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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 297
Críticas ordenadas por utilidad
8
17 de junio de 2023
77 de 88 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un control de aduanas puede servir de metáfora de diversos escenarios. Es lo que representa, y también lo que revela. Es lo que representa para los que intentan acceder a otro espacio, y lo que representa para los que escrutan con sus preguntas qué hay de ficción conveniente o realidad en las respuestas. Pero también puede conllevar un acceso a una realidad que se ignora en quien piensas que es como crees, o necesitas creer como es. Quizás la realidad, la relación, que vives no sea como crees que es. La opera prima de los cineastas venezolanos Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez, la producción española Upon entry (2023), es un austero, tenso y preciso ejercicio sobre los frágiles cimientos sobre los que circulamos en la realidad. Son escasos los espacios: el interior de un coche en el que se nos presenta a la pareja que forman un urbanista venezolano Diego (Alberto Ammann), y la bailarina española Elena (Bruna Cuni); el interior del avión en el que han cruzado un océano para reiniciar su vida en Estados Unidos; y los sucesivos compartimentos del control de inmigración, sobre todo los despachos de inspección secundaria en los que son interrogados como si fueran exprimidos. ¿Hay fundamento en su implacabilidad o es excesivo su celo susceptible?

La planificación, sobre todo adherida a los rostros, a los gestos y a las reacciones de los personajes, sedimenta una narración progresivamente tensa. Ya patente en la forma de conducirse y en la expresión de Diego en el primer control, en el que esperan que sus visados sean aprobados para que pueden coger, dos horas después, el avión a Miami, donde viven los tíos de Diego. Parece la tensión de quien siente la realidad como una sucesión de controles de aduana, como si la realidad fuera inestable sea donde fuere desde que abandonara su país, Venezuela, cuya realidad parecía caracterizada por la violencia de la inestabilidad. O quizá sea la tensión de quien teme que la cortina de humo de su ficción sea desvelada. Esa incógnita queda suspendida en la narración cuando ambos se vean sumidos en una circunstancia en la que se sienten tan impotentes como desamparados. No explicitan el motivo por el que les conducen a otro departamento, y por qué les incomunican (sustrayéndoles los móviles). Les convierten en personas expuestas a otras voluntades cuya motivaciones ignoran. La realidad, por unos instantes, se ve desprovista de signos de referencia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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8
14 de diciembre de 2020
39 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que sorprenden gratamente, por inesperadas. Es el caso de Uno de nosotros (Let him go). En primer lugar, por su director, Thomas Bezucha, quien entre el 2000 y el 2011 había realizado tres comedias, la más conocida, La familia Stone (2008). No es un cineasta de quien se podía imaginar una obra de este calibre. En su segundo lugar, por su concepción del drama y de la narración. Parecen ya de otro tiempo esta sobriedad y contención y en particular, su sentido de la elipsis y su manera de describir o reflejar de modo insinuado u oblicuo emociones de (y entre) personajes. Y, en tercer lugar, por cómo genera gradualmente, sin aspavientos ni énfasis, una lacerante emoción de intemperie que no se extirpa con su dolorosa conclusión. Y esa es una cualidad de gran cineasta. Es raro hoy en día encontrar una obra que sea tan cruda y desasosegante, y refleje de modo tan preciso la actitud violenta, con una apariencia, en general, tan luminosa y tan escasos estallidos de violencia (cuando estos brotan el malestar ya se ha aposentado como una infección). El estilo conecta con el de Eastwood, y de modo específico, por su protagonista masculino, y por el año en que transcurre la acción, con la excepcional Un mundo perfecto (1993). Violencia, familia, la raíz podrida o herida de una nación.

Uno de nosotros, adaptación de una novela de Larry Watson, es otro tiempo de narración. Se vertebra a través de las emociones de los personajes, y en buena medida sobre corrientes soterradas. Su substrato, la colisión entre una familia herida y una familia podrida, los dos flecos deshilachados de una nación como Estados Unidos. Uno de nosotros contiene dos de las secuencias más desazonadoramente violentas de los últimos años. Anteriormente, el primer encuentro con un Weboy ya impregna la narración de sombras perturbadoras. No es ni pariente, pero se percibe recelo tiznado de latente hostilidad. De hecho, nos lo presentan en sombras, en el establecimiento que regenta. Ya es aún más manifiesta esa amenaza solapada, aunque se conduzca con sonrisas, en el encuentro con Bill (Jeffrey Donovan), tío de Donnie. Les invita a asistir a una cena, en el rancho de la familia, que preparará su hermana Blanche (Lesley Manville). La narración ya queda infectada con lo imprevisible, como si un virus habitara la sonrisa de Bill.
