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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
10
13 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los primeros compases de Un corazón en invierno (Un coeur en hiver, 1992), de Claude Sautet, una voz en off, la de Stephane (Daniel Auteil), se presenta a sí mismo de modo conciso, en su vida encerrada de autómata (como de hecho, uno observará en sus manos en la conclusión de este inicial montaje secuencial). Vive (por así llamarlo), de modo austero (como el despojamiento del mismo decorado indica), dedicado casi exclusivamente a su labor de minucioso luthier o afinador, y nos deja entrever el tipo de relación que existe entre él y su socio y amigo, Maxime (André Dussolier), entre el afecto, la dependencia y la avenencia. Pero se produce una interferencia en ese mundo tan cuadriculado como anestesiado, donde todo está en su sitio. Esa fisura que quiebra la vida pautada de Stephane viene representada por Camille (Emmanuelle Béart), la nueva pareja de Maxime, que significa algo diferente para éste que cualquiera de sus anteriores parejas, de ahí cómo Maxime comparte ese acontecimiento (esa novedad que transfigura el escenario de su relación) con Stephane, después de dos meses de iniciar la relación, porque sabe lo que puede significar para su relación con Stephane (ya no es el foco central en su vida Stephane, sino que incluso ella dispondrá del principal protagonista). De ahí que se lo diga como si le hablara de quien será su nueva relación sentimental. Esa irrupción altera el mundo de Stéphane, que vive encerrado y escondido en su reserva vital ( la celda monástica de su taller ), delegando su vida en los relatos de las vivencias de Maxime. Stéphane es un luthier minucioso que cuida los violines de los otros como si fueran pacientes enfermos, como será el caso con un violín de Camille. Vive para ellos, mientras que Maxime vive para sus clientes, a los que escucha y entiende, y participa de sus vidas como de la música en los conciertos. Uno vive con objetos y el otro con sujetos, por ello, el primero objetualiza las relaciones.

Stéphane es incapaz de amar, está seco. Pero se entrega a un avieso propósito, seducir a Camille, a través de un interés casi clínico, pero atento, por su violín, ajustándolo a medida (sonido, posición del alma, puente…). Esa actitud huidiza, tan aparentemente segura y desapegada, y que transmite una imagen de misterio, atrae a Camille. Ella, por contra, vive sus emociones plenamente, entregada a ellas, y muestra sus estados de ánimo, casi sin pudor, a través de la música. Stéphane es un autómata, como el que le regala a su amigo y modelo, el casi anciano profesor (Maurice Garrel). Stéphane juega con Camille, seduciéndola, mientras él permanece escondido, ya que no quiere exponerse. Camille vive la música, como vive las emociones. Stéphane se autoengaña, justificando su actitud, ya que cree que la música es sueño como las emociones. Stéphane advierte cómo altera, con su mirada, a Camille en un concierto en petit comité. Camille no logra concentrarse en su música cuando la interpreta, interrumpiéndose constantemente. Stephane altera su diapasón emocional, a la vez que arregla el diapasón de su violín. Stephane enturbia y enmaraña su relación con Camille, tramándola entre la representación y la apariencia, entre el fingimiento y la reserva, la contención y el cálculo. Incluso, señala que él y Maxime no son realmente amigos sino socios. Stéphane establece una puesta en escena, el juego de la seducción, de forma manipuladora, hechicera y engañosa. Subyace una faceta competitiva con respecto a su amigo Maxime, del que envidia, aunque no lo reconozca, su estado de gracia fruto de su relación con Camille, y cómo es capaz de modificar sus costumbres y manías por ella. Y porque Stéphane sabe que ella se siente más fuertemente atraída hacia él, revelado por cómo ella rompe una reserva de confidencias de aspectos íntimos que mantiene con Maxime.

