Cuesta reconocer desde lo que es hoy nuestro país el escenario de El Espíritu de la Colmena. A esa España, llena de vacíos y sola, la revestimos de asfalto y la decoramos con vinilos, neones y pokemons...atestándola de tantas cosas que hemos dejado a nuestros niños sin espacio. Una España hambrienta, empachada de sangre, que hoy olvida su pasado de penurias para divertirse ostentósamente jugando con la comida, como en esa fiesta cateta de la tomatina, que a mí me avergüenza. Una España silenciosa y triste, que hoy es ruidosa, y con una alegría un poco forzada....hemos cambiado en poco tiempo, pero el Cine nos recuerda que así fuimos, para que ahondemos en lo que realmente somos.

Es El Espíritu de la Colmena una película poética, bonita y serena. Crece dentro de nosotros cuando la dejamos reposar, como si la horneáramos en nuestro interior, para, con el poder evocador de el séptimo arte, hacernos volver a la infancia. Nos recuerda la fragilidad de nuestros niños, la flexibilidad de su mente, su bendita inocencia. Una película que nos asoma a una España fea y gris, dura y triste, pero en la que, a pesar de ese ambiente enfermizo, los niños podían ser niños. Paradójicamente hoy nuestros miedos son mayores, y en un país y un mundo que hemos diseñado nosotros mismos para consumir, hemos privado a nuestros hijos del espacio y del tiempo necesarios para que vivan esa etapa única e irrepetible. Un momento mágico, aunque no exento de peligros inevitables y saludables que cada vez nos cuesta más asumir...lo que todos tenemos en común, lo que determina lo que somos y como somos, el futuro, la pureza...la niñez.