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Voto de Néstor Juez:
8
Comedia. Drama. Romance Es la historia de Alana Kane y Gary Valentine, de cómo se conocen, pasan el tiempo juntos y acaban enamorándose en el Valle de San Fernando en 1973.

9 de febrero de 2022
3 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
El noveno largometraje de ficción del maestro Paul Thomas Anderson recrea con precisión pero con tempo relajado una relación juvenil en un contexto cultural bañado de frescura y rememoración nostálgica.

La impregnación cinematográfica
Tras ambiciosos ejercicios de asfixiante drama sectario, críptico noir lisérgico y sofisticado romance perverso, el venerado realizador cinematográfico apuesta en Licorice Pizza por una suerte de regreso a sus orígenes, una mirada más calma y sencilla al universo que alumbró sus obsesiones durante su adolescencia. Una narración de pocos personajes pero amplia en sus ramificaciones expresivas y emocionales en Encino y en la Cuenca del Valle de San Fernando durante el año 1973. Un período de varias semanas en las aventuras de un joven grupo de buscavidas. Momentos veraniegos de celebración, exuberancia física, música festiva y entrada a la madurez. Cuento hilvanado a partir de fragmentos con identidad propia, encabalgamiento de instantes efervescentes. Un ecosistema cotidiano que, sin embargo, respira cine por los cuatro costados.

La osmosis cultural del nuevo cine estadounidense y los últimos vestigios del clasicismo hollywoodiense en la ciudadanía se manifestaba en sus gustos, gestos y actitudes. Anderson refleja esta admiración por aquellos rasgos estéticos en la propia forma de la película. Se recrea en el formato panorámico, las largas tomas de seguimiento en lateral o con cambio de angulación y, determinante en este caso, las texturas lumínicas y cromáticas que aporta la película fotoquímica de 70 mm. Pero no tan sólo en su lenguaje fílmico, sino también por el argumento se cuela el oficio cinematográfico. Personajes principales y secundarios intermitentes introducen en la diégesis guiños más o menos veladas a figuras reales de aquellos años. Pero lo más acertado de esta película con respecto a otros ejercicios de exaltación nostálgica recientes es que la pasión por el cine contagia la película, pero jamás la vampiriza. Es un rasgo de estilo determinante para definir la identidad cultural de la época retratada y los personajes que la pueblan, pero se limitan a ser exquisitos matices adicionales que dan trasfondo a una bonita y turbulenta historia de amor.

Estampas de fuga entrópica
Como hemos indicado previamente, Licorice Pizza se construye como un río, como un discurrir libre y despreocupado. Como una selección aislada de un mosaico que no hace más que germinarse ante nuestros ojos. Más que una abigarrada y calculada construcción de imprescindibles soportes, se presenta ante nuestros ojos como una sucesión de episodios, una enumeración salteada de situaciones. Viñetas de esencia inherentemente cómica que no tienen reparo en dilatarse lo que sea necesario y discurrir por los senderos más heterodoxos. Obstáculos en la culminación de la relación de Alana y Gary (el personaje de Hoffman) que nos permiten detenernos en ecosistemas sociales paralelos al de la los muchachos de la empresa de Bernie el Gordo, poblados por extravagantes personajes volcánicos que anegan la pantalla con su carisma y su actitud reprobable o babosa, pero siempre como complemento más que como roba-escenas. Instantes que no temen en coquetear con la caricatura, el caos y el delirio que impulsan la faceta más sugerente de la película: su torrente de energía, su caudal irrefrenable de vida, esa pasión e intensidad humana que traspasa la pantalla.

Un ejemplo más de aquellos casos raros en los que el cine logra captar en toda su intensidad expresiva los tempos y manifestaciones de la propia vida, sabiendo dejar que el espectador encuentre momentos de goce experiencial en la inclusión sin corte de momentos que muchos otros descartarían como triviales, tales como la caída de un camión sin gasolina por una ladera o en la mirada delectada a un stunt en moto despojado de sentido alguno.

Deseo en fase de prueba
Pero el amplio arsenal de recursos plásticos, referencias culturales o galería de personajes, el foco de la historia nunca deja de estar claro: es una historia de amor entre los personajes de Alana Haim y Cooper Hoffman, protagonistas radiantes y absolutos de la función. La dirección de actores y el descubrimiento de nuevos talentos fue siempre una de las mayores virtudes de Anderson, y en este caso se produce un nuevo fenómeno de fascinación hacia la extrema frescura, carisma y personalidad que desprenden ambos intérpretes. Sobre todo, a partir de su trabajo gestual.

Ambos se desean desde el momento en el que se conocen, pero deberán recorrer juntos un viaje lleno de obstáculos y dudas para poder ser pareja de hecho. El afán de dominación sobre el otro y la concatenación de provocaciones, celos y desengaños durante un largo período donde, por mucho que intentan engañarse, no pueden dejar de estar juntos. La seguridad personal reafirmada en el desafío al otro, pero a costa de aumentar el afecto por él o ella por la determinación de sus acciones para sorprenderte u oponerte. Pruebas que conseguirán que cuando el amor rompa las barreras definitivamente, la catarsis llegue hasta el patio de butacas.
Néstor Juez
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