Para Stephane es una tentación desestabilizar (él se justifica utilizando el término desmitificar) ese estado de gracia, o materialización de la sublimación romántica, que envidia y así recuperar la anestesiada y complaciente relación con su amigo. Pero hay momentos en que las emociones desbordan la presa de su estrategia. Tras la primera conversación confidencial entre Camille y Stéphane, en el espacio íntimo de éste, el taller, vemos a Camille tocando en el estudio con intensa emoción, y a Stéphane venciendo al squash a Maxime, cuando siempre, con gusto, por esa dependencia no problemática en la que habían asentado su relación, se dejaba ganar. Las acciones o reacciones son elocuentes, como cuando Maxime le enseña a Stephane el piso en el que va a vivir con Camille, y el segundo sufre un vahído, que no deja de advertir un observador Maxime, quien, como alguien que sabe actuar con coherencia con respecto a su forma de vivir las emociones, sabe reaccionar con templanza y comprensión cuando descubre lo que uno siente por el otro, porque realmente Stephane se ha enamorado a su vez de Camille, pero se resiste a dejarse llevar, a situarse en una situación vulnerable y expuesta que ha rehuido hasta ahora, la de la entrega en la música de los sentimientos. Prefiere la perspectiva del tablero de ajedrez donde juega con los sentimientos, para sentir la ilusión de que controla.
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cinedesolaris
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9
13 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es fácil mantener el equilibrio en la balanza de la vida. Las inclinaciones del ser humano, sea el engañarse a uno mismo, o no saber articular lo que siente ( o no decidirse a hacerlo) propician que el fiel de la balanza se desequilibre, porque siempre se tiende a un extremo. En cambio, el cine de Yasujiro Ozu transpira un depurado equilibrio, el de la mirada justa, serena. 'La hermanas Munekata' (Munekata kyodai, 1950) es otro de esos prodigios delineados con delicados y muy sutiles trazos que hacen de la sencillez, de la condensación, alquimia de lo esencial, como ese templo, con el que se abre y cierra la película, quizás el Lugar, ese anhelado equilibrio contemplado como logro trascendente, que nuestra frágil y confusa condición humana no logra materializar. Esta obra se sostiene sobre los citados extremos, y desde variados ángulos. Mariko ( Hideko Takamine) y Setsuko (Kinuyo Tanaka) son las dos hermanas a las que alude el título. Setsuko, la mayor, representa el aprecio por los valores tradicionales, y Mariko, quien ha estudiado en el extranjero, los modernos, diferencias que ya se reflejan en su distinto modo de vestir. Aunque no todo es tan claro, a veces en valores del pasado puede haber más sabiduría que en los presuntos nuevos, del mismo modo que en el cambio, en la renovación, puede residir el desprendimiento de rígidos lastres que anulan al individuo. No hay blanco ni negro.

Setsuko está casada con Mimura, que lleva tiempo sin trabajo, y parece que no lo busca. Parece más inclinado a disfrutar del 'holgazanear' , de la bebida, y de su amor por los gatos. Y, sobre todo, su hermana está convencida de que Setsuko no le ama, sino, más bien, pese a las décadas transcurridas, a Hiroshi, otro emblema del japón moderno, recién llegado del extranjero, lo que se refleja, de nuevo, en su forma de vestir y en el espacio del hogar, de corte occidental. Setsuko e Hiroshi se amaron en el pasado pero ninguno fue capaz de expresarlo, y la oportunidad se dejó pasar. Mimura se esfuerza en propiciar que ambos recuperen ese amor, aunque, realmente, ella está enamorada de Hiroshi. Nada resulta nítido, sino que está enmarañado, entre autoengaños e inhibiciones, o apresurados juicios por las apariencias (como descubren al final, Mimura sí estaba buscando trabajo). Futuro y pasado también son nociones que pesan sobre los personajes de un modo irresuelto, que delata su confusión, un presente definido por el desequilibrio, por la condición suspendida de sus emociones.

'Las hermanas Munekata' cautiva por su refinada y templada belleza. Uno de de los rasgos de estilo, de modulación o respiración narrativa, recurrentes en el cine de Ozu son esas transiciones sobre espacios, que transcienden su mera condición de paso de capítulo. Como esos planos de un tren pasando al fondo del encuadre y en primer término las lápidas de un cementerio, o ese encuadre en que en primer plano vemos una silla, y al fondo, casi a través de los barrotes de la silla, una angosta calle, y más allá el pico de la montaña. Imágenes que ya condensan tanto las ideas como las emociones en juego en la narración, el agitado hilo subterráneo, apresado, que se palpa en las calmadas superficies. Ya manifiesto en las mismas imágenes introductorias. Un árbol y, después, un edificio elevado en el que resalta un reloj. Ya no sólo el contraste citado entre tradición y progreso, entre naturaleza e inhibición de emociones y sentimientos, sino que ya anuncia la relevancia del paso del tiempo: En primer lugar, el cáncer terminal que se le ha diagnosticado al padre de ambas: la primera secuencia de hecho se centra en un aula universitaria de la facultad de medicina: en ella se comenta la dificultad de modificar el hábito aunque el cambio suministrara una mejoría radical en la salud, aunque impidiera el desarrollo de una enfermedad. La dificultad del cambio, el enquistamiento en unos hábitos.
