Como alguien ha dicho por ahí: porque es de Peckinpah. Sólo por eso se le regalan tantos halagos a este western lleno de comedia que alegra dos horas de tu vida sin ninguna reflexión ni condimento extra. Vamos, que no está mal, que entretiene, pero ya cuando empezamos a hablar de poesía, lírica y matices románticos creo sinceramente que nos ponemos a exagerar.

Trama sencilla que mezcla aventuras con amor en medio del lejano oeste salpicado todo con cancioncillas country setenteras que no es que sean precisamente mi debilidad. Aceptable idea y desarrollo de la historia de un hombre con una posada con agua en medio de un desierto en ninguna parte, lo cual dicho así rezuma gran encanto aunque luego en la práctica se cuente como un hecho prosaico y cómodo. El último tramo de historia se hace algo cuesta arriba, incluido un desenlace inesperado y poco atractivo, por muchas explicaciones alegóricas que se le quieran dar. Lo siento mucho, pero yo no voy a lamentarme de la desaparición del salvaje oeste, y máxime si es tal cual nos lo pintan en «La balada de Cable Hogue». Una época donde matar a un hombre significa ser un valiente y no matarlo un cobarde; donde la vida no vale nada, los hombres han perdido toda caballerosidad e impera la ley del más violento, de más villano, del más deshonesto.

Referente a la historia sentimental, lo cierto es que la actitud de Hildy (Stella Stevens) me resulta inconcebible, y amar de esa manera es casi no amar, o al menos no amar tanto a la persona como amar el dinero. Lo extraño es que Cable Hogue sea tan comprensivo. David Warner, sensacional; su predicador Joshua es un descarado y un impío, pero, oye, qué bien lo hace, que brío, que labia.

Simpática, en definitiva.