Héctor, el estigma del miedo
1984 

5,8
48
Drama
En un pueblo frío, montañoso y solitario vive Héctor. Lleva una vida rutinaria; nunca ocurre nada. No tiene contacto alguno con la gente excepto los sábados, cuando su único amigo Antonio le lleva víveres para que siga subsistiendo. Sus vidas dan un giro inesperado cuando aparece un terrateniente que quiere comprar sus casas. Antonio cede sin pensárselo dos veces, pero Héctor no está dispuesto a claudicar. (FILMAFFINITY)
19 de enero de 2018
19 de enero de 2018
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
”El capital quiere mantener al campesinado en el olvido y en el silencio, pero el campesino quiere ser dueño de su propio destino”.
Esta cita extraída de El Campo Para El Hombre, uno de los documentales-ensayo de la castellano-catalana Helena Lumbreras, bien pudiera resumir no sólo Héctor El Estigma Del Miedo sino que también a una película primo hermana suya, Tasio. Si en la maravilla de Montxo Alméndariz Anastasio era un ejemplo de orgullo y tenacidad en cuanto a seguir a pies juntillas el destino que él mismo se delimitaba al margen de trabajar para terceros y emigrar a la ciudad, si decidía ser un ciudadano libre (al menos en el ámbito que compete a no
depender más que de sí mismo, pues la dura vida campestre tampoco es que permita un holgado margen de decisión) pese a complicarle esto la vida a él y a los suyos más que facilitársela, el film de Carlos Pérez Ferre hace otro tanto de lo mismo durante su primera mitad: se muestra en una línea temporal presente a Héctor negándose a vender su pequeña y humildísima Masía a un terrateniente que ya ha obtenido el sí a la adquisición del resto de tierras e inmuebles de sus convecinos. Se niega a cambiar a mejor su vida en lo económico. Algunos flashbacks le muestran de pequeño aprendiendo a capturar zorros con lazo de alambre y muy apegado a su abuela, la única persona que le da cariño en un entorno difícil que su padre –vía guantada a cada instante y recordándole siempre que puede que gracias a su nacimiento muriera su madre al parirle- se encarga de convertirlo en insufrible.
A las dificultades del día a día en el campo, a las penas del auto-abastecimiento que en ocasiones ni para eso
da, el film no da concesión alguna al atisbo de esperanza, al rayo de sol; no sucede lo que en Tasio, no hay ni partida de pelota ni baile en la feria ni beso de Paulina. Héctor está contrahecho, queda cojo como consecuencia de un palizón de su viejo, es analfabeto sin más sabiduría que la que le sirve para llevarse algo a la boca o cazar un bicho del que vender su piel y encima está sometido por esa concepción mágico/mística de la religión que suele darse en el campo, ese asociar la figura de una cruz a un dios vengativo y toda serie de supersticiones. Cuando en otro flashback parece darse un cambio a mejor, cuando a Héctor y a su padre les contrata el cacique local para hacer un poco de todo en su finca, resulta que la hija del potentado (una espectacular Eulalia Espinet tcc Andrea Albani, la mujer más guapa del cine nacional junto a Soledad Miranda) pilla a Héctor en las cuadras follándose a una oveja y, en un plot twist inesperado, lejos de escandalizarse, aquello a la muchacha le excita y procede a decirle a la cabra ”yeeeeee, chatijuera, quita tú pa ponerme yo”. Una escena que además de ultramorbosa no tiene piedad para con lo que siempre ha sido algo muy comentado de la vida sexual en los pueblos y que así se encarga de mostrarlo sin rodeos, omisiones ni elipsis. Ni mucho menos entra a juzgarlo: sucede, sin más.
Esta cita extraída de El Campo Para El Hombre, uno de los documentales-ensayo de la castellano-catalana Helena Lumbreras, bien pudiera resumir no sólo Héctor El Estigma Del Miedo sino que también a una película primo hermana suya, Tasio. Si en la maravilla de Montxo Alméndariz Anastasio era un ejemplo de orgullo y tenacidad en cuanto a seguir a pies juntillas el destino que él mismo se delimitaba al margen de trabajar para terceros y emigrar a la ciudad, si decidía ser un ciudadano libre (al menos en el ámbito que compete a no
depender más que de sí mismo, pues la dura vida campestre tampoco es que permita un holgado margen de decisión) pese a complicarle esto la vida a él y a los suyos más que facilitársela, el film de Carlos Pérez Ferre hace otro tanto de lo mismo durante su primera mitad: se muestra en una línea temporal presente a Héctor negándose a vender su pequeña y humildísima Masía a un terrateniente que ya ha obtenido el sí a la adquisición del resto de tierras e inmuebles de sus convecinos. Se niega a cambiar a mejor su vida en lo económico. Algunos flashbacks le muestran de pequeño aprendiendo a capturar zorros con lazo de alambre y muy apegado a su abuela, la única persona que le da cariño en un entorno difícil que su padre –vía guantada a cada instante y recordándole siempre que puede que gracias a su nacimiento muriera su madre al parirle- se encarga de convertirlo en insufrible.
A las dificultades del día a día en el campo, a las penas del auto-abastecimiento que en ocasiones ni para eso
da, el film no da concesión alguna al atisbo de esperanza, al rayo de sol; no sucede lo que en Tasio, no hay ni partida de pelota ni baile en la feria ni beso de Paulina. Héctor está contrahecho, queda cojo como consecuencia de un palizón de su viejo, es analfabeto sin más sabiduría que la que le sirve para llevarse algo a la boca o cazar un bicho del que vender su piel y encima está sometido por esa concepción mágico/mística de la religión que suele darse en el campo, ese asociar la figura de una cruz a un dios vengativo y toda serie de supersticiones. Cuando en otro flashback parece darse un cambio a mejor, cuando a Héctor y a su padre les contrata el cacique local para hacer un poco de todo en su finca, resulta que la hija del potentado (una espectacular Eulalia Espinet tcc Andrea Albani, la mujer más guapa del cine nacional junto a Soledad Miranda) pilla a Héctor en las cuadras follándose a una oveja y, en un plot twist inesperado, lejos de escandalizarse, aquello a la muchacha le excita y procede a decirle a la cabra ”yeeeeee, chatijuera, quita tú pa ponerme yo”. Una escena que además de ultramorbosa no tiene piedad para con lo que siempre ha sido algo muy comentado de la vida sexual en los pueblos y que así se encarga de mostrarlo sin rodeos, omisiones ni elipsis. Ni mucho menos entra a juzgarlo: sucede, sin más.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El cacique les pilla, despide a Héctor y a su padre, tienen movidote en la Masía y tras comerse un buen
combo de flying punchs y uppercuts Héctor decide ganar el combate con un fatality. Lo que era narrar aquellos flashbacks ahora, ya superado el ecuador del metraje, se funde con el presente. Un presente en el que Héctor primero encuentra animales muertos en su puerta y ya después va viendo cómo mengua el número de ovejas vivas de su exiguo rebaño no por enfermedad o falta de salubridad en el pienso sino porque alguien les rebana el pescuezo. Ahí ya la cabeza de Héctor empieza a delirar y el film muestra unas alucinaciones con su abuela aún viva que asemejan a la película a una especie de giallo rural en lo estilístico, con secuencias con un aire enfermizo
muy próximo a lo que salía en aquella La Casa De Las Ventanas Que Ríen de Pupi Avati. Y es que ahí el estigma a doble nivel de Héctor, el de las palizas sufridas y el de la deshonra de su cojera y analfabetismo, pasará a transmutar en el estigma que sólo portan los santos, los mártires: Héctor termina ahorcándose en la puerta de su finca tras toda una vida de sufrimiento continuado. Y el desencadenante de todo, quien anduvo detrás de todas sus alucinaciones, paranoias y miedos, quien consiguió que se colgara de una cuerda, no es otro que su vecino, el que era su único amigo. Un hijo de puta al que el terrateniente promete tres veces el valor acordado en primera instancia por su terreno si consigue que Héctor acepte vender el suyo. Y es que aquí, tras dar a entender que sí que hay una presencia sobrenatural que fuerza los acontecimientos, todo termina con la validación de aquello que Scooby Doo se encargaba de recalcar un capítulo tras otro: que tras lo paranormal e inexplicable a priori las más de las veces hay una mano humana tratando de sacar beneficio de las situaciones y de los miedos de la gente.
combo de flying punchs y uppercuts Héctor decide ganar el combate con un fatality. Lo que era narrar aquellos flashbacks ahora, ya superado el ecuador del metraje, se funde con el presente. Un presente en el que Héctor primero encuentra animales muertos en su puerta y ya después va viendo cómo mengua el número de ovejas vivas de su exiguo rebaño no por enfermedad o falta de salubridad en el pienso sino porque alguien les rebana el pescuezo. Ahí ya la cabeza de Héctor empieza a delirar y el film muestra unas alucinaciones con su abuela aún viva que asemejan a la película a una especie de giallo rural en lo estilístico, con secuencias con un aire enfermizo
muy próximo a lo que salía en aquella La Casa De Las Ventanas Que Ríen de Pupi Avati. Y es que ahí el estigma a doble nivel de Héctor, el de las palizas sufridas y el de la deshonra de su cojera y analfabetismo, pasará a transmutar en el estigma que sólo portan los santos, los mártires: Héctor termina ahorcándose en la puerta de su finca tras toda una vida de sufrimiento continuado. Y el desencadenante de todo, quien anduvo detrás de todas sus alucinaciones, paranoias y miedos, quien consiguió que se colgara de una cuerda, no es otro que su vecino, el que era su único amigo. Un hijo de puta al que el terrateniente promete tres veces el valor acordado en primera instancia por su terreno si consigue que Héctor acepte vender el suyo. Y es que aquí, tras dar a entender que sí que hay una presencia sobrenatural que fuerza los acontecimientos, todo termina con la validación de aquello que Scooby Doo se encargaba de recalcar un capítulo tras otro: que tras lo paranormal e inexplicable a priori las más de las veces hay una mano humana tratando de sacar beneficio de las situaciones y de los miedos de la gente.
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