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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
10
30 de marzo de 2021
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), de Jean Pierre Melville, que adapta la novela de Vercors, seudónimo de Jean Bruller, que se había publicado de modo clandestino en 1942, es un vibrante canto, de intenso lirismo, al entendimiento con el otro y la empatía, que alcanza la condición de poema narrativo con una estructuración del relato poco convencional que influyó en cineastas como Robert Bresson, Alain Resnais o cineastas de la Nouvelle Vague, aunque haya sido calificada como anti cinematográfica por la constante presencia de una voz en off (como si fuera el único canal narrativo y las imágenes ilustraciones de acompañamiento). Por un lado está narrada, evocada, en tercera persona, por El tío (Jean Marie Robin), un anciano que vive en una apartada casa en un pequeño pueblo de la campiña francesa, junto a su sobrina (Nicole Stephen), durante la ocupación alemana, en 1941. Su presentación, en el exterior de su hogar, ante dos señales, una de las cuáles indica la dirección del cuartel alemán: ya se indica que su circunstancia está condicionada por dos direcciones (en colisión). Su hogar será el elegido para que se aloje un oficial alemán, Von Ennebreck (Howard Vernon). Esa imposición encuentra una respuesta: el silencio. Ambos personajes, tío y sobrina, en su sala, escuchan, cada día, durante semanas, los reiterados y perseverantes monólogos del oficial alemán, sus perseverantes intentos de entablar comunicación y diálogo, pero para ambos no es un individuo singular sino la representación de una ocupación y una imposición. Su presentación: una figura en el umbral de su casa, una luz refulgente, sobre su rostro, perfilada sobre la oscuridad. ¿Una luz pálida como una figura amenazante, como una criatura siniestra de una película de terror, o una luz genuina que les costará advertir? La luz de lo que representa y la luz que tardarán en discernir.

La narración en tercera persona, la voz ausente, escondida, del tío, conjugada con esas emocionadas digresiones de Von Ennebreck delimitan, en feliz hallazgo formal, ese desencuentro. Las palabras claman por el entendimiento mientras los silencios protestan por la imposición. Son muy puntuales, y muy significativos, los momentos en los que tío y sobrina pronuncian palabra (la palabra será aceptación, apertura de un diálogo). Escuchan, mientras ella teje y él lee y fuma en pipa. Von Ennebreck anhela el entendimiento, con sus reflexiones admirativas sobre la cultura francesa, o sobre la música de Bach y lo que representa, sobre su ilusión de que lo que sienten como ocupación no suponga más que un mutuo enriquecimiento. Para él no es una ocupación sino el proyecto de una alianza y una conjugación simbiótica. Von Ennerbreck no quiere que su presencia sea recibida como imposición; en un momento dado de la narración, no aparecerá en el salón con su uniforme sino como con ropa de civil, un gesto que busca la identificación, un modo de facilitar que sea vean el uno en el otro. Un intento de que no solo vean su uniforme sino a aquel que porta una voz singular. Mientras, se teje con exquisita sutilidad la atracción que se va gestando entre él y la sobrina, aunque ésta en escasas ocasiones alce la cabeza, concentrada en tejer.

La planificación atiende a los detalles, y la presencia de los objetos. elementos y gestos (el ángel, la lumbre, el gesto nervioso, abriéndose y cerrándose, de las manos de Von Ennerbreck, como si por fin fueran desterrados los puños, cuando por fin muestran ambos disposición comunicativa...).
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cinedesolaris
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9
11 de setiembre de 2021
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La magistral Daniel (1983), de Sidney Lumet, según la novela, publicada en 1971, El libro de Daniel, de E.L Doctorow, autor también del guion, es un contundente latigazo de concienciación, tan frontal, en cuanto cruda, como la mirada del mismo Daniel (Timothy Hutton) que nos contempla desde la pantalla en la secuencia introductoria, y posteriormente, en diversas transiciones durante el desarrollo de la película, mientras enumera las diversas, y brutales, aplicaciones de la pena de muerte a lo largo de la historia, como reflejo y constatación de la recurrente tendencia del ser humano a infligir daño. Sea por mero placer o legitimada por una condición sancionadora por ley o credo, la capacidad de retorcimiento del ser humano para idear modos de tortura o de ejecución (eviscerar, quemar, mutilar…) no parece disponer de límites. Una película como Daniel representa la cualidad opuesta de la naturaleza de ser humano, su vertiente constructiva, consecuente y empática, como refleja un hermoso final que inocula un espíritu combativo que no debe desfallecer contra todas las injusticias y todos los desafueros que comete toda instancia (colectiva o individual) que dispone de poder. Del mismo modo que los padres de Daniel, Paul (Mandy Patinkin) y Rochelle (Lindsay Crouse), se manifestaron, treinta años antes para que el gobierno estadounidense interviniera contra la amenaza de una dictadura franquista, o contra las injusticias laborales, su hijo mantiene ese talante, en su caso contra el intervencionismo en Vietnam.

