Robert Kincaid es un hombre solitario y libre, libre en la más amplia acepción de la palabra, conoce perfectamente sus horizontes vitales, viviendo su vida sin dejarse atrapar por los convencionalismos que nos imponen las reglas sociales. Ostenta una mente lúcida y preclara, siempre está seguro de sus actos, nunca titubea... Carece de cualquier tipo de arraigo familiar o sentimental porque nunca lo ha encontrado, en cambio sí ha encontrado la esencia de la vida en los cálidos amaneceres africanos, en la majestuosa carrera de las gacelas y en los suntuosos atardeceres de ese mundo de ébano que retrata su cámara como fiel testigo de la inmensidad del momento, porque Robert poseía el arraigo del nómada ensimismado, del viajero errante que sólo puede pertenecer a la plenitud del cosmos...
Francesca representa el lado opuesto, la vida monótona y anodina de una mujer que renunció a todo por llevar a cabo todos aquellos roles sociales "necesarios": casarse, tener hijos, formar una familia... Sin llegar a preguntarse antes si realmente era esa la vida que anhelaba, si fue con la persona adecuada, si era la persona amada...
Cuando Francesca conoce a Robert se siente comprendida, porque hay un interlocutor en el otro lado que sabe escuchar, que sabe entender... Eso que parece tan sencillo, y que, a la vez, es tan complicado. Y ahí nace ese amor, un sentimiento hasta entonces desconocido porque no brota de un "automatismo social", sino de un intercambio de emociones y sensaciones, de una miscelánea de sentimientos que se funden y aúnan desencadenando un torrente de afectividad cristalina... El momento de la certeza del que Robert habla a Francesca