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cinedesolaris
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8
15 de mayo de 2023
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mujer de Tchaikovsky (2022), de Kirill Serebrennikov, se inicia con un texto que señala que la mujer en Rusia, a finales del siglo XIX, era una mera extensión del hombre, de la misma manera que no disponía de su pasaporte, ya que meramente su nombre aparecía en el pasaporte del hombre, y no disponía de derecho a voto. En la primera secuencia, Antonina Miliakova (Alyona Mikhailova) asiste, en 1893, al funeral de su marido, el compositor Piotr Ilych Tchaikovsky (Odin Biron), cuyo cadáver yace en un destacado lugar. Pero en cierto momento, el cadáver se reanima y lanza una serie de reproches a Antonina. Este prólogo concluye con un plano cenital que encuadra a Antonina, entre la multitud, mirando a las alturas. De este modo ya se anticipa que la narración, además de un reflejo de una circunstancia social en la que mujer parecía vivir en las penumbras del hombre, corresponde a otro desquiciamiento, este no social sino subjetivo. Antonina confundirá deseo con realidad en otro proceso de negación, en este caso de la realidad. Su amor negará cualquier otro posible discernimiento. Intentará amoldar, denodadamente, que la realidad se ajuste a sus voluntad y deseo, de la misma manera que la mujer se supeditaba a la voluntad y voz del hombre en la sociedad. Ni antes, ni durante los dos meses y medio que dura la convivencia con el hombre que ama, advertirá que él es homosexual. Su deseo de amor arrolla cualquier evidencia, ya patente cuando, la primera vez que hablan, en la casa de ella, Antonina declara su arrebatado amor y su propósito de que compartan un proyecto de vida. Esa pasión neutraliza cualquier otra consideración. Ni siquiera le perturba que él remarque que su relación no será romántica ni pasional sino equiparable a una amistad. No hay signo, para ella, ni siquiera con las amistades masculinas que le presenta, que le haga pensar que él solo desee a los hombres. No comprende que su matrimonio es equivalente a un conveniente posado fotográfico cara a la galería.

La ruptura de la relación, o la fuga de él tras que ella irrumpa en su habitación con el propósito de que hagan el amor, no es para ella sino un desajuste que debe ser reparado. La negación de lo que es seguirá pautando su relación enajenada con la realidad. Según su voluntad y deseo, o cómo quiere que sea la realidad, él también la ama y por eso no aceptará el divorcio y seguirá empecinada en que, tarde o temprano, se reajustará la realidad, esto es, la relación con quien ama, porque, simplemente, le ama. El diseño visual, magnífico, se define por la escasez de luz, por las penumbras, como si se habitara unas profundidades marinas. La narración, progresivamente, difuminará los límites, primero temporalmente, como si las elipsis más bien fuera un continuo de acuerdo a la concepción de la realidad en la que vive cautiva Antonina. Hay planos secuencias, como el de la estación, en el que se condensa cómo la vida de Antonina es una espera. No hay ya paso del tiempo, sino la espera de que la realidad se reajuste a su voluntad. Un movimiento de cámara concentra el paso de los días porque ella permanece en un mismo estado mental, el de la espera.