Daniel, en las primeras secuencias, más bien se define por el apoltronamiento su cinismo, o su convicción en la inutilidad en cualquier acción de disidencia y protesta. Entremedias, el sufrimiento de su hermana, Susan (Amanda Plummer), cuyos problemas emocionales no estaban vinculados a la enfermedad (o lo que se suele catalogar de modo impreciso como trastorno mental) sino al desconsuelo. La aflicción frente al cinismo. En su cuerpo, como un tumor de desolación, se concentra todo un grito de desesperación e impotencia por el sufrimiento que infligen las instancias de poder con los desafueros de sus conveniencias y abusos, caso del que sufrieron sus padres, condenados a morir en la silla eléctrica en 1953 al ser declarados culpables de espionaje (robo de documentos relacionados con la actividad nuclear), reflejo del periodo más intenso de persecución del comunista, entre finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta, en Estados Unidos. Las vidas de los hijos están ficcionalizadas (realmente se llamaban Michael y Robert) y adquieren una condición más bien emblemática como reacción a aquellos acontecimientos (la aflicción impotente e irreparable y él ánimo disidente combativo que se desprende del cinismo cual ave fenix). Daniel vivirá todo un proceso de concienciación a partir de que vea a su hermana quebrar su sistema nervioso en pedazos, y sea internada en un hospital psiquiátrico, lo que no deja de simbolizar a lo que se aboca la falta de memoria así como todo espíritu contestatario y disidente: El agónico desconsuelo de Susan será el electroshock que le impulse a rastrear e indagar en el pasado, buscando una visión o versión más definida y clara.

La narración alterna tiempos, como una fractura que se cohesiona. Por un lado, las entrevistas que realiza Daniel a quienes vivieron doce años atrás, de modo directo o periférico, aquellos acontecimientos y, por otro, su propia experiencia o perspectiva como niño combinada con algunos de los percances que sufrieron sus padres durante diversas manifestaciones del partido comunista. La indagación se encuentra ante la maraña de un contexto difuso (lo que acentúa la desesperación ante la tragedia narrada) de conveniencias de unos u otros, sea cual fuera su facción, que determinaron que sus padres acabaran detenidos en 1950 y condenados a muerte tres años después, quizá como chivos expiatorios (fueron los únicos condenados a muerte por espionaje en tiempos de paz en Estados Unidos). Más allá de la auténtica trama de los hechos, de lo que hicieron o no sus padres, de las motivaciones de los tejemanejes de las instancias de poder y de lo conveniente que incluso fuera el martirologio para el partido comunista (por lo que, sobre todo el padre, no ayudaron del modo deseable al abogado defensor), la única certeza es la aberración ultrajante de tal hecho (en un país que se consideraba adalid de la democracia y las libertades).
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cinedesolaris
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9
15 de enero de 2023
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La música interna, el tempo narrativo, de No toquéis la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954), de Jacques Becker (quien adapta junto a Maurice Griffe y Albert Simonin la novela de éste), parece acompasada al talante vital de Max (Jean Gabin). Las primeras secuencias, en un restaurante y un night club, nos lo muestran entre ausente y fatigado, reacio a alargar la noche, pese a la insistencia de su amigo Ritón (Rene Darny), e indiferente a la posibilidad de tener un flirt con una de las dos chicas que les acompañan. Un gesto le define en la secuencia inicial: se levanta en mitad de la conversación y selecciona en la maquina de música su tema. Gesto con el que se cierra también la película, aunque ya su gesto tiene algo templada aceptación de las adversidades de la vida, significativamente, ahora sí acompañado de una mujer, con la que sí quiere afianzar una relación, Betty (Marilyn Buferd). ¿Y por qué ese inicial cansancio vital? En el night club sabremos que sus actividades están al margen de la ley, y que es un veterano respetado, cuando Angelo (Lino Ventura), por intermediación del dueño del local, y amigo de Max, Pierrot (Frank Frankeur), le solicite un hombre de confianza para sus actividades en el tráfico de drogas. Todo parece fluir con cierta desidia, como el estado de Max, cansado con una vida con la que quiere romper, ya con escasos incentivos. Considera que el robo de oro que ha realizado es ya el último. Pero en la vida hay interferencias que pueden poner en peligro la materialización de un propósito, y en su caso no es solo la posible intervención de la policía, sino los intereses de otros que quieran apoderarse de ese botín.

