Los enfrentamientos por la propiedad o la posesión de un territorio son casi tan antiguos como la vida en el planeta, y hay algunos, como el originado en torno al nacimiento del estado de Israel, que no tienen visos de solucionarse nunca.
Fueron los nativos americanos capitaneados por Bill, el Carnicero, que es un personaje histórico, los que, en GANGSTERS DE NUEVA YORK, en batalla campal y haciendo acopio de trofeos a la manera de orejas y narices, trataron de poner de manifiesto que el dominio sobre Five Points les correspondía a ellos, por derecho divino, y no a los Camisas Largas, a los de Chíchester, a los Feos de la Chistera o a los Conejos Muertos. Será la muerte del sacerdote Vallon, líder a la sazón de los Conejos Muertos, el punto de partida de una obra descomunal y el motor de una película que asegura que América se forjó en las calles.
Es espléndido el uso que de la música hace el pequeño Marty, como tiene por costumbre, y bueno el modo de desempeñarse de Leonardo, que todavía por entonces pulía sus maneras. No está mal la rubia Cameron como ratera reconvertida, bien por sus lados Brendan Gleeson y John C. Reilly e inconmensurable, aun histriónico, elevándose por encima del resto, Daniel Day Lewis, quien, viviendo que estaba en la Toscana como aprendiz de zapatero, fue requerido por Scorsese para componer la figura más atractiva de toda la película.
Es la de este actor, por muchas veces que él se quiera retirar, la llama que nadie será capaz de extinguir.