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España España · Barcelona
Voto de Juan Poz:
10
Drama. Romance Vittoria (Monica Vitti), tras una acalorada discusión, decide romper con su novio Riccardo (Francisco Rabal). Mientras disfruta de su libertad en compañía de su madre, conoce a Piero (Alain Delon), un joven y atractivo corredor de bolsa, un seductor arrogante con el que mantiene un apasionado romance. (FILMAFFINITY)
22 de enero de 2017
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Volver a los viejos mitos de juventud tiene algo de arriesgada jugada del azar. Nunca sabemos quién habrá cambiado más, si el espectador que fuimos y ya no somos o la obra de arte que nos maravilló y quizás ahora nos decepcione, como suele pasar tan a menudo, incluso con obras tan sólidas que, diríase, habrían de prevalecer contra la erosión implacable del tiempo. Antonioni ha sido siempre un cineasta muy particular, asociado al concepto de incomunicación y al del hastío burgués en una sociedad neurótica e insociable que él, supuestamente, ha descrito como nadie antes. El eclipse es una película estándar dentro de su filmografía, ajustada a los cánones básicos de su cine, pero con algunas singularidades que hacen de ella una obra cinematográficamente excepcional, dado el laconismo de la protagonista, el misterio de su crisis existencial y la recreación de ese doloroso estado de ánimo en los paisajes urbanos en los que la cámara se recrea casi con afán documental, si bien los planos desangelados de los edificios, ciertas composiciones de volúmenes arquitectónicos dentro del plano, el enfoque moroso en ciertas texturas, como el pajizo que recubre un edificio en construcción, o un apilamiento de ladrillos que evocan con mágica perspectiva una ciudad -en una escena casi idéntica a la que Godard realizó con envases de productos comerciales, por cierto-, contribuyen a la creación de una atmósfera que otorga a la obra una especie de condición futurista, como si se nos hablase, no del presente, Roma, 1962, sino de una distopía en la que los barrios de calles desiertas, silenciosas, por las que los transeúntes se aventuran como por un espacio prohibido o controlado, nos hablara de algo así como de una sociedad posnuclear en la que los supervivientes de la especie hubieran perdido su personalidad singular. La historia es apenas un pretexto para describir un personaje, Vittoria, enigmática y deslumbrante Mónica Vitti, a mayor gloria de la cual está construida la película, aquejada por la insatisfacción vital radical, que acaba de abandonar a su novio, un acaudalado hombre de negocios, amante del arte y del lujo, a juzgar por la casa donde ella le comunica su decisión tras lo que se refiere como una noche “movida” en la que se han dicho incluso lo indecible. El ritmo ceremonial de la ruptura, el juego de planos estáticos en los que los personajes mantienen una distancia helada, incluso en los que ni siquiera los dos forman parte de él, del plano, como si se quisiera traducir en la imagen la ruptura de los amantes, indica al espectador que ha entrado en un universo de silencio y de significados en el que los planos nunca serán en modo alguno gratuitos, antes al contrario, todos ellos están como sobrecargados de información que conviene leer con atención, y he de reconocer que Antonioni es heredero de maestrías, en ese arte de la descripción, sea en plano fijo, sea en barrido de cámara, como la de Ophüls, o la de Dreyer, por poner directores hasta cierto punto cercanos a la sensibilidad del director de Ferrara. La película no tarda, después de una excursión nocturna con unas amigas vecinas, incluida una espectacular danza africana de la Vitti, en una suerte de viaje antropológico a través de la decoración del piso de la vecina que vive habitualmente en África, en dar un giro tan sorprendente como espectacular e imantador, porque la protagonista va en busca de su madre al lugar donde tiene, podría decirse, su hábitat cotidiano: la Bolsa de Roma. Desde que la cámara entra en el edificio de la Bolsa, el antiguo Templo de Adriano, asistimos a unas secuencias enloquecedora en las que el ambiente mortecino de la realidad, incluidas, sorpresivamente, las propias calles del centro de Roma, contrastan con el desbordamiento de actividad frenética y aulladora que llena las secuencias con una vitalidad que nada tiene que ver ni con la protagonista ni con el extrarradio pacífico donde habita ni con los devastadores silencios que, fuera de ella, la Bolsa, acongojan a la desconcertada protagonista. En la Bolsa aparece el coprotagonista, un Alain Delon que actúa como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ser agente de bolsa, quien lleva las inversiones de la madre, lo que le permite autopresentarse a la protagonista con el desparpajo, la seguridad y la simpatía arrolladora a la que no será inmune la protagonista. Hay un afán documental inequívoco en las secuencias de la Bolsa, y Antonioni fue documentalista por vocación, también, y prueba de ello es que actúen auténticos agentes de cambio y bolsa profesionales en la película, a quienes Antonioni filma con una pasión que es totalmente correspondida por la verdad contundente del retrato de esa actividad totalmente opaca para los espectadores no puestos en el negocio. ¡Qué prodigio de contraste el hecho de suspender la actividad durante un minuto de homenaje a un colega fallecido ¡por infarto! y la consiguiente reanudación de las contrataciones desquiciadas en las que nunca se llega a saber, aunque si intuir, qué negocios de alto riesgo se fraguan en esas tensas conversaciones a grito pelado! La oportunidad que escoge Antonioni es la de una caída generalizada de la Bolsa y unas pérdidas escalofriantes que afectan a casi todos los presentes, como se advierte en unas escenas de pánico y desolación en la que los inversores -que echan pestes de los partidos de izquierda que buscan su ruina…- cruzan los espacios de la institución a medio camino entre el colapso orgánico, la depresión anímica y la desorientación total.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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