Tarantino es uno de los pocos tipos que una vez absorbido por el cine mainstream supo aprovecharse de él y hacer igualmente cuanto quiso. Por eso pudo hacer grandes films como las Kill Bill o la genial Bastardos Sin Gloria. Y esta vez, vuelve a la carga con un guión que solo él sería capaz de vendérselo a la industria cinematográfica más grande del mundo. Y es en esta película donde ademas la homenajea y la parodia. Sus personajes principales o son actores en decadencia, descartes que sirven de trampolín a nuevas figuras, o son gente sin rostro (como el doble de riesgo) o actores secundarios (la naïve Sharon Tate a la que nadie reconoce en el cine donde pasan el film donde actúa). Pero así como se lucen los cuerpos esbeltos y bellos, la fama y el dinero, también coexiste un trasfondo que no termina de aflorar, un odio visceral y sanguinario, que a medida que el film avanza se va haciendo más presente, la inminente salpicadura de sangre que uno imagina que verá.
Tarantino una vez más nos cuenta su amor al cine, ese amor al artificio, a la empatía y a la vez esa posibilidad de reescribirlo todo, basando su narración en uno de los episodios más oscuros que vivió Hollywood: la masacre en donde perdió la vida Sharon Tate embarazada y sus amigos a manos del clan Manson.

Las ideas no se patentan porque lo que importa no es tanto el qué sino el cómo. Y lo que hace Woody Allen es un claro ejemplo de ello. Desde hace años ya no busca construir relatos novedosos, como lo fueron La rosa púrpura del Cairo, Zelig, Take the money and run, etc., sino que se dedica a volver sobre ciertos temas, modificando los personajes que los habitan, el contexto (espacio-temporal, social, familiar), las atmósferas y los diálogos con el humor que lo caracteriza.
El nuevo film no trabaja la temática crimen-castigo, con que supo deleitarnos en films como Crímenes y pecados, Matchpoint u Hombre Irracional, sino la de los encuentros y desencuentros amorosos. Replica una historia que ya filmó en la episódica A Roma con amor (que a su vez se inspira en la película de Federico Fellini, El jeque blanco), pero esta vez en su amada Manhattan. Sigue a una pareja que visita la Gran Manzana; Gatsby Welles (Timothée Chalamet), un excéntrico joven de familia neoyorquina acaudalada, que reniega de sus orígenes, se ofrece a enseñarle a su chica (Elle Fanning) los rincones mágicos de la ciudad. Pero para ello deberá esperar a que ella termine un reportaje para un periódico universitario que se prolongará más de lo esperado, y que le permitirá sondear las intimidades de figuras públicas que se verán atraídas por su inocencia.
Entretenida para un día lluvioso.

Si bien Joker se desprende del universo de los superhéroes, viene por suerte a evitar ese mundo caldeado de efectos especiales, músculos y acción. El film sigue los pasos de Arthur Fleck en su transformación en uno de los enemigos más icónicos de Batman, poniéndose en la piel del personaje, indagando en su moral, buscando tender puentes de cordura donde no la hay. Prevalece su mirada en la siempre corrompida Gotham city (que recuerda por momentos a la turbulenta New York de Scorsese), y funda la violencia en una nueva clase de enemigos: las malas políticas de los gobiernos, la impunidad de las grandes corporaciones y el bullying a pequeña y gran escala. Este Joker no es ya el psicótico amoral de Heath Ledger, ni el payaso gángster de Jack Nicholson, sino que se trata de otra víctima de un sistema injusto y despiadado. El Guasón, de Joaquin Phoenix, más humano y empático que sus predecesores, se configura en este caso como una versión en negativo del murciélago, una contracara inevitable e incómoda, empapando el propio film de esa misma incomodidad. La de no poder discernir lo que es real de lo que no, la de internarse en callejones narrativos que no tienen salida, la de la risa que nace cuando no corresponde.

La película nos sitúa en un campo de prisioneros en la Hungría rural de mediados del siglo XIX para mostrarnos los despiadados métodos de coerción y tortura psicológica a los que son sometidos los reclusos. Entre increíbles planos secuencia y una habilidad natural para los encuadres (muy propia de los directores de Europa del este), Jancsó nos ofrece un film terrible, cargado de una violencia sutil pero implacable que sus personajes viven con una pasividad aterradora.

@mirat_esta

Con motivo de su galantería, Richard Hannay ayuda involuntariamente a huir a una agente de inteligencia que está participando en una investigación para evitar que unos espías roben secretos militares del Reino Unido. Antes de morir apuñalada logra transmitirle que debe huir porque él también corre peligro, y dicho y hecho: ahora no solo lo persiguen los asesinos de la mujer sino que lo acusan también de su muerte y la policía busca capturarlo. Se torna así el film en una vertiginosa huida que exige al mismo tiempo resolver el enigma que permita demostrar que lo que dice es cierto y que por lo tanto es inocente. En definitiva, un delicioso film cuyo visionado marida con otra gran película con una estructura muy similar filmada por Hitchcock ya en su período norteamericano, Con la muerte en los talones (North by northwest).
En este genial film de su etapa inglesa, no faltan los elementos visuales que caracterizaron su cine: un sujeto reconocible por la ausencia de la falange del meñique, inquisidoras miradas a cámara como para ponerse en la piel del fugitivo, un grito de horror de una mujer que se funde con un silbido de un tren, y las esposas que lo encadenan en su huida a otra mujer, que puede convertirse en su ruina o su salvación.