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cinedesolaris
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8
13 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la secuencia introductoria de Half Nelson (2006), de Ryan Fleck, Nelson (Ryan Gosling) parece haber despertado, aunque parece en suspenso. Cuenta hasta siete, para coger impulso, y se incorpora. Desaliñado, erra por su apartamento como si buscara la madeja de la motivación. Planos fragmentados, acciones inconclusas. Nelson es profesor de Historia en un curso de alumnos negros de trece años. Les pregunta qué es la Historia: Cambios, un enfrentamiento entre fuerzas opuestas, que posibilitan un cambio, y lo que hasta entonces era fuerza de una minoría, se convierta en la de una mayoría. Claro que igual a veces el empuje de esa voluntad de transformación no es suficiente. Ryan Fleck, y Anna Bolden, coguionista, productora y editora, nos condensan en las dos primeras secuencias de esta magnifica Half Nelson las fuerzas en oposición en la propia de vida de Nelson. La fuerza de su discurso, de incentivar, y concienciar, para posibilitar cambios, de dejar su pequeña huella, o influencia, en unos jóvenes que empiezan a desenvolverse, definiéndose, en el mundo. Conseguir el logro de que al menos una persona cambie. Y, por otro lado, la deriva de su propia historia, con minúsculas, su vida, que parece zarandeada, entre la decepción (en la que su adicción a la droga es su forma de narcotizarla) y una errática indefinición. Por eso el primer plano de la película es el de su perfil; como señala el título de la película, es la mitad de Nelson, como si sólo estuviera presente en parte, o su vida fuera incompleta, ya que no ha podido realizar lo que deseaba, se siente en los márgenes de la Historia, y sin casi historia propia. ¿Qué sería de él si no impartiera esas clases, su lazo con la vida, el incentivo para poder seguir levantándose cada mañana, aún con esfuerzo?

La narración está puntuada por evocaciones de los alumnos, en clase, dirigiéndose a la cámara, de hitos sociales reflejo de oposición de fuerzas: la ley que en 1954 erradicaba la segregación en el sistema educativo; el motín en la cárcel de Attica en 1971, cuando los presos se rebelaron protestando por sus infames condiciones, que determinó el mayor enfrentamiento en Estados Unidos desde la Guerra civil y el asesinato del primer político con cargo institucional que expuso abiertamente su homosexualidad en 1977, Harvey Milk, con el añadido absurdo de la declaración del asesino que se justificó con que esa mañana había ingerido comida basura . Por un lado se convierten en reflejos del estado vital del protagonista, según se sienta con más fuerza, o cuando caiga en estados de derrotismo, estos hechos se acompasarán a ello. A veces la oposición de fuerzas crea un progreso, en otros lo refrena o revela la incapacidad del ser humano para superarse y sí de, en cambio, incurrir una y otra vez en otros desatinos y atrocidades. Por otro, estas imágenes explícitamente documentales nos recuerdan el pasado como documentalistas de Fleck y Bolden, y, sobre todo, cómo aplican en una narrativa de ficción modos del documental, conjugando ambos, y de ahí esa inmediatez que respira el film, como si se captaran instantes al vuelo. Una cámara al hombro en muchas ocasiones, un montaje entrecortado que atrapa tiempos muertos o transiciones, sin una convencional condición funcional, que no sólo logran no hacerse notar (como puede ocurrir en otros directores, donde el recurso queda impostado) sino que logra crear esa atmósfera emocional acompasada a las miradas de Ryan Gosling ( en uno de los trabajos actorales más matizados y complejos de los últimos años). La narrativa representa y hace cuerpo esa deriva del personaje, esa sensación interna de incompletitud, de vida hecha de instantes desgajados, que avanza a trompicones, hecha de impulsos y caídas, de arrebatos de intemperancia, de torpezas y hastíos; de sentirse, en suma, fuera de su propia vida y de lo que le rodea, como siente por ejemplo en la cena con su familia. En un momento dado dice a sus alumnos que el sol sale cada día, que con cada respiración que efectuamos, el acto de inhalar y exhalar, ya se produce un cambio. Pero en su vida ¿qué cambios se producen? ¿Qué hace con ella más allá de esas clases que imparte?. Sus frases a veces son un una efervescencia de lucidez entusiasta, de discurso combativo articulado. En otras, cuando sus emociones intimas le desbordan, sus frases son inconclusas, perdidas en un gesto interrogante o impotente.