La narración sufre un quiebro cuando retorna a su casa en un taxi, y advierte que una ambulancia les sigue. Resulta admirable cómo Becker narra esta larga secuencia, con esa meticulosa precisión proverbial que alcanzó un grado de refinada depuración en La evasión (1960), con los movimientos de Max por el edificio para sorprender a sus seguidores, y luego abandonarlo por la parte trasera. Al llamar a Ritón, y saber que está Angelo con él, comprenderá inmediatamente que éste intenta apoderarse del cargamento de oro que robaron días atrás y que están a la espera de venderlo. Becker narra con una asombrosa inmediatez, que insufla de un aire cotidiano a la acción, una ascesis narrativa que relaciona a los personajes con su entorno a la vez que con sus estados vitales. Elocuente es la secuencia que comparte con Ritón en su casa, comiendo foie gras mientras le intenta convencer de que ya no tienen edad para seguir en estas actividades, cómo en su físico ya se revela el desgaste del tiempo. En cambio, Ritón aún está empecinado en mantenerse en esa ilusoriedad de creerse joven, capaz, como también refleja su relación, o aspiración, con la joven Jossy (Jeanne Moureau), la cual realmente sólo aspira a ascender en su posición social, y por eso sustituirá a Ritón por Angelo.
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cinedesolaris
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10
3 de mayo de 2021
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
l inicio de La evasión (Le trou, 1960), de Jacques Becker, que adapta, junto al autor, Jose Giovanni, la homónima novela, publicada en 1957, no deja de ser singular. La cámara se desplaza en un espacio abierto hasta encuadrar a Roland (Jean Karaudy), quien, inclinado sobre el motor de un coche, está arreglándolo. Se incorpora y se vuelve para dirigirse a la cámara y decir, escuetamente, que se nos va a narrar la historia de un intento de fuga de una prisión en la que él participó (en 1947, en la prisión de La Santé). En la película su personaje tendrá otro apellido (su nombre real es Roland Barbat, y su personaje se apellida Darbant; Jean Keraudy es nombre artístico), pero introduce la vertiente de documento, patente, en particular, en la atención a los procedimientos, al tratamiento del tiempo, o puntual fusión de tiempo fílmico y tiempo real. Precisamente, una de las principales cualidades de Roland es la habilidad con las manos. No sólo interpreta al cerebro de la fuga, sino que su maña es crucial (cómo utiliza, por ejemplo, uno de los hierros de la cama para usarlo como piqueta). La pericia y precisión narrativa de La evasión se acompasa a la del personaje. De alguna manera, puede parecer un documental dado cómo dedica minuciosa atención, y planos de dilatada duración, a mostrar cómo los guardas registran la comida que reciben los presos, cómo, durante cuatro minutos sin cambiar el plano, los reos pican el suelo de su celda, o sus desplazamientos y sus actividades por los subterráneos, que es descripción y análisis de situación (corte de barrotes, pique de las paredes menos gruesas, deducción de cuándo hacen ronda los vigilantes, corte de un hierro para hacer del mismo la ganzúa que les abra todas la puertas).

Su concisión es condensación, expresión de la concreción y esencia de las acciones. Y el tiempo es crucial (de hecho, tienen que idear el modo de medir la duración de sus actividades en los subterráneos para saber cuánto tienen que estar picando antes de volver a la celda). Todo es medición, cálculo, constancia, método. Es la labor depurada de un artesano. Ontología de la tarea. Los mismos personajes están descritos con precisos trazos, en sus acciones y reacciones, sin necesidad de saber de su pasado: la templanza de Roland, la suspicacia alerta de un sanguíneo Manu (Philippe Leroy), que acaba reflejando los difusos límites entre el recelo y la intuición, la jovialidad, o aparente desapego de Monsignore (Raymond Menier), que no puede camuflar en algún momento su nervioso temperamento, o el relajo con el que se lo toma todo (hasta ponerse a trabajar) Geo (Michel Constantine), quien puede aparentar que se implica menos (pero no dejará de colaborar aunque renuncie a la fuga para evitar que su madre sufriera por la tensión cuando se enterara). Los personajes son lo que parecen, pero también pueden parecer lo que no son, y reaccionar de un modo inesperado. Lo incierto de las apariencias se manifiesta de modo más claro en el recién llegado a la celda, Gaspard (Mark Michel), del que sí sabremos su pasado, porque será interrogado, explorado, por los otros cuatro, ya que es el extraño, por lo tanto incógnita, en un grupo bien definido. Ya en la previa secuencia introductoria queda patente su persuasiva capacidad para influir en la percepción sobre él de los demás, como es el caso del mismo alcaide de prisión. Logra evitar, tras una infracción cometida, que sea castigado. Por eso, su relato del por qué está ahí no deja de estar teñido de ambiguedad, cuando menos en las motivaciones. Sus rasgos suaves, cual bello ángel, y sus maneras educadas inspiran confianza, pero la duda no deja de sobrevolar, como una sombra, sobre sus posibles reacciones, a veces percibido en algún gesto elusivo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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7
28 de noviembre de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 'Magia a la luz de la luna' (Magic in the moonlight, 2014), de Woody Allen, Stanley (Colin Firth), es un mago que sólo cree en lo tangible, como el científico protagonista de 'Orígenes' (2014), de Mike Cahill. Para él la magia o la ilusión son trucos, juego con las apariencias. No son más que engaños, mentiras. Por eso, acepta la propuesta de su amigo Howard (Simon McBurney) de desmontar la falacia de una supuesta medium, Sophie (Emma Stone). No cree en entidades espirituales o trascendentes, sólo en representaciones y fingimientos. No hay otra vida más allá de la vida, u otras dimensiones, sino otros escenarios. En 'Magia a a la luz de la luna', Allen desmonta la rígida y cuadriculada perspectiva de Stanley, pero no porque se incline hacia el otro posicionamiento. Alienta ante todo la interrogante, constata nuestros límites, y sí afirma que lo fundamental es encontrar la razón con la que abrazar la vida, porque ahí sí se puede encontrar la magia a la luz de la luna. Esa misma perspectiva epicurea proyectaba en la transformación y decisiones del protagonista de 'Medianoche en París' (2011), como cuestionaba, en el otro extremo, en 'Vicky Cristina Barcelona' (2008), la mirada turista de la pareja protagonista, así como la inconsistencia de los depositarios de sus proyecciones, la pantalla pasional que representaban los personajes de Javier Bardem y Penelope Cruz. O, en 'Blue Jasmine' (2013), la enajenación de la protagonista, otra mirada ficcional enquistada en un modelo de vida que se sustentaba en el atrezzo que la decoraba como signo distintivo de posición, un modelo sustentado en los accesorios.



