Haz click aquí para copiar la URL
Voto de Andrés Vélez Cuervo:
9
Comedia. Romance Un pobre vagabundo (Charles Chaplin) pasa mil y un avatares para conseguir dinero y ayudar a una florista ciega (Virginia Cherrill) de la que se ha enamorado. (FILMAFFINITY)
5 de enero de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
City Lights es considerada, por la mayoría, una obra maestra de la historia del cine, y por muchos, la mejor película de Charles Chaplin. Ambas cosas son difíciles de contradecir y no es ese mi propósito aquí, así que, en cambio, voy a añadirle otro título, tan arbitrario como esos, y decir que seguramente sea la más hilarante y más dramáticamente inteligente de sus obras.
Recuerdo que la primera vez que vi esta película experimenté la curiosa sensación de ir viéndola y sentir que no encontraba de manera clara la gigantesca maestría que se le atribuye, para luego descubrir de golpe mi soberana majadería, al corroborar rotundamente esa genialidad.
City Lights cuenta, principalmente, la historia de un vagabundo (Charles Chaplin) que hace y deshace para ayudar a curar de su ceguera a una pobre joven invidente que vende flores (Virginia Cherrill) y que le hace tilín, y a su abuela (Florence Lee), que no le hace nada pero que igual le da lástima cuando descubre que la van a echar de su casa. A su vez, de manera secundaria, narra la historia de ese mismo vagabundo en una relación, que solo puede describirse como sisífica, con un millonario alcohólico (Harry Myers) que lo reconoce cada noche como su gran amigo y salvador (lo salva de morir cuando ha decidido suicidarse lanzándose al río), pero únicamente cuando está borracho, puesto que en la sobriedad matutina es un patán sin memoria que lo último que quiere es saber de su harapiento compañero nocturno.
Digo de esta película que es a mi gusto la más hilarante de las realizadas por Chaplin de la manera más subjetiva, ya que desconozco forma alguna de ser objetivo con respecto a la capacidad de una película para despertar la carcajada, cosa que depende de una suma enorme de factores que supongo alguien que no soy yo habrá medido alguna vez. De hecho, aunque este largometraje en particular haya sido reconocido en la historia como una gran comedia y posiblemente una de las mejores comedias románticas de todos los tiempos, se cuenta de ella que cuando se realizó un primer pase privado de prueba con público, los asistentes, convencidos de que habían sido convocados para ver un drama, incluso llegaron a abandonar el teatro antes del final por puro aburrimiento y decepción. El caso es que yo con City Lights siempre me troncho de risa. Y qué difícil es mirar una película con ojos críticos cuando los tiene uno encharcados de lágrimas y le falta el aire por tanto reír. Entre numerosas razones, una de las que hace que esta película sea tan condenadamente graciosa, es el hecho de que sus gags son impecables y alcanzan un nivel de iconicidad casi mágico.
Hay que tener en cuenta también que el equilibrio entre el humor que tiene lugar con las trastadas del protagonista y el drama lacrimógeno de esa pobre joven ciega y su abuela a punto de ser desahuciadas tiene una precisión casi quirúrgica que manipula las emociones del espectador de manera virtuosa. Ese dramón obliga a pedir comedia como bálsamo, y la comedia relaja al tiempo las defensas para que el drama golpee como un ariete. Es entonces cuando el personaje del vagabundo se torna poderosamente atractivo y empático, porque lo que lo motiva no tiene fisura. Este buen hombre no es como, por ejemplo, el joven pretendiente que tan comúnmente vemos en las películas de otro de los grandes cómicos de la época, Harold Lloyd; siempre motivado por el deseo de conseguir el amor de una jovencita a cualquier precio. Aquí el motor es la bondad material encarnada en quien nada tiene, y es a partir de esa bondad que germina el amor romántico. Chaplin, maestro titiritero, va hundiendo al espectador paulatinamente en ese drama cruel. Nosotros, mientras tanto, como espectadores aunque sospechemos que seguramente habrá catarsis y un final feliz, aun así experimentamos un horrendo y cruel desasosiego, especialmente cuando sentimos la bofetada de la injusticia que hace de ese pobre y buen vagabundo un pararrayos de infortunio quien, como la Justin de Sade, parece ser castigado por su virtud. Esto deja el pellejo tan delicado y vulnerable, que cuando llega el momento de aquel memorable reencuentro con la joven vendedora de rosas, una de las más innegablemente maravillosas escenas del cine, en la que como un océano sentimos la profundidad poderosa del silencio (Chaplin se rehusó hasta el final, y en contra de todos, a hacer una película hablada y prefirió sabiamente solo hacer uso de algo de sonido y de música integrados, dejando los diálogos en intertítulos) en esa mirada voluptuosa y rica de Chaplin que deja ver un amor sobrenatural, no queda otra respuesta que entender que cada detalle de esta película está hecho al servicio de este único y fundamental momento, desmoronarse ante tamaña inteligencia dramática y aceptar sin rechistar la grandeza de esta obra maestra.
Andrés Vélez Cuervo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
arrow