Es esta una de las obras cinematográficas más poéticas que se ha hecho nunca, llena de simbolismos e imágenes imborrables.
Como sobrecogedor se puede calificar el modo en que Erice nos muestra el despertar de la infancia, en ese momento en el que la inocencia preside todos los actos, a través de los ojos de una niña que necesita evadirse de una sociedad cuadriculada como los paneles llenos de abejas que maneja su padre. Refleja la película fundamentalmente sus primeros acercamientos a la muerte, tanto en su tratamiento frívolo como en el emocional, y cómo orienta esos sentimientos para dar rienda suelta a la imaginación, ayudada por el cine, por una película que ella ve en el pueblo.
Todo ello lo narra el director con un ritmo pausado, coherente con lo que nos quiere contar, y aderezándolo con bellos planos y música ensoñadora.
Ana Torrent realiza una actuación impropia de una niña de su edad, y el resto del elenco cumple sobradamente con la misión de transportarnos a los tiempos de la posguerra.