La evolución de Stanley se precisa en las variaciones interpretativas de Colin Firth. En los primeros pasajes, su arrogancia y presunción se evidencia en su elevado volumen de voz, como si actuara en un escenario, y los demás fueran espectadores en la distancia de un teatro, y en la rigidez de sus maneras. Progresivamente, cuando comienza a poner en duda su propia perspectiva, modera y suaviza su volumen de voz, y sus gestos corporales resultan más desenvueltos, expresivos, acordes a la flexibilidad de mirada, de actitud, que va adoptando, o, dicho de modo más preciso, con la que se va empapando. Empapados, de hecho, por la lluvia, Stanley y Sophie se refugian en un observador astronómico. Reconoce que tiempo atrás observaba el firmamento como una entidad amenazante. Ahora, junto a ella, su impresión es otra, incluso opuesta. Hay algún crítico estadounidense que ha cuestionado que los modos interpretativos de Emma Stone no parezcan corresponderse con las de una mujer de su tiempo, pero me parece que eso amplifica la singularidad de ese personaje. Más allá de si es una impostora o no, siempre transpira naturalidad (esa manera de estirar sus piernas sentada en un sofá, o el hecho de que esté leyendo suspendida en un columpio), una mujer desprovista de corsés mentales, una mujer que sabe incluso ser directa con respecto a sus sentimientos, sin miedo a la vergüenza o al rechazo.


'Magia a la luz de la luna', resulta más equilibrada que 'Blue Jasmine', cuyas dos líneas narrativas, o perspectivas femeninas, no acababan de encajar armónicamente. No resulta impostada como 'A Roma con amor' (2012). Desde luego, es una de sus obras, caligráficamente, más elaboradas, gracias a la labor creativa de Darius Khondji, potenciando la cálida y luminosa presencia del entorno natural, y la sensación de apertura y amplitud con los amplios encuadres. Transpira abrazo. Quizá el desarrollo dramatúrgico no sea particularmente original, y no posea la magia, en el mismo grado, que alcanzaba en 'Medianoche en París', pero la evolución narrativa transmite la sensación de que fluye, se despeja y expande, acorde a la transformación de Stanley. Su desarrollo es sutil, sereno, empapado por la genuina naturalidad de Sophie. Así destacan instantes como ese largo plano general en la sala de espera del hospital, durante el cual Firth, orando por su tía Vanessa (Eileen Atkins), cambia su actitud, y la narración realiza un giro en su curso dramático. O esa estupenda secuencia en la que Stanley plantea a su tía sus dilemas sentimentales en un doble curso de diálogo, entre lo que se dice y lo que insinúa la manera de decirlo. En la hermosa secuencia final, Allen efectúa una ingeniosa variante de la dinámica de los números de magia y las sesiones espiritistas, con sus efectos sonoros y su juego escénico de entradas y salidas (de desapariciones y apariciones), en la que los actores se desprenden de las máscaras escénicas y apuestan por la razón para abrazar la vida, esa magia a la luz de la luna donde los cuerpos y las emociones se encuentran y mutuamente se empapan.
http://elcinedesolaris.blogspot.com.es/2014/11/magia-la-luz-de-la-luna.html
cinedesolaris
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