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cinedesolaris
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9
17 de junio de 2023
48 de 80 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta secuencia de Asteroid City (2023), de Wes Anderson, dos adolescentes comentan que desearían vivir fuera de este planeta. Participan, junto a otros dos adolescentes, en una competición (de jóvenes astrónomos), por sus logros científicos, en una pequeña población en medio del desierto cuyo nombre, Asteroid city, se debe a la enorma cavidad provocada cientos de años atrás por la caída de un meteorito. Durante la ceremonia, un alienígena descenderá de su nave para coger un resto del asteroide. Irrupción que determinará una provisional cuarentena. Anderson gestó esta obra durante la cuarentena de la pandemia del Covid. En esta obra, con múltiples personajes, resalta uno particularmente, aquel que primero llega (en un coche averiado), con sus tres pequeñas trillizas y su hijo Woodrow (Jake Ryan), a esa población con un motel y una gasolinera, y una rampa de una carretera que nunca se construyó. Steenbeck (David Scwartzman) es un corresponsal de guerra que se siente extraviado tras haber perdido, en un accidente de coche, a su esposa. Después de tres semanas, aún se siente incapaz de comunicar a sus hijos ese deceso. Es un hombre averiado que se ha perdido en sí mismo, incapaz de lidiar con sus emociones, como si habitara una representación en la que ya no sabe cuál es su papel o cometido. Es como esa rampa que no conduce a ninguna parte. Su hijo dispone de una inventiva que parece desafiar los límites, pero él parece cautivo de sus propios límites, difusos, como una figura torpe que no comprende cuál es el sentido de lo que hace o deja de hacer. Realiza fotografías, pero realmente ¿Qué o cómo mira?

Precisamente, la narración desentraña o expone su propia condición de ficción desde sus primeras secuencias, en blanco y negro y formato cuadrado a diferencia de los colores apastelados en formato panorámico de la ficción, en las que un anfitrión (Bryan Cranston) introduce al autor de la ficción teatral, Conrad Earp (Edward Norton), el escenario y los personajes de la obra. Pasajes sobre el entorno de la concepción de la obra que se alternarán durante el proceso de la ficción (más que entorno real es un escenario que expone los entresijos de la ficción). La pérdida abre como una brecha la consciencia de la vida como inercia ficcional. En los pasajes finales que abren como una brecha la ficción, como una interrupción, Steenbeck entrará por una puerta disimulada en el espacio de ficción al blanco y negro de la génesis de la ficción para preguntar por qué ha realizado cierto gesto, y aún más, cuál es el sentido de todo, que es decir, el sentido que se difumina cuando un accidente de la vida te sustrae a quien amas. Esta ceremonia sobre lo real y lo ficticio atravesada por la consciencia de la pérdida y la náusea vital de para qué sigue uno en esta realidad que es una catástrofe, como esas explosiones nucleares de prueba que se realizan en ese desierto (y que, por lo tanto, se amplía a un conjunto social que habita un desierto aunque piense que su inercia ficcional dispone de fundamento) se escancia con esa exuberancia creativa que caracteriza al cine de Wes Anderson, quien, como pocos, desafía nuestra imaginación con su asombroso derroche rebosante de múltiples detalles sorprendentes (desde una caracterización a un encuadre pasando por un decorado o un vestuario o un objeto: ¿no se asemeja el artilugio que se usa para intentar arreglar la indefinida avería del coche de Steenbeck con el que surge de la nave espacial?). La realidad no deja de ser un apastelamiento que camufla sus averías.
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cinedesolaris
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5
3 de diciembre de 2021
40 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los primeros pasajes de Fue la mano de Dios (E estata la mano Di Dio, 2021), de Paolo Sorrentino, Federico Fellini realiza pruebas de casting en Napoles. Los rostros que aparecen son un eco de los peculiares rostros que recolectaba Fellini en sus obras, un rasgo caracterizador más de su singularidad. Sorrentino, en cambio, busca denodadamente la singularidad. Su cine es un eco ampuloso, como de modo manifiesto era el caso de La gran belleza (2013), o descafeinado, como es el de Fue la mano de Dios, del cine de Fellini. En esta hay quien cita una declaración del propio Fellini en la que decía que el cine era una necesaria distracción con la que contrarrestar la mediocridad de la vida. En su cine se palpaba ese desgarro entre ilusión y decepción y su descarnada agudeza era proporcional a su inventiva. En Sorrentino parece más bien una fuga envolviéndose con atavíos con los que intentar dotarse de una distinción que queda un tanto impostada, como quien huye con aspavientos de las llamas de la mediocridad. El cine de Fellini también se caracterizaba por su capacidad para alternar lo humorístico y lo dramático, el apunte poético y el grotesco. Su narración fluía graciosamente entre extremos, a veces coincidentes en la misma situación o un mismo plano. En Fue la mano de Dios, la fluidez se atranca, y el salto de una tonalidad a otra, en ciertas ocasiones, es brusca. Por añadidura, y sobre todo, su estructura se define por un cambio drástico de marcha en su ecuador que reconvierte su narración en otra película que no germina de lo previo sino que parece que desembocara en otra narración. Su previa alternancia de tonos deriva en una gravedad más lóbrega y se enquista en la afectación.

