Si me hubiera visto obligada a salir del cine después de los veinte primeros minutos de película, habría jurado que esta iba convertirse el mejor trabajo de animación del s. XX. Desafortunadamente, tanto la técnica como el contenido decaen a partir de ese momento y no se recuperan. Las sobrecogedoras escenas que demuestran que el stop-motion no ha caducado (ni lo va a hacer) escasean cada vez más y llegan a despertar la desconfianza del espectador sobre ciertos diseños y escenarios, las soluciones a los dilemas planteados se vuelven predecibles y el final no es más que el resultado de una suma simple y simétrica de estructuras narrativas gastadas y desgastadas.

Hasta aquí mi lamento. Ahora llega la rabia. Lo que es absolutamente imperdonable es la apropiación cultural de la que hace gala este travestimiento de ambientación japonesa y vieja moraleja americana. El comportamiento, las tradiciones y cualesquiera otras referencias no sobrevivirían a un vistazo antropológico superficial. Un abuso absoluto del exotismo para atraer el ojo del espectador y vestir de novedosos mensajes muy antiguos que, además, obstaculizan el entendimiento de culturas lejanas e incitan a Occidente a continuar con su acostumbrado egocentrismo.

Si no creyera en el arte que entrañan la animación y el cine juvenil, habría puntuado a esta película con un notable. Pero como espero más del género, se queda con la ordinaria puntuación que se merece. Siempre nos quedará recortarla y visionar solamente los fantásticos, perfectos, dialécticamente inmejorables, primeros veinte minutos.