Media votos
8,4
Votos
14
Críticas
14
Listas
0
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de Enrique Castaños:
10
7,6
89.532
Terror. Romance. Fantástico
En el año 1890, el joven abogado Jonathan Harker viaja a un castillo perdido de Transilvania, donde conoce al conde Drácula, que en 1462 perdió a su amor, Elisabeta. El conde, fascinado por una fotografía de Mina Murray, la novia de Harker, que le recuerda a su Elisabeta, viaja hasta Londres "cruzando océanos de tiempo" para conocerla. Ya en Inglaterra, intenta conquistar y seducir a Lucy, la mejor amiga de Mina. (FILMAFFINITY)
14 de mayo de 2014
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El principal acierto de Coppola, y su más memorable aportación a la recreación o reinterpretación del mito, es haber convertido la historia de Drácula en una hermosísima y trágica historia de amor, un amor que traspasa las edades, que va más allá del tiempo, un amor tan grande, tan inmenso, de Drácula hacia Mina, que este solo hecho hace que el personaje del conde quede en cierto modo redimido, que el espectador no lo vea como un ser pérfido y malvado, como un demonio, sino como un desolado amante que busca desesperadamente reencontrarse con su amada, en realidad con la persona que se la recuerda tan exactamente, y vivir juntos por los siglos de los siglos, aunque sea en la condenación eterna. Hay algo aquí del amor salvaje y primitivo, turbulento y apasionado, irracional y transgresor que se profesan Catherine y Heathcliff en «Cumbres borrascosas», de Emily Brontë, un amor romántico embriagador, obsesivo, que se rebela contra todas las leyes divinas y humanas. Un amor en el que los amantes parecen no necesitar a nadie; les basta con estar ellos solos en el mundo, en el universo entero, hasta el punto de sacrificar al mundo y a los seres que lo habitan por tener y estar junto al amado. Es cierto que en la película de Coppola esto resulta mucho más evidente en la actitud del conde para con Mina; sin embargo, sin poderlo evitar, como si se tratase de un «fátum», Mina va siendo progresivamente seducida, embriagada, hasta que termina por no ofrecer resistencia a quien con tan infinito anhelo la ha perseguido desde las oscuras profundidades de los siglos. Es verdaderamente increíble y maravilloso cómo la trata, con qué exquisito tacto, con qué finísima delicadeza, cuando, por ejemplo, provoca el encuentro con ella por vez primera en las calles de Londres y se la lleva a un reservado de un café. ¡Qué voz seductora de amante, qué ojos refulgentes de amor! De un amor prohibido, de un amor que transgrede la ley divina, pero amor al fin y al cabo, un amor que perturba, que seduce sin remedio, que embriaga el cuerpo y el alma. Porque este conde Drácula parece poseer alma, al menos con Mina. Es verdad que desea su cuerpo, pero más aún desea fundirse con su alma, ser uno solo los dos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Para que la historia de amor sea verosímil, Coppola ha tenido la extraordinaria habilidad de construir un soberbio prólogo, una especie de introito, que se refiere al personaje histórico, a ese cruel y despiadado Vlad o Dracul que empala a sus enemigos, a los infieles, y lucha denodadamente en favor de la Cruz. Pero, por un malentendido, su esposa Elizabetha cree que ha muerto en la batalla y se suicida. Al regresar a su castillo y enterarse de lo sucedido, su dolor no tiene medida. A la pérdida de su queridísima esposa se une la consciencia de la condenación eterna de su alma, pues se ha suicidado, un pecado imperdonable entonces, en el siglo XV, para un cristiano. Pero el amor de Dracul por su esposa es tan inabarcable, que prefiere correr la misma suerte de su amada y condenarse él también, perder para siempre su alma, vagar por el tiempo hasta reencontrarse con ella. De ahí que atraviese con su espada la cruz, de la que brota un hontanar de sangre que no se detiene, inundándolo todo en una orgía sangrienta, señal ineluctable del pacto que ha sellado con las fuerzas del mal. Mina se parece extraordinariamente a Elizabetha. Ésta es la razón de que la persiga sin descanso. Es como si hubiese hallado a su amadísima esposa reencarnada en otra mujer. El mal y el bien, que en la novela están nítidamente separados, aquí se confunden y mezclan, pues al desear a Mina, al amarla, al querer poseerla para siempre, está Drácula propiciando su condenación eterna, la condenación de una joven pura e inocente. Pero no le importa. Ha visto en Mina a su antiguo amor, y eso le basta. El sacrificio al que está decidido someter a la muchacha es para él una liberación, el fin de sus tormentos, aunque sería difícil admitir que actuase guiado por un egoísmo mezquino, banal y prosaico. Es el amor el que lo impulsa. Esto es lo verdaderamente increíble y perturbador de la narración fílmica de Coppola. Es posible que la identificación del público con este «Drácula» de Coppola sea más factible en un espectador católico que en uno protestante. Y no sólo por la seducción que la idea de pecado tiene para un católico. También aquí es determinante la estética, una estética que no tiene nada que ver con los fondos blanquinegros de la novela de Stoker. Cuando el espectador ve a Drácula por vez primera en su residencia de Transilvania, queda literalmente deslumbrado. Si la metamorfosis operada por Murnau en su personaje se dirige al intelecto, a la mente, la de Coppola incide directamente sobre nuestros sentidos, poniéndolos en ebullición, pero especialmente el de la vista, que adquiere propiedades táctiles y gustativas, que se derrama por una atmósfera aterciopelada, increíblemente seductora. Repárese en los rapidísimos fotogramas, escasísimos segundos, en que el conde lame con su lengua la sangre adherida a la cuchilla de afeitar de Harker, que se ha hecho un pequeño corte al rasurarse la barba. ¡Qué manera de restregar la lengua sin sufrir ninguna herida, dándole la vuelta a la cuchilla en un segundo para poder aprovechar cualquier resto de las dos caras de la hoja! Es la muestra visual, pero también intensamente pictórica, de esa enfermiza sed, del ansia patológica por entrar en contacto fisiológico con la sangre, que es lo único que le rejuvenece y otorga nuevas energías. El contraste agudo entre la blandura fofa de la carne maquillada de las mejillas y de los labios, una carne carente de vida, con la dureza metálica de la cuchilla de afeitar es particularmente repulsivo y atractivo a un tiempo. Pero, sobre todo, con qué destreza, con qué inaudita rapidez se desliza la lengua por las hojas, aprovechando la última molécula del preciado plasma.
Enrique Castaños Alés
Enrique Castaños Alés