Si La gran belleza se nutría de la magistral La dolce vita (1959), de Fellini, En Fue la mano de Dios se pueden rastrear los ecos de Amarcord (1973) y Los inútiles (1953), las dos obras de Fellini que conectaban con su infancia y juventud. En Fue la mano de Dios, en la que Fabietto (Filippo Scotti) ejerce de reflejo del cineasta, Sorrentino mira a su propia adolescencia, cuando comenzó a soñar con ser director de cine. La construcción narrativa también es episódica. La acción transcurre en 1986, cuando se disputaba el mundial de Fútbol. El título de la película alude al célebre gol con la mano de Diego Armando Maradona en el partido que disputó Argentina contra Inglaterra. Una frase del futbolista argentino precede a la narración: Intenté hacerlo lo mejor posible, y creo que no lo hice mal. Frase que parece una variante de la que consta en la lápida de Stanislaw Lem: Hice cuanto pude. Quien sea capaz, hágalo mejor. Parece hacerse eco del denodado esfuerzo de Sorrentino por desprenderse de cualquier sombra (mancha) de mediocridad. El futbolista, que fichó en 1984 por el Napoles, funciona, narrativamente, a modo de telón de fondo como en Amarcord lo eran los fastos pretenciosos del Fascismo y sus rituales. Maradona ejerce de reflejo de lo sublime, de la ilusión, como la belleza de la tía Patricia (Luisa Ranieri), cuya exuberancia mamaria ejerce de manifiesto fetiche, como de modo más hiperbólico en la estanquera de Amarcord, película de la cual también se pueden encontrar ecos de los personajes del motorista o del transalántico, como de Los inútiles la perturbadora y sombría presencia del director de teatro o la marcha en tren de la ciudad de provincias a Roma.

En la primera parte, definida por esa alternancia de tonos, brillan momentos que definen las mejores cualidades de Sorrentino, la captación de la poesía de la extrañeza: la introducción, fantasmagórica, del encuentro de la tía Patricia, que espera en una parada de autobús, con San Genaro, que la lleva en su coche a un casa en ruinas donde un pequeño monje, de rostro oculto, puede ayudarle a que recupere la fertilidad (inmediatamente, en la secuencia posterior, se gira hacia el tono más prosaico, y estereotipado, de una discusión con su agresivo marido que desenfunda el descalificativo tradicional de puta ); un momento de pausa en la reunión en la casa rural familiar en la que escuchan el canto de un pájaro, o la llamada telefónica del padre a la madre en la que con el silbido con el que suelen comunicarse le expresa que desea volver a casa tras que ella le haya echado al descubrir su infidelidad (el hombre puede ser perdonado tras ser infiel mientras la mujer es despreciada como puta). En cierto pasaje, transita de la mirada admirada de Fabietto hacia la tía Patricia a, en la secuencia siguiente, la que dirige hacia la adormilada abuela, como si contrastara el cuerpo sensual y el cuerpo deteriorado, o intuyera la ineluctabilidad del curso de la vida. Ese contraste se hará más patente cuando la tragedia ensombrezca el curso narrativo. La vida es belleza que se deteriora o desquicia. El cuerpo bello pierde el rumbo, recluso de una vida que parece definida por la aleatoriedad, y la sensualidad se manifiesta, en la primera experiencia sexual, del modo más tétrico. La desolación que podían transpirar ciertas secuencias en Los inútiles, cuando las ilusiones colisionaban con las sombras de la realidad, resulta aquí más afectada, como quien se deleita en esa visión tan sórdida como lóbrega. Por eso, su ampulosidad en obras precedentes, como El divo (2008) o La juventud (2015), se revelaba tan protésica. Maquillaje para no afrontar la fealdad que se revela en el reflejo en el espejo, carente de la vivaz e insurgente poesía que anidaba en la mirada de Fellini. Por eso, el cine de Sorrentino, con la excepción de la excelente Las consecuencias del amor (2004), quizá se parezca más al cine de Fellini en el que la hiel, y el trazo grueso, dominaba su registro expresivo, caso de La ciudad de las mujeres (1980) y Ginger y Fred (1986).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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