Sinceramente, esperaba otra cosa. La culpa la tiene la sinopsis de la película e incluso el propio cartel. Leyendo una y viendo otro, imaginaba una historia más clásica y melancólica, y que girase en torno a una búsqueda alucinada en el Nueva York de los noventa. Por supuesto, no fue lo que encontré.

Lo que nos propone Terry Gilliam es una especie de fábula sobre el amor y la búsqueda de tu propio destino, con ayuda de unos personajes estrambóticos y un estilo cinematográfico, sin duda personal, pero (para mi gusto) demasiado superficial, con una impronta inconfundiblemente moderna. Yo en ningún caso lo llamaría «excesivo»; sí, en cambio, «llamativo», que es mucho peor: llama la atención, pero no por belleza, elegancia, perfeccionismo o extrema creatividad, sino simplemente por sus rarezas que bien pueden ser aciertos, como graves errores. Por poner sólo un ejemplo, el desvío amoroso que toma la trama no juega mucho en su favor.

Sin embargo, consigue dos grandes aciertos: la gran interpretación de Robin Williams y las buenas dosis de humor, ilógico e incomprensible a veces, pero de carcajada limpia. El resto pasa sin pena ni gloria por la retina del espectador. Williams hace un papel sobresaliente, además de encantador, tanto en comedia como en drama, y casi podría segurar que más de una y de dos veces improvisó los diálogos; su «insinuación» a la novia de Jack subido a la mesa es para no parar de reír.

Demasiada nota global para una comedia medio entretenida que aspira, sin llegar a ser nunca, una buena película. No la recomiendo especialmente, pero si la véis, que sea sólo para echar alguna que otra risa.

Por cierto: que mal le queda a Jeff Bridges el pelo largo...