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cinedesolaris
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9
24 de febrero de 2024
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La casa de la alegría (House of mirth, 2000), de Terence Davies, es el destilado de una extracción, el de la sangre de la alegría y exuberancia vital, la de Lily (Gillian Anderson). Es un trayecto que comienza con resplandores, los que emanan de Lily, y provoca que los demás se sientan atraídos por su luz, como las falenas. Aunque es la luz la que se destruirá, porque la conclusión es el vacío, el que realizan alrededor de ella, abandonándola, apartándola. De la luz que ilumina, y alienta ilusiones, a un despojo molesto que se va marginando, barriendo hacia los más oscuros y polvorientos rincones, hasta que se confunda con la misma oscuridad, con la muerte. Lily es una pantalla para los demás: De hecho, en su presentación es una figura incierta, indefinida, en la estación, que camina entre humos y sombras. En cierto momento, el telón se descorre y se descubre a Lily posando magnificente, como una imagen edénica, o la representación de la belleza anhelada, de un objeto de lujo a poseer. Como ella anhela encontrar lo que debe desear, ser la esposa de alguien acaudalado, porque es la única manera de poder vivir holgadamente, ya que una mujer independiente, que viva sola, sigue siendo algo inusitado o raro. Se ofrece en el escaparate, pero también es exigente.

Hay quien le atrae, caso de Selden (Eric Stoltz), abogado, con el que establece un juego, un pulso, en el que late una atracción mutua, que ninguno de los dos pretende materializar, porque él no es lo suficientemente rico, pero con la que juegan, como quien acerca el dedo a la llama que la atrae pero la aparta cuando empieza a sentir la quemadura. Las secuencias iniciales se modulan sobre su danza, la de sus sentimientos asediando a los del otro, como una carga de caballería que rodea al enemigo apostado. La tensión se consume bajo las palabras, contoneándose aunque algún beso se deslice fugaz en algún pasajero resquicio de la coreografía de gestos y miradas, con las palabras como corazas y lanzas. Hay quien es rico, pero no lo suficientemente atractivo, como Rosedale (Anthony La Paglia), y es desechado, o puesto en la cola de pretendientes, aunque le proponga matrimonio. Hay quien le ayuda en unas inversiones, como Tresnor (Dan Ackroyd), pero más bien es una estrategia para con la deuda establecida conseguir sus favores sexuales. Hay quien, como Gryce (Pearce Quigley) parece poseer los adecuados ingredientes de marido, pero es testigo del flirteo con Selden, y desiste en su interés.

Pero las decepciones comenzarán a arrasar el escenario de ese escaparate, rebosante de luz, en el que parecía flotar. Y comenzará a ver cómo esa casa de la alegría que es la sociedad en la que quiere hacerse un lugar, y encontrar su vitrina particular inmune y apoltronada, no es sino es sino una jaula de fieras depredadoras y salvajes que, tras el camuflaje de los rituales, de las convenciones, cortesías y buenas maneras, se dedican a despedazar a quien no encaja en su escenario, o no complace como debiera o no cumple la función a la que se le relega. La matanza se realiza de forma silenciosa, incluso sin abandonar la sonrisa, como la aterradora Bertha (una excepcional Laura Linney), o quizá con expresión de condolencia. Lily va cayendo por el desagüe, y se convierte en una pelusa que desentona en el vestido, o en una mancha incómoda que da cierto reparo escurrir.
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cinedesolaris
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9
24 de febrero de 2024
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El sheriff Tawes (Gregory Peck, impuesto por Columbia Pictures ya que el director prefería a Gene Hackman), protagonista de la magistral Yo vigilo el camino (I walk the line, 1970), de John Frankenheimer, no lo vigila, está ausente, es un fantasma en vida, como aquellos que creía oír con sus hermanas cuando eran niños en esa casa que ahora es una casa en ruinas, como en ruinas está su vida. Nos es presentado de espaldas, mirando hacia lo lejos. La voz de la radio pregunta ¿Dónde está?. No está, no habíta su vida, de la que se siente distante, insatisfecho. El espacio en el que se encuentra es una presa, que contiene el agua, como él tiene contenidas, o más bien, retenidas, sus emociones, vagando cual espectro por la vida. Contención: es la estrategia narrativa de esta excepcional obra, que hace de esa presa emocional su aliento narrativo, pautado a través de gestos, miradas, acciones, aposentando una atmósfera emocional, la que nos refleja ese exilio emocional del sheriff Tawes (el guión de Alvin Sargent adapta una novela que así se llama, Un exilio, de Madison Jones). La fisura en la presa que se corporeiza como posibilidad de huida y liberación es la irrupción en su vida, cual aparición, de la veinteañera Alma (Tuesday Weld). Esa ruptura con una vida cautiva en la que se sigue ya como inercia la línea está bien ejemplificada en su presentación, como copiloto de su hermano pequeño que conduce, haciendo eses, por la carretera (motivo por el que los parará Tawes, aunque no les penalice ni detenga). Una travesura, inconsciente e irresponsable, pero a la vez no deja de ser una jubilosa despreocupación por salirse de las normas que ha suscitado la simpatía de Tawes, y que se manifiesta, en excelso detalle de gran cineasta, en la posterior secuencia de la cena de Tawes junto a su esposa, Ellen (Estelle Parsons), su hija pequeña, y su anciano padre, cuando tras mostrar cuán ausente está de su propia familia, desinteresado de los comentarios de su hija y su esposa, en su expresión, en el plano dilatado (precedido de un ligero movimiento de cámara) que cierra la secuencia, se esboza una sonrisa de divertimento evocando el encuentro con Alma (se añade, además, la sensación de que su rostro se anima, como si su alma hubiera estado embalsamada, y por ello hace tiempo que no hubiera sonreído).

Esa alegría, como si recobrara de nuevo su infancia, de recobrar la sensación de querer jugar con la vida, se conjuga, de modo admirable, con las sombras y dolores de quien ha perdido la costumbre de sentirse presente, y no quiere perder esa sensación de despertar. No quiere volver a caer en la entumecedora inercia del hábito y sentirse varado (falta de dinámica de vida tan bien reflejada en los títulos de crédito en los rostros de los lugareños de este pueblo perdido de la América profunda). Queda patente en la extraordinaria secuencia en la que Tawes enseña (comparte con) a Alma la casa en ruinas en donde vivió en su infancia, en donde juegan a los fantasmas entre los pasillos y recovecos, hasta que ella le sorprende sentado en lo alto de la escalera mirándola con una expresión de desesperación y temor, como un niño extraviado, que le dice vente conmigo. Ella se toma como una broma su propuesta de que se escapen, de que se marchen de esa trampa de vida a otro lugar, otra ciudad, porque realmente para ella él representa algo muy distinto de lo que ella representa para él. Ella sólo juega con él siguiendo las ordenes de su padre, para que de este modo el sheriff no tome medida alguna con la destilería clandestina de whisky. Es una manera de tenerle atrapado en una red. Pero huir del pueblo implicaría romper la red, y evidenciar la representación. El saber cuál es el planteamiento en la relación de Alma hace más dolorosos momentos como el citado de la secuencia en la casa, cuando Alma se enfrenta a ese desamparo vital de Tawes con el que a ella le cuesta lidiar ( empezando porque no logra ni entrever, ni comprender, un ápice de ese desgarro emocional de Tawes; más bien es algo que puede asustarla). Esa separación o distancia de Tawes con el resto queda bien reflejado en esa disonancia extrema con su mezquino ayudante, Hunnicut (Charles Durning), siempre a través de gestos y miradas, o en la secuencia del cine al aire libre, en la que Tawes con su familia y Alma con la suya ven una película de Jerry Lewis (todos ríen, excepto Tawes). Hay secuencias de un portentoso sentido de la condensación dramática, y el empleo de los movimientos de cámara: el travelling hacia el rostro de Ellen, incorporándose en la cama con un gemido desesperado, que ya sabe que la mirada (mente) de Tawes se ha alejado definitivamente de ella, cuando le oye salir en la noche, y el posterior, este de retroceso sobre los cuerpos desnudos de Tawes y Alma, con los brazos de él agarrándose al cuerpo de ella como si le fuera la vida en ello, como si fuera una boya que le salvara de ahogarse.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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