¿Que si mataríamos a un niño? Sentada en mi sillón y viendo esas sonrisas estúpidas de los renacuajos, esa mala uva que se gastan con las miradas secas y cortantes, esa chulería ingenua con la que van por ahí, mi respuesta es un sí rotundo. ¡Cómo que no lo haríamos! ¡Y con alevosía, no te digo!

Esto suena muy cruel, lo admito, pero la duda de asesinar a un niño, como sinónimo además de inocencia y oportunidades futuras, queda descartada en esta película por el simple hecho de plantear una infancia convertida en villana. Es decir: que cuesta considerarles como niños humanos afines a ti, sino que han pasado a ser monstruos, criaturas del mal con cuerpos imberbes, de otra naturaleza que no comprendemos pero que desde luego no parece la nuestra. Así pues, «¿Quién puede matar a un niño?» es posible que no despierte mucho miedo, pero lo que está claro es que hace que te entren unas ganas inmorales de coger a estos chiquillos y darles, cuanto menos, una buena tunda.

Queremos que el coche les atropelle, que la metralleta les dispare, que el agua les ahogue y que esta pareja que, sin lugar a dudas es estúpida perdida, salga de Almanzora. Yo llego a un pueblo donde no hay persona viviente por las calles ni en las casa, donde a todas luces la vida ha quedado interrumpida por algún hecho maligno, y donde encima recibo llamaditas extrañas, y no sé vosotros, pero yo me iba sin que me diese tiempo ni a enterarme de lo que pasaba allí. Este matrimonio no. Se queda dando vueltas, pensando que la cosa es muy normal.

El mayor mérito de la película es la propia idea del niño asesino, inquietante de por sí, y que se potencia al presentar un lugar aislado y sin posibilidad de comunicarte con el exterior. La simpleza de medios no estropea el resultado, lo reduce a lo elemental para que nos sintamos más cerca de lo extraordinario. Introducción histórica en clave de noticiero que, eso sí, pone los pelos de punta.

Pobres niños.