El hombre es el único animal, que yo sepa, que se avergüenza de su sexualidad. ¿Por razones religiosas o culturales tal vez? Pues sí, principalmente, pero la verdadera razón debe ser más profunda. Mi teoría es que nos avergüenza el sexo porque nos retrotrae demasiado a nuestra más profunda naturaleza animal. Pues en la actividad reproductora se movilizan nuestros instintos más primitivos, y no podemos hacer nada para evitarlo, salvo refugiarnos en un rechazo neurótico en nombre de normas que alguien se inventó hace unos cuantos milenios para tener al personal controlado.
Dicho esto, debo decir que ante esa visión del joven homosexual traumatizado masturbándose y tragándose su propio semen, sentí, la verdad, bastante asco. Pero si algo bueno tiene esta película es que podemos imaginarnos lo que sería el cine convencional si se atreviera a asumir las premisas desinhibidas de Shortbus. Sería tremendo, por ejemplo, ver a Tom Hanks y a Meg Ryan llegando a casa después de la consabida escena romántica y montarse un furioso mete saca con primeros planos y eyaculaciones incluidas. Pero eso sería inadmisible para la mayoría de la gente; mejor ver como a alguien le revientan los sesos con toda la sangre desparramandose por ahí. ¡Qué le vamos a hacer, así somos los humanos!
Por lo demás, confieso que esta película me ha dejado algo descolocado. Y también algo aburrido, para que nos vamos a engañar. El caso es que, en mi opinión, el sexo (en el cine) resulta más atractivo cuando está concebido expresamente con el fin de excitarnos, como sucede con la pornografía al uso. Pero aquí el tema llega a cansar y a asquear un poco, de tan monotemático y psicologizado que resulta. Aunque eso no obsta para reconocer que este descarnado análisis de la insatisfacción sexual, en el que no falta la trasgresión de arraigados tabúes, consigue inquietarnos y sorprendernos en ocasiones.