Hay un dicho que dice que menos es más. Puede ser. A veces. Otras veces, sencillamente resulta que más es más. Y esta tercera parte de la mítica saga de Charles Bronson haciendo el justiciero ofrece más de lo mismo que ya ofrecían las dos anteriores. Pero mucho más. Si en las dos primeras pelis el justiciero resolvía sus cuitas personales despachando una o dos pandillas de facinerosos, en esta tercera termina con una interminable retahíla de manguanes de pintas estrafalarias que tienen aterrorizado a todo un barrio obrero de Nueva York. Bueno, para ser exactos acaba con ellos y prácticamente con el barrio entero. Y para ello no se limita a la pistola, como en anteriores ocasiones. Mariconadas, las justas. Revólveres, pistolas de caza, trampas caseras, metralletas, bazookas. No se priva de nada el tío. En su ayuda salen diversos vecinos en una de las batallas campales más pasadas de rosca de la historia del cine. Todo es exagerado en esta cinta, excesivo, incluso disparatado. Y el conjunto no será muy profundo ni muy sutil, pero es divertido. Muy divertido. El mensaje sigue siendo el mismo de las anteriores de la saga (las autoridades no hacen nada por frenar la delincuencia y los ciudadanos honrados tienen que tomar medidas drásticas), la factura técnica es bastante modesta, el guión es bastante simplón y las interpretaciones son de batalla. Pero qué más da. Se lo pasa uno tan bien viendo malandrines arrojados de azoteas a escobazos, o borrados del mapa con armamento pesado, o al bueno de Charles cargarse chorizos entre segundo y primer plato de la cena o tirotear mangantes mientras se come un helado que todo lo demás da igual.

Para verla y disfrutarla sin complejos. Y sin pensar mucho, a ser posible.