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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
7
Drama A finales de los 70, Jack Horner, un director de cine porno que considera su trabajo una forma de arte descubre a Eddie Adams, un joven ingenuo que desea triunfar y que tiene unas características físicas muy adecuadas para ese tipo de cine. Eddie cambia su nombre por el de Dirk Diggler, se adapta inmediatamente a nuevo estilo de vida y pronto se convierte en una gran estrella del porno. (FILMAFFINITY)
20 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera vez que vi “Boogie Nights”, hará unos quince años —a mis veintipocos—, me impactó fieramente. Llamó mi atención, sobre todo, que una industria de la pacatería de la americana diera a luz una cinta en torno a un tema tan espinoso, y que se lo tratase además con un desenfado —no exento de amargura— y un cariño por sus sórdidos personajes muy poco acostumbrados en las sociedades de nuestros días —peor aún hoy que en los primeros 2000—, aquejadas de una pudibundez sexual y un resentimiento impensables en los desprejuiciados 70.
Vista de nuevo con la perspectiva de tres lustros, aquella amargura que apenas atisbaba entonces entre las chispeantes interpretaciones de su extraordinario reparto contamina ahora cada línea de diálogo, cada polvo y cada raya de farlopa. Porque, pese a los orgasmos de neón y purpurina, “Boogie Nights” es una película profundamente triste, y casi más por lo que no cuenta, pero se adivina, especialmente en esa desolada mirada última de una inolvidable Julianne Moore: la probable caída en los abismos del SIDA anterior al hallazgo de los retrovirales para buena parte de esa familia no siempre bien avenida que parece la “troupe” de Jack Horner —superlativo, igualmente, Burt Reynolds—.
Algo en lo que tampoco me había fijado es la admirable pericia técnica de su director. Cierto que la degeneración sufrida por el cine y el éxodo de talentos a la TV hacen que se nos salgan los ojos de las órbitas en cuanto vemos un plano secuencia razonablemente ejecutado. No obstante, la sensación de tridimensionalidad que Paul Thomas Anderson logra con esos largos y complejos “travellings” se antoja digna de encomio en sí misma. Que la pereza de cineastas y espectadores, así como los abusos del croma —entre otros inventos del maligno—, la hayan llevado prácticamente a la extinción no hace sino incrementar su valor.
Carorpar
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