de la norteamérica post-segunda guerra mundial y en la línea de fractura que configuraba la sociedad resultante del conflicto a través de dos personajes desarraigados en busca de algún tipo de sentido para sus vidas. En “Inherent Vice”, Anderson se atreve con una de las primeras novelas de Pynchon para acercar la cámara a los primeros años setenta norteamericanos, los del final de la fantasía hippy y el aterrizaje en un mundo dejado en manos de la maquinaria brutal del mercado y de la lógica de la sociedad del espectáculo.

Es importante, al acercarse a esta película, tener claro que la misma materia de lo narrado queda en segundo plano frente a las texturas de la propia experiencia visual. Anderson propone un viaje lisérgico de la mano de un detective fumado que entra y sale de escenarios entre delirantes y pesadillescos en busca de un antiguo amor, una peripecia que se salda con la estupefacción de acercarse a la textura de un lugar -California- que funciona como epítome de un país que es incapaz de descifrar, con la sensación de haber cambiado la dulce modorra de los años que siguieron a la primavera del amor por una resaca permanente expresada en forma de paranoia.

Sobre el rostro de Joaquin Phoenix recae la complicada tarea de dar cuenta del asombro y de la sensación permanente de nonsense que transmite cada uno de los escenarios que va recorriendo. De entre los escombros de los felices sesenta surge un mundo ilegible, formado por una infinidad de fragmentos inconexos que parecen habitar dimensiones distintas aunque ocupen espacios en contacto. Pero la alucinación que a ratos cree experimentar el protagonista es real: los golpes duelen, los disparos matan gente, los accidentes de coche acaban mal, y estar en el lugar equivocado en el momento incorrecto puede acabar con una o varias muertes, tal y como nos recuerdan las alusiones continuadas a la familia Manson. Un universo delirante, informe y al tiempo estructurado según una lógica inaccesible, en el que, como si estuviéramos siguiendo a una Alicia que va persiguiendo al conejo blanco, todo espacio tiene una puerta secreta, un hueco, un punto de fuga que lleva a un otro lugar desconectado del anterior pero dominado por un intenso sentido del absurdo.

La recreación de la época está hecha con una notable economía de medios: los vestuarios, algunos automóviles y los objetos que rodean a los personajes son suficientes para crear la ilusión de que estamos en esos años setenta que recordamos del visionado de infinitas películas y series de televisión anteriores. Junto a ellos, la paleta cromática funciona con efectividad en su tarea de hacer que nos creamos insertos en una película “de época”. Y la música, en forma de canciones del año en el que suceden los hechos, nos envuelve como el humo de los porros que circulan todo el tiempo, cautivándonos y haciéndonos fluir por los meandros de un relato inabarcable que, en su aparente desbarajuste narrativo, resulta magnético y seductor. Destacar también singularmente la galería de personajes que gravitan alrededor del protagonista Doc Sportello: un Josh Brolin que, dibujado a base de ángulos rectos y movimientos brutales, parece mismamente extirpado de un cómic de Dick Tracy, una Katherine Waterston que encarna un tipo de belleza femenina concreta localizable con exactitud en esos primeros 70s o un Owen Wilson extraviado entre la fragilidad y el misticismo ante el cual es imposible no rendirse.

“Inherent Vice” es, por tanto, una crónica en clave semionírica del momento exacto en el que la utopía hippy se desmoronó y dejó al descubierto el mundo plagado de grandes corporaciones, sociedades mafiosas y control gubernamental que se nos venía encima. Una crónica poco legible pero ilustrativa, a través de sus atmósferas y de sus escenas (impresionante toda la puesta en escena de cada uno de los segmentos que componen el film), salpicada de detalles y apuntes capaces de desarbolarnos con su infinita capacidad de sugerencia (las notas que toma el protagonista en una libretita durante todo el metraje son el mejor ejemplo de ésto). Y, sobre todo, por encima de la nostalgia que uno podría sentir por el tiempo perdido, constatación del asombro ante las oportunidades que se perdieron, ante las realidades materializadas realmente en ese momento clave que anunciaba la combinación de sociedad del espectáculo, turbocapitalismo y era del simulacro que se avecinaba.
Doctor Zaius
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