Es muy osada técnicamente y narrativamente, y tiene poderío visual. Los toques entre imaginativos y vulgares llevados adelante con un guión caprichoso la incluyen entre esas obras antiguas experimentales y llamadas a revolucionar el futuro panorama del séptimo arte. Pero vayamos a la parte negativa: es un latazo de las dimensiones de un estadio de fútbol. Debí habérmelo olido, porque la Nouvelle Vague o sus orígenes no se incluyen entre mis movimientos predilectos, pero la fama tiene su gusanillo y tanto bombo que tiene Vigo con sus escasas películas rodadas y su muerte prematura no se podía dejar pasar.
La pareja de los dos petardos recién casados en luna de miel a bordo del barco es de un irritante que pone nervioso, acompañados por los otros tripulantes colgadillos no menos cargantes (exceptuando a los gatos, la mar de cucos) y jalonados con estomagantes visitas a tierra. No me han sido muy estimulantes los morros hasta el suelo del gilipuertas del marido antipático, prepotente, mano larga y celoso, ni los morritos compungidos seguidos a los cinco segundos de las sonrisitas bobaliconas de la esposa muñequita que, como está mandado, acaba por aburrirse dentro de un cascarón de escasos metros cúbicos mirándoles el careto a los otros tres (y a los gatos que trepan por todas partes), y obviamente siente la llamada de la ciudad, los escaparates y las chucherías, requebrada por un descarado vendedor ambulante al que el encabronadísimo cónyuge se pirra por zumbarle la jeta.
Mirar el reloj cada cinco minutos